El tarot. Laura Tuan
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A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos – a menudo únicos– de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2016
© [2016] Confidential Concepts International Ltd., Ireland
Subsidiary company of Confidential Concepts Inc, USA
ISBN: 978-1-68325-045-6
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
INTRODUCCIÓN
Al menos una vez, todo el mundo ha oído hablar de las cartas del tarot; alguno incluso las habrá consultado personalmente, otros habrán visto alguna demostración por televisión. En apariencia, se compone de una baraja normal de cartas, también denominadas arcanos, que si tiempo atrás, hasta hace algunos siglos, triunfaban en las mesas de juego, hoy en día han quedado reservadas casi exclusivamente para la previsión del futuro. En efecto, las setenta y ocho cartas que componen la baraja, repletas de símbolos alegóricos, representan uno de los más antiguos y completos sistemas adivinatorios, un conjunto de símbolos en los que apoyarse para activar las capacidades paranormales de clarividencia y predicción que todos poseemos en alguna medida, pero que pueden ser incrementadas y potenciadas gracias al ejercicio constante.
A pesar de que para adivinar casi todos los cartománticos se sirven de toda la baraja, también es una práctica común, al menos al principio, subdividirla en dos partes, dejando por completo el papel adivinatorio a la serie de los llamados arcanos mayores (o también triunfos o atouts, del francés «bons à tout»), la más completa y significativa de todas.
En efecto, los arcanos mayores representan los puntos clave, los símbolos más cargados que hablan al intérprete a través del lenguaje primordial de los arquetipos, las nociones comunes a los representantes de cualquier época y cultura referidas a experiencias compartidas por toda la especie humana o, al menos, grandes grupos de ella.
Sólo por poner un ejemplo, el rojo, en cualquier cultura, evoca la sangre, la vida; la oscuridad siempre enciende la señal de alarma, porque los grandes predadores, enemigos del hombre prehistórico, salían de sus guaridas por la noche; el agua siempre se relaciona con la madre porque todos nacemos de las aguas maternas.
Pero hay más: el riquísimo tejido simbólico de los arcanos mayores, que está emparentado con todas las otras disciplinas esotéricas como la cábala, la alquimia o la astrología, demuestra que en realidad el saber místico, la ciencia oculta, es sólo una y que todas las disciplinas que la componen tienen una interdependencia entre ellas.
En cambio, la otra parte de la baraja, los cincuenta y seis arcanos menores constituidos por cuatro series de catorce cartas cada una (diez numeradas y cuatro con figuras), las mismas que se utilizan para jugar al mus o a la brisca, sólo tiene la función de especificar, detallándolos, los significados simbólicos de los mayores. Por ejemplo, indican los tiempos en los que sucederán los acontecimientos, las edades, la clase social o las características físicas de las personas a las que se refiere el juego.
Una vez dicho esto, la baraja del tarot, considerada en su conjunto, se presenta por sí misma: un libro sagrado iniciático, un instrumento creado intencionadamente para pensar, muy parecido, al menos en el intento y en la estructura simbólica, a la famosa «máquina para filosofar» imaginada por el filósofo medieval Ramón Llull. En efecto, tanto la máquina como las cartas del tarot trabajan sobre el mismo principio: las cartas del tarot funcionan como una síntesis de todas las doctrinas y las experiencias humanas, las etapas, los acontecimientos, las situaciones que constituyen la vida misma, y precisamente por este sincretismo, por esta familiaridad, puede resultar facilísimo utilizarlas, comprenderlas y encontrarse en ellas.
Toda la historia del hombre está en este carrusel de cartones impresos de colores, está el nacimiento y está la muerte, y también están siempre el amor, el triunfo, la derrota, la tentación y la recompensa, entrelazados en las vivencias de cada uno. Ya está todo escrito en una especie de proyecto evolutivo que desde la fase inicial, la de la juventud y la experiencia, eficazmente representada por el Mago, conduce hasta la rendición de cuentas, el balance final del arcano del Juicio. Y desde aquí se regresa de nuevo, a través de la carta del Loco, que no tiene número, al punto de partida, pero a un nivel distinto de conocimiento, en una espiral que recuerda con mucha similitud al ciclo de la resurrección: una nueva encarnación sobre la tierra para aprender en ella una nueva lección y enfrentarse a una nueva forma de conocimiento y a un nuevo destino.
UNA HISTORIA TAN VIEJA COMO EL MUNDO
El origen de las cartas del tarot, prácticamente desconocido, se pierde más allá de los límites del mito. En efecto, a partir del periodo prerromántico y romántico, con el auge de la filología y de la arqueología, la supuesta «invención» del tarot empezó a retroceder cada vez más en el tiempo hacia un antiquísimo origen iniciático que sólo resultaba accesible para pocos, y únicamente después de haber superado pruebas durísimas.
Había quien, como el filólogo Court De Gebelin, lo consideraba fruto de la civilización egipcia y quien, como el abad esoterista Eliphas Levi, atribuía su invención a los antiguos hebreos, o bien quien afirmaba que la primera aparición de las cartas del tarot se remontaba a la India, donde ya mil doscientos años antes de Cristo causaba furor una baraja de cartas redondas correspondientes a las diez reencarnaciones del dios Visnú.
Además, también había quien consideraba que las cartas del tarot eran una herencia de antiguos oráculos, o bien fruto de la fantasía gitana e incluso otros el último legado de una civilización misteriosa y perdida: la mítica Atlántida, a la que también apunta Platón en uno de sus célebres diálogos. Pero cualquiera que haya sido la civilización que las haya ideado, lo que de verdad importa en las cartas del tarot es el evidente significado religioso-simbólico que enlaza todas las cartas hasta constituir un ciclo completo, una especie de poema iniciático que se desarrollla a través de un largo proceso de purificación y de evolución interior.
De hecho, en el simbolismo más profundo de la baraja no es difícil reconocer los cimientos del esoterismo occidental, las leyes mágicas de los antiguos saberes sintetizadas en la famosa tabla esmeraldina atribuida a Hermes Trismegisto: «Así en la tierra como en el cielo, así abajo como en lo alto; una parte representa el todo; todo posee dos polos, uno masculino y el otro femenino; los extremos se tocan, etc.».
Existen dos formas distintas de acercarse al saber esotérico, dos vías iniciáticas distintas, una seca, es decir intelectual, racional, activa, que se podría considerar de factura occidental, y otra húmeda, interior, receptiva, intuitiva, oriental.
En el tarot, estas dos formas complementarias de vivir la relación con el universo forman una única