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tierra» (Génesis 12, 1-3).

      Dios se reveló a Abraham durante el II milenio a. de C., prodigándole estas promesas. Probablemente fuera entre los siglos XVII y XVIII a. de C. cuando Abraham, de cuya historicidad no se puede dudar, por ser legítima, abandonó la ciudad caldea de Ur para dirigirse a Harran, al noroeste de Mesopotamia. Luego fue hacia el sur, a Sichem, donde se alojó, antes de conducir sus caravanas entre Palestina y Egipto (Génesis 13, 1-3). En efecto, se trata de tribus nómadas que, por otra parte, más tarde darían origen a las «doce tribus de Israel».

      Como hemos apuntado en la introducción, conviene precisar que Abraham no tuvo ninguna dificultad en reunir a su alrededor a los pastores nómadas, familiarizados con el «dios del padre», dios del antepasado que los precede, una especie de «dios único» tutelar pero sin santuario, vinculado al grupo tribal de hombres al que acompaña y protege durante sus incesantes peregrinaciones.

      El Shaddaï (con el nombre de Yahvé) había hablado así al patriarca hebreo: «Yo soy, y mi pacto será contigo, y vendrás a ser padre de muchos pueblos. Y desde hoy tu nombre no será Abram, sino que serás llamado Abraham [ab hamôn: «padre de multitud»], porque te tengo destinado ser padre de muchos pueblos. Yo te haré crecer hasta lo sumo, y te constituiré cabeza de pueblos, y reyes descenderán de ti. Y estableceré un pacto entre tú y yo, y tu posteridad en la serie de sus generaciones, con alianza sempiterna: para ser yo el Dios tuyo, y de la posteridad tuya, después de ti. A este fin te daré a ti y a tus descendientes la tierra en que estás como peregrino, toda la tierra de Canaán en posesión perpetua, y seré el Dios de ellos» (Génesis 17, 4-8).

      Sara, esposa de Abraham, al ser estéril no había podido darle ningún hijo. Abraham lo obtuvo de su unión con su sierva egipcia Agar. Este niño llevó el nombre de Ismael. Sin embargo, más tarde, gracias a la promesa sobre este tema y a las bendiciones recibidas de El Shaddaï (con el nombre de Yahvé), Sara acabó dando a luz un niño llamado Isaac, sobre el que reposaría la descendencia establecida por Dios.

      Abraham tuvo que llevar a cabo sacrificios en honor a su Dios; el primero, que sellaba la Alianza con El Shaddaï (con el nombre de Yahvé), comportaba partir una becerra, un carnero y una cabra, pero a ese sacrificio animal, en suma banal, tenía que seguir el holocausto del propio hijo del Patriarca, el joven Isaac, todavía niño. Y, a pesar de la abominación del acto que se le pedía que cometiera, Abraham se disponía a sacrificar a su hijo cuando, en el último instante que precedía a ese cruel asesinato, Dios detuvo su brazo y sustituyó al niño por un carnero cuyos cuernos acababan de quedar enganchados en un matorral vecino (Génesis 22, 1-19).

      Así se expresó la «fe abrahámica», fe ciega y sin condiciones en el Dios supremo, aun cuando este exigía realizar una acción aparentemente incomprensible e injustificada, puesto que se trataba de un infanticidio, en este caso de su propio hijo. Dios había salvado a Isaac, pero Abraham había sido probado en su fe, que se había mantenido, a pesar de todo, firme, y había así superado con éxito la prueba de la duda para con su Dios.

      La descendencia de los Patriarcas se establecería así, de Isaac a Jacob-Israel, hasta José, que fue virrey de Egipto. Luego llegó la época en que los egipcios oprimían a los israelitas (judíos), que fueron sometidos progresivamente a la esclavitud.

      MOISÉS Y LA TORÁ (LEY)

      Fue trascurriendo el tiempo hasta el siglo XIII antes de nuestra era en que un bebé hebreo fue salvado milagrosamente de las aguas del Nilo por la hija del faraón. Su nombre se debe a este hecho, ya que fue llamado Moshé (de mâshâ, «sacar… del río»), Moisés. La princesa lo crió y lo trató como a su propio hijo. Cuando alcanzó la edad adulta, Moisés se revolvió contra la condición a la que estaban sometidos sus hermanos los hebreos. Escapando de la furia del faraón, se refugió en el desierto del Sinaí.

      En el pozo de Madián, mantenido por su futuro suegro, Jetró, pensó seriamente en la liberación de su pueblo.

      Luego, en el monte Horeb, Dios decidió manifestarse bajo la apariencia de un matorral ardiendo que no se consumía. Después de revelarle su nombre divino, «Soy El que es» (‘ehyèh ‘ àser ‘ ehyèh), Yahvé (YHWH) renovó con Moisés la promesa hecha a Abraham, en estos términos: «Ve y reúne a los ancianos de Israel, y les dirás: “El Señor Dios de vuestros padres se me apareció, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, y me dijo: Yo he venido a visitaros a propósito y he visto todas las cosas que os han acontecido en Egipto. Y tengo decretado el sacaros de la opresión que en él padecéis y trasladaros al país del cananeo, y del heteo, y del amorreo, y del fereceo, y del heveo, y del jebuseo, a una tierra que mana leche y miel”. Y escucharán tu voz, e irás tú con los ancianos de Israel hasta el rey de Egipto, y le dirás: “El Señor Dios de los hebreos nos ha llamado; permítenos peregrinar tres días por el desierto para ofrecer sacrificio al Señor Dios”. Yo ya sé que el rey de Egipto no querrá dejaros ir, sino forzado por una mano poderosa. Por esto extenderé yo mi brazo y heriré a los pueblos de Egipto con toda suerte de prodigios que haré en medio de ellos, después de lo cual os dejará partir» (Éxodo 3, 16-20).

      Dios habló de nuevo a Moisés con el propósito de convencerle de su misión para con los hebreos. Le dijo: «Yo soy Yahvé (YHWH). Me manifesté a Abraham, a Isaac y a Jacob con el nombre de El Shaddaï, pero no me di a conocer a ellos con mi nombre de Yahvé (YHWH). Hice pacto con ellos de darles la tierra de Canaán, tierra de su peregrinación, donde estuvieron como extranjeros. Yo he oído los gemidos de los hijos de Israel por la opresión que sufren por parte de los egipcios, y he tenido presente mi pacto. Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahvé, y os sacaré de debajo del yugo de los egipcios, os liberaré de la esclavitud, y os rescataré levantando mi brazo y descargando terribles golpes. Yo os adoptaré por pueblo mío, y seré vuestro Dios. Y conoceréis que yo soy Yahvé, vuestro Dios, que os habrá sacado del yugo de los egipcios. Y luego os introduciré en la tierra que tengo jurado dar a Abraham, a Isaac y a Jacob, porque a vosotros os daré la posesión de ella, yo que soy Yahvé» (Éxodo 6, 2-8).

      De esta manera la misión de Moisés quedó establecida. Por tanto, se dirigió a Egipto, seguido de Aarón, y las predicciones de Yahvé se cumplieron. Ante la negativa del faraón, los egipcios vieron caer sobre ellos las famosas plagas, en forma de calamidades diversas, como el agua tornada en sangre, el granizo, la mortandad del ganado, nubes de langostas, una lluvia de ranas, la muerte de los primogénitos, etc.

      Luego, los hebreos unificados tuvieron que huir de Egipto, con los ejércitos del faraón pisándoles los talones. Guiados por su dios Yahvé, en forma de una columna de fuego por la noche y de una columna de nube durante el día, se libraron de sus perseguidores al atravesar el mar Rojo, seco, a pie. Los egipcios, por su parte, se adentraron en el mismo, pero fueron engullidos por las aguas.

      Los hebreos erraron luego durante mucho tiempo por el desierto, alimentados y mantenidos por un maná providencial que Yahvé les ofreció en abundancia. Cuando les faltaba el agua, esta brotaba milagrosamente del suelo por los golpes asestados por el bastón pastoral de Moisés.

      De este modo, los hebreos llegaron finalmente a Madián y alcanzaron la falda del macizo montañoso del Sinaí.

      Moisés subió a la montaña y encontró a Dios, que renovó la promesa de la Alianza hecha a Abraham: «Ahora bien, si escucháis mi voz y observáis mi pacto, seréis para mí entre todos los pueblos la porción escogida, ya que mía es toda la tierra. Y seréis vosotros para mí un reino sacerdotal y una nación santa» (Éxodo 19, 5-6).

      Al día siguiente, el pueblo permaneció en el valle y Moisés subió de nuevo al Sinaí, desde donde Yahvé se dirigió a él con truenos, antes de entregarle su Ley en forma de «diez mandamientos», o prescripciones (el decálogo):

      «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la

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