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Amaury
Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del carácter nacional, que con dificultad se encuentra en otro país cualquiera: la conversación, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir con los franceses.
En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; sólo en Francia se conversa por costumbre.
No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me ha ocurrido anunciar de pronto que al día siguiente me volvía a París. Si alguno, admirado de tan súbita resolución, me preguntaba:
– ¿A qué vas a París?
Yo le respondía sencillamente:
– A conversar.
Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme el gusto de conversar.
Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían los franceses. Estos solían exclamar:
– ¡Qué dicha! ¡qué placer!
Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.
A decir verdad no hay nada más grato que esas minúsculas tertulias que en un salón elegante improvisan unas cuantas personas charlando a su sabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo, para abandonarla después de sacar de ella todo el partido posible, cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de las bromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos, lo cual no obsta para que súbitamente, al llegar al punto culminante de su desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jabón tocada por la dueña de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo el hilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres, planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a verter su correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama «la conversación».
Por el estilo del salón que describo hay en París cinco o seis en los cuales no se baila, ni se carta, ni se juega, y sin embargo no se sale de ellos nunca antes del amanecer.
Cuéntase entre estos salones el de un buen amigo mío, el conde M… Digo amigo mío y en realidad no haría mal en decir amigo de mi padre, pues es el caso que el conde de M… quien por nada de este mundo es capaz de confesar motu proprio su edad (ni, por otra parte, tampoco hay quien le pregunte sobre ella), no dejará de tener sus sesenta y tantos años bien cabales, aunque no represente más allá de los cincuenta, gracias al extremado esmero con que cuida su persona. Es uno de los últimos y más genuinos representantes del tan calumniado siglo xviii, lo cual debe sin duda explicar la escasez de sus creencias, circunstancias que (dicho sea en su honor), no le ha hecho caer, como a la mayoría de los incrédulos, en el afán de empeñarse en que los demás dejen de creer también.
Puede decirse que hay en él dos principios, uno hijo del corazón y otro del entendimiento, que mutuamente se repelen. Es egoísta por sistema y generoso por naturaleza. Nacido en tiempo de nobles y filósofos, el instinto aristocrático viene a equilibrar en su espíritu la independencia del pensador. Conoció a los hombres más conspicuos del pasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el título de ciudadano; Voltaire le auguró que sería poeta; Franklin le recomendó simplemente que fuese un hombre honrado y bueno.
Juzga el año terrible, el cruento 93, como juzgaba San Germán las proscripciones de Sila y las matanzas de Nerón. Con escéptica mirada ha presenciado el desfile de los asesinos, de los septembristas, y de los guillotinadores, primero en carro y luego en carreta. Ha conocido a Florián y a Andrés Chénier, a Demoustier y a Madama de Stael, a Bertin y a Chateaubriand; ha rendido homenaje a madama Tallién, a madama Récamier, a la princesa Borghése, a Josefina, y a la duquesa de Berry. Ha asistido al encumbramiento de Bonaparte y a la caída de Napoleón. El padre Maury y Talleyrand le llaman discípulo: es un diccionario de fechas, un catálogo de acontecimientos, un archivo de anécdotas, una mina de agudezas.
Nunca ha querido escribir por temor de perder su preeminencia, pero en cambio presume de narrador.
He ahí por qué su salón, como he dicho más arriba, es uno de los cinco o seis salones de París en los que, sin haber juego, música, ni baile, se pasan de un modo grato las horas hasta bien entrada ya la madrugada. Cierto es que en las esquelas de invitación escribe de su puño y letra: Se conversará, como otros estampan: Se bailará. Fórmula es ésta que suele alejar a banqueros y agiotistas; pero que atrae a los hombres de ingenio, siempre gustosos de hablar; a los artistas, dispuestos a escuchar, y a los misántropos de todo género, que nunca complacieron a la dueña de la casa bailando un solo, con el fútil pretexto de que la contradanza recibe ese nombre por ser lo contrario de lo que se llama danza.
Es innegable, además, que posee un admirable talento para cortar con una sola palabra, ya el desarrollo de cualquiera teoría que esté en pugna con el modo de pensar del auditorio, ya toda discusión que tienda a hacerse pesada.
Cierto día, un joven melenudo y de barbuda faz hacía en su presencia desmedidos elogios de Robespierre, declarándose acendrado partidario de su sistema, lamentando su prematuro fin y augurando su rehabilitación como un acto de justicia.
– Ese grande hombre no ha sido bien comprendido – dijo al terminar su perorata.
– Pero sí guillotinado, afortunadamente – replicó el conde de M…
Esta frase dio fin a la conversación por aquel día.
Hace un mes próximamente asistí yo a una de estas reuniones. A última hora se había hablado ya de tantas cosas que, agotados los temas, vínose a tratar de amor. A la sazón, la conversación se había hecho general y entre los grupos cruzábanse algunas palabras sueltas.
– ¿Quién habla por ahí de amor? – preguntó el conde de M…
– El doctor P… – contestó una voz.
– ¡Ah! ¡Es curioso! ¿Y qué dice el doctor?
– Que el amor es una congestión cerebral de carácter benigno que se puede curar poniendo al enfermo a dieta, aplicándole sanguijuelas y usando de sangrías moderadas.
– ¿Así opina usted, doctor?
– Claro que sí; por más que conceptúo preferible la posesión. Ese sí que es el remedio más eficaz.
– Está bien; pero supongamos que ésta no se consigue y que en tal trance no acudimos a usted, que ha hallado la panacea universal, sino a alguno de sus colegas, menos prácticos que usted en la terapéutica, y que le espetamos esta pregunta concreta: «¿Podemos morirnos de amor?»
– Eso no se pregunta a los médicos, sino a los enfermos – repuso el doctor. – Respondan ustedes, señoras, y ustedes también, caballeros.
Arduo por demás era el problema y, como no podía menos de esperarse, dividiéronse las opiniones. Los jóvenes, que creían tener sobrado tiempo para morir de desesperación, respondieron que sí; los viejos, cuya vida pendía ya de un ataque de gota o de un simple catarro, contestaron que no; las mujeres se limitaron a hacer un gesto de duda. Eran demasiado altivas para negar y sobrado sinceras para afirmar.
A todo esto empeñábanse todos en explicar sus votos respectivos; así, que no había manera de entenderse.
– ¡Ea! – dijo el conde de M… – Yo voy a dilucidar la cuestión.
– ¿Usted?
– Sí, señores, yo mismo.
– ¿Cómo?