El libro de las religiones monoteístas. Patrick Riviere
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Los Libros de los Macabeos, textos apócrifos, no incluidos en la Biblia hebraica, hablan de esta página importante de la historia del pueblo judío.
A continuación, vienen los que la Biblia ha calificado de «libros sapienciales», obras piadosas que transmiten una gran sabiduría (hokmâ): el Libro de Job, los Salmos reales (David) y mesiánicos (150 himnos y plegarias), los Proverbios, que traducen el origen divino de la sabiduría evocando sus cualidades, el poético Cantar de los Cantares – canto de amor relacionado con Salomón y cuya interpretación rabínica lo considera la unión de Dios e Israel–, el Libro de la Sabiduría y el Eclesiastés (el Qohelet). Son los Kentubim o escritos varios que datan de épocas distintas, hasta el siglo II a. de C.
Por último, los libros proféticos siguientes cierran el libro santo: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Miqueas, Habacuc, Sofonías, Zacarías y Malaquías.
En Isaías encontramos la afirmación del «monoteísmo más absoluto», en que Yahvé es el único Dios: «Yo soy el primero y el último; y no hay otro Dios fuera de mí» (Isaías 44, 6). Los dioses babilonios se ven suplantados porque no tienen más existencia que la de ídolos inertes. Este mensaje se ve tanto más reforzado cuanto que fue redactado durante el exilio en Babilonia, cuando se vivía con la esperanza de que Ciro destruyera la ciudad y liberara a los hebreos. La Alianza con Dios se hallaba entonces reforzada por la expiación de sus pecados y los tormentos sufridos durante su cautividad.
En Jeremías (25, 1-14) es proclamada la caída de Babilonia, así como la liberación de Israel. Y si, en las Lamentaciones, el poeta visionario expresa la deshonra atribuida a Sión: «Jerusalén ha pecado gravemente; se ha tornado cosa impura. Todo aquel que la honraba, ahora la desprecia: han visto su desnudez. Ella gime y vuelve atrás su rostro» (Lamentaciones 1, 8), asistimos a la exaltación de la ciudad santa en Jeremías: «En aquel tiempo, será llamada Jerusalén trono de Yahvé; en ella se congregarán todos los pueblos; y no seguirá la obstinación de su perverso corazón» (Jeremías 3, 17).
Con Zacarías (1, 1-6; 8, 14-15), la separación entre la era antigua y la nueva era marcada por el regreso a Sión (Jerusalén) reviste una importancia primordial.
En Joel (4, 2-3, 12; 4, 18-21), el mensaje escatológico se afirma; después de haber vencido a los pueblos hostiles (Gog, Magog) y culpables para con Yahvé e Israel, vendrá al fin un periodo de paz y de prosperidad, y el pueblo se volverá santo (kadosch).
En Ezequiel, la gloria de Yahvé adopta la forma de un extraño «carro de fuego» (merkabah) (Ezequiel 1) para aparecerle, y más lejos (Ezequiel 37), la «visión de los huesos secos» lleva al profeta a anunciar que «los muertos resucitarán». Es la prefiguración de la «Resurrección».
La espera de un rey mesiánico, el «Mesías» (en hebreo, Masiah: «Ungido por Yahvé»), se hace notar en Zacarías, que describe la entrada en Jerusalén de un rey dotado de un poder temporal y espiritual «justo y victorioso, humilde y montado en un asno» (Zacarías 9, 9-16), pero la noción de Redención sigue estando irremediablemente vinculada a la obra de Yahvé, y sólo a Él.
En el profeta Daniel, vemos aparecer las visiones apocalípticas, fuertemente influenciadas por los mitos babilonios y por la civilización helenística,[2] como el sueño prestado al rey Nabucodonosor (Daniel 4), el sueño del propio profeta (Daniel 7) o su visión de un carnero y un chivo (Daniel 8), todo acentuado por la aparición de ángeles y demonios, hasta el mismo Adversario, Satanás. Pero la justicia divina triunfará: «Y el reino y el imperio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo serán ofrecidos al pueblo de los santos del Altísimo» (Daniel 7, 27). El Más Allá y el destino del ser después de la muerte[3] aparecen además como preocupaciones principales en Daniel, que evoca la existencia de dos «ángeles» o de dos «reinos»: el de este mundo, aquí y ahora (hic et nunc), y el otro, el escatológico, que espera a cada ser después de la muerte (post mortem).
LA NOCIÓN DE «PUEBLO ELEGIDO» DE ISRAEL
(EL PUEBLO DE LA «ALIANZA CON DIOS», EL «PUEBLO GUÍA»)
Israel, como comunidad de los primeros creyentes monoteístas, aparece a menudo en la Biblia y en los comentarios rabínicos como el «pueblo elegido» por Dios (el pueblo de la «Alianza con Dios», el «pueblo guía»):
«Porque eres un pueblo santo para Yahvé, tu Dios, porque te ha elegido para ser el pueblo de su propiedad entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. Si Yahvé se ha fijado en vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos. Sino que es por amor hacia vosotros, y porque ha querido cumplir el juramento que hizo a vuestros padres, y por eso Yahvé os ha sacado de Egipto con mano poderosa y os ha liberado de la casa de Egipto. Has de saber, pues, que Yahvé, tu Dios, es Dios fiel, que guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos, pero castiga a quien le aborrece: hace que perezca sin dilación quien le aborrece, le hace sufrir un castigo personal. Guarda, pues, sus mandamientos, las leyes y estatutos que prescribe hoy, poniéndolos por obra» (Deuteronomio 7, 6-13).
«No por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón vas a entrar en posesión de esa tierra, sino por la maldad de esos pueblos que Yahvé expulsa ante ti, para cumplir la palabra que con juramento dio a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob» (Deuteronomio 9, 5).
«El pueblo de Israel es valioso para Dios, porque llama a sus gentes Sus hijos. Son particularmente valiosos porque han sido informados, como está escrito: Sois hijos de Yahvé, vuestro Dios…» (Deuteronomio 14, 1). «El pueblo de Israel es valioso para Dios, porque es a sus gentes a quien les dio el instrumento bendito [la Torá]. Son particularmente valiosos porque han sido informados del don de este instrumento loado por el que el mundo fue creado, como está escrito “Porque es un buen precepto el que os entrego; no abandonéis mi Torá”» (Proverbios 4, 2) (Mischna Avot 3, 14).
«Hoy has hecho que Yahvé te diga que Él será tu Dios, pero con la condición de que guardes sus leyes… y que seas su pueblo, como te ha dicho…» (Deuteronomio 26, 17-18). «El Dios santo, alabado sea, dice a Israel: me habéis hecho único en el mundo, y Yo os haré únicos en el mundo. Me habéis hecho único, como está escrito: Escucha, Israel, a Yahvé, nuestro Dios, Yahvé, el único» (Deuteronomio 6, 4), «y yo os hago únicos, como está escrito: ¿Hay sobre la tierra una sola nación que sea como tu pueblo, Israel, cuyo Dios fuese a rescatar…?» (1 Crónicas 17, 21) (Berakhot, 6a).
«El Dios santo, alabado sea, dijo a Israel: “Os he concedido mi amor porque cuando os confiero la grandeza, os hacéis pequeños [es decir, humildes] frente a mí. He conferido grandeza a Abraham y él dijo: ‘Yo no soy más que polvo y cenizas’”» (Génesis 18, 27); «a Moisés y Aarón, y dijeron: “¿Qué somos?”» (Éxodo 16, 7); «a David, y dijo: “Yo soy un gusano, no un hombre…”» (Salmos 22, 7). «Pero los demás pueblos del mundo no son como vosotros. Concedí la grandeza a Nemrod y dijo: “Vamos a edificarnos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue a los cielos”» (Génesis 11, 4); «al Faraón, y dijo: “¿Quién es Yahvé?”» (Éxodo 5, 2); «a Nabucodonosor, y dijo: “Subiré sobre las cumbres de las nubes y seré igual al Altísimo”» (Isaías 14, 14) (Hullin,
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Véase P. Rivière,
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Véase P. Rivière,