¿Psicólogo o no psicólogo? Cuándo y a quién consultar. Patrick Delaroche
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♦ Prejuicios imaginarios
Entre todos los prejuicios, algunos se distinguen por su carácter irracional. De hecho, aunque se basen en una cierta realidad, la superan ampliamente y la transforman porque se apoyan en un imaginario subjetivo y muy inconsciente. Son productos de la imaginación que para algunos pueden convertirse en verdaderas convicciones.
El primero es el temor a la locura. Este prejuicio está en vías de desaparición gracias a la difusión del psicoanálisis, pero sigue estando de manera subyacente: como toda construcción imaginaria y en parte inconsciente, tiene una parte de razón. Las «profundidades» inconscientes suscitan, como todo lo desconocido, un temor parecido a esos terrores infantiles que algunos no han olvidado.
Los prejuicios de la psiquiatrización o de la psicologización son más modernos. Se resumen así: van a convertir a mi hijo en un caso; peor, van a catalogarlo y a la vez le harán seguir el programa dictado por tal entidad psicopatológica. De nuevo, este prejuicio tiene un origen real, y este mismo libro puede alimentarlo si se espera de él que establezca una norma. Es cierto, además, que existen diferentes enfoques y que ciertas unidades hospitalarias esconden detrás del halo de la ciencia un interés innegable por las estadísticas y los tratamientos con medicamentos.
Más actual aún es el prejuicio del análisis interminable. Se teme que el tratamiento con el psiquiatra dure mucho tiempo y que sea horriblemente caro. De nuevo, voy a ser el abogado del diablo, es decir, del prejuicio: es difícil decir a los padres cuánto tiempo va a durar, pero debemos precisar lo siguiente:
– estos prejuicios están calcados del psicoanálisis para adultos;
– en ocasiones, pocas visitas bastan;
– una psicoterapia eficaz puede ser breve, siempre y cuando no se la considere un subproducto de la escolaridad que se termina con el curso académico;
– el tratamiento puede estar cubierto por la Seguridad Social, en parte o totalmente; su coste, por lo privado, no supera los recursos de los padres. Los psicoanalistas más competentes no son los más caros y no son necesariamente los más conocidos.
Estos prejuicios aparecen antes de ir a la consulta; otros, todavía más numerosos, se mostrarán después, y sobre todo durante la terapia.
♦ La idea de que necesita medicamentos
La difusión del psicoanálisis ha tenido efectos paradójicos. Como Maud Mannoni ha señalado siempre, esta propagación está lejos de ir acompañada de la comprensión de su acción. Françoise Dolto ya pensaba que las indicaciones de psicoterapia analítica en el niño se banalizaban y sistematizaban demasiado: según ella, ello desembocaba en una eficacia peligrosa cuando el niño no sabía por qué tenía que «hacer dibujos en casa de aquella señora». Al contrario, ella preconizaba explicar las reglas del tratamiento al niño relacionándolo con su propio sufrimiento.
El recurso generalizado al psicoanalista ha provocado el refuerzo de las resistencias de una parte de sus adversarios. Con los innegables progresos de las neurociencias y el dinamismo de los laboratorios farmacéuticos relevados por ciertos programas de televisión, se ha desarrollado un pensamiento de tipo «biologizante», que preconiza el tratamiento con medicamentos de ciertos trastornos del comportamiento y terapias llamadas científicas porque no afectan al inconsciente. Llevándolo al absurdo, pronto tendremos que tomar pastillas para evitar los actos fallidos o los lapsus, con el pretexto de que son producidos por las neuronas (en el capítulo 4 hablaré de los medicamentos).
Así, algunos niños cuyos padres han caído en este circuito pueden ser tratados durante años sin grandes mejorías, porque en ningún caso se trata el problema de fondo. Además, una prescripción prolongada puede provocar un fenómeno de «escape», es decir, que el tratamiento deje de surtir efecto.
♦ La idea de que podemos solucionarlo solos
El sufrimiento de los hijos fragiliza a los padres. Cuando tenemos un hijo, deseamos transmitirle la mejor parte de nosotros mismos; tanto si queremos como si no, intentamos imponerle esta parte a pesar nuestro. Nuestro hijo hereda la parte más secreta de nosotros, la que nace del reto que nos imponen la vida y el misterio de nuestra presencia en la Tierra. Lo educamos para prepararlo a afrontar la existencia, a tener en cuenta la realidad. Siempre mantenemos la esperanza de que garantice el relevo, ciertamente, pero también de que se tome la revancha de sus padres sobre lo que ellos no pudieron lograr debido a su nacimiento, al destino o a las circunstancias. Cualquier fracaso del niño afecta a este núcleo íntimo, y es importante ser consciente de ello. Es una de las raíces del sentimiento de culpabilidad que afecta a todos los padres que consultan al especialista, aunque hayan hecho «todo lo que era necesario».
El niño sufre, aunque hayamos hecho todo lo posible para evitarle este sufrimiento. A pesar del afecto, los esfuerzos materiales, el tiempo… no hemos conseguido resolver su problema. Convencidos de que somos nosotros los que debemos encontrar soluciones, pensamos que no somos buenos padres, aun cuando se trate de una enfermedad orgánica; por ejemplo, la madre se acusa de no haber tapado lo suficiente al niño, aunque haya pillado el virus del sarampión por contagio. Con más razón cuando se trata de problemas psicológicos, se acusará de no haber hecho lo necesario o, aún peor, de no ser el padre que tenía que ser. Sin embargo, como en el caso de cualquier infección, ni el cariño, ni el tiempo, ni los esfuerzos materiales bastarán para curar al niño, aunque puedan ayudar.
Los padres preferirían sufrir ellos mismos los problemas en lugar de vivirlos, impotentes, por medio de su hijo. Su reacción se acerca a la del instinto animal: preferirían sufrir en lugar del niño los peligros o las dificultades que lo amenazan. Entonces, cuando el afectado es el niño, la inquietud de los padres desorientados se transforma en reproches, los que se harían a sí mismos; en pocas palabras, se crea un círculo vicioso.
Los padres, por lo tanto, pueden dudar en consultar a un psiquiatra debido a la culpabilidad. Harán todo lo que puedan para compensar lo que consideran un perjuicio y, por ejemplo, aumentarán las recompensas y los regalos hacia el niño, que este recibirá con un placer mitigado. Cuando ya han dado el paso, algunos se toman mal la más mínima observación del especialista porque se hace eco de esta culpabilidad inconsciente. Es importante saber que entre lo que engloba esta observación y el eco inconsciente que esta hace resonar hay un abismo, el cual explica por qué la consulta al especialista puede hacernos tambalear tanto.
La búsqueda de la verdad, la verdad íntima del individuo que sufre, tal y como proponen el psicoanálisis y todos los métodos que derivan de él, no es ni fácil ni indolora. Esto explica por qué la psicoterapia analítica, incluso cuando pasa por el juego y el dibujo, asusta. Pero estos miedos imaginarios también son los que impiden estar mejor. Por ello deben formularse claramente para poder ser abordados con tranquilidad y superados. Siempre nos sorprenden las formas inesperadas que adopta este miedo: el sentimiento de los padres de ser responsables de las dificultades de su hijo, que parece a primera vista muy consciente y, además, muy natural, es una forma que adopta este miedo en el que nos apoyamos para pedir ayuda a regañadientes y querer solucionarlo solos.
♦ Hay que desconfiar de los psiquiatras
«De todas maneras, tampoco se ponen de acuerdo entre ellos», piensan algunos, porque los psiquiatras, debido a que no todos tienen la misma visión de las cosas, también tienen prejuicios, aunque su profesión (idealmente) consista en no tenerlos.
En efecto, existen dos escuelas de pensamiento: la denominada organicista piensa que los trastornos psíquicos tienen un origen orgánico; la otra, psicogenética,
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Un síndrome es un conjunto de signos que contribuyen a una enfermedad. El autismo es un síndrome porque abarca «enfermedades» de orígenes y causas diversas.