El libro de las religiones monoteístas. Patrick Riviere

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El libro de las religiones monoteístas - Patrick Riviere

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ha cerrado sus oídos, y tapado sus ojos,

      a fin de no ver con ellos,

      ni oír con los oídos,

      ni comprender con el corazón,

      por miedo de que, convirtiéndose,

      yo le dé la salud.

      Dichosos vuestros ojos, porque ven, y dichosos vuestros oídos, porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros veis y no vieron, y oír lo que oís, y no oyeron» (Mateo 13, 10-17).

      Además, la parábola de la «sal de la tierra» concierne a los propios apóstoles, al establecer su futura misión de evangelización: «Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada por las gentes. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte; ni se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mateo 5, 13-16).

      Jesús había pronunciado antes su «sermón de la montaña», que hablaba de las «ocho bienaventuranzas», prodigadas a quienes creen en Dios, en él y en la «Buena Nueva» del Evangelio:

      «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

      Bienaventurados los humildes, porque ellos heredarán la tierra.

      Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

      Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados por Dios.

      Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

      Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

      Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados “hijos de Dios”.

      Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

      Bienaventurados seréis cuando por mi causa os maldijeren, os persiguieren y dijeren toda suerte de calumnias contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues del mismo modo persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros» (Mateo 5, 1-12; Lucas 6, 20-23).

      Jesús insiste aquí en las virtudes de la simplicidad, la dulzura, la pureza, la misericordia, la humildad, la justicia y la paz, que deben manifestarse en todo aquel que cree en él.

      El candor que radica en una disposición de espíritu así se halla evocada a propósito de la actitud que adopta para con los niños a fin de ilustrar el camino que debe seguirse: «Le presentaron a unos niños para que los tocase, pero los discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó y les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los que se asemejan a ellos es el reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Y, abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos» (Marcos 10, 13-16).

      La caridad y la humildad pueden observarse aquí, al igual que la simplicidad en el versículo siguiente: «Por aquel tiempo tomó Jesús la palabra y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos”» (Mateo 11, 25; Lucas 10, 21-22).

      Además, Jesucristo sustituyó la «ley del talión», de reciprocidad, del Antiguo Testamento, de manera general, por la «ley del Amor», que prevalece hacia y contra todo: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo os digo: “No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos. Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado. Habéis oído lo que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre los malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”» (Mateo 5, 38-48; Lucas 6, 27-36).

      Jesús enseña, además, a ayunar en secreto, a practicar discretamente la caridad, sin ostentación, y a rezar en secreto: «Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mateo 6, 6). Luego, Jesús enseña la oración de Dios, el padrenuestro (véase más abajo).

      Jesús predica por otra parte la «vida eterna» para todos los que se acomodan a la voluntad de Dios y siguen los preceptos de Cristo: «A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna» (Juan, 14-15), así le es dicho a Nicodemo.

      Al tiempo que traía la Buena Nueva, Jesucristo realizaba múltiples milagros, relacionados no sólo con las curaciones físicas o espirituales, sino también con los elementos astrales.

      San Juan narra, al principio de su Evangelio, las bodas de Caná, a las que Jesús y María, su madre, fueron invitados. El vino de las bodas pronto se acabó. Jesús hizo llenar seis jarras de agua y la transformó en vino (Juan 2, 1-11).

      Jesús, con su presencia, permitió a Simón Pedro efectuar una verdadera «pesca milagrosa» en el lago de Genesaret (Lucas 5, 1-11). Por último, Jesús permitió a los apóstoles una segunda «pesca milagrosa» en el lago de Tiberíades, después de su resurrección (Juan 21, 3-14).

      Jesús calmó una tormenta que se había levantado en el mar, para gran estupefacción de los discípulos, que sentían una gran admiración por él (Mateo 8, 23-27; Marcos 4, 35-41; Lucas 8, 22-25).

      Jesús realizó por primera vez la «multiplicación de los panes». De cinco panes y dos peces iniciales, obtuvo una cantidad suficiente para saciar a la numerosa multitud que había acudido al lugar (Mateo 14, 13-21; Marcos 6, 30-44; Lucas 9, 10-17; Juan 6, 1-13).

      Jesús efectuó una segunda «multiplicación de los panes». A fin de saciar el hambre de la multitud que había acudido a escucharlo por tres días enteros, Jesús tomó siete panes y unos peces y multiplicó los alimentos después de dar gracias a Dios (Mateo 15, 32-38; Marcos 8, 1-10).

      Jesús «caminó sobre las aguas» y llegó hasta la barca en la que estaban sus discípulos (Mateo 14, 22-23; Marcos 6, 45-52).

      Jesús hizo que se secara una higuera llena de hojas que había en su camino (Mateo 21, 18-21; Marcos 11, 12-14).

      Jesús hizo también el prodigio o misterio glorioso de la «transfiguración», apoyándose siempre en la Ley y la palabra de los profetas, según sus propias palabras: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mateo 5, 17). «Tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor,

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