Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne

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Cuando la tierra era niña - Nathaniel Hawthorne

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en el cual pasaban como flechas los pececillos, nadando de un lado a otro; apresurándose luego cuesta abajo, como si tuviese mucha prisa por llegar al lago; olvidándose de mirar por donde iba, tropezaba con la raíz de un árbol, que se le atravesaba en la corriente. Os hubiera hecho reir oirle hacer ruido y echar espuma contra el inesperado obstáculo. Y aun después de haberle salvado, seguía el agua hablándose a sí misma, como si estuviera perpleja. Supongo que estaba maravilladísima al ver su cañada umbría tan iluminada, y al oir la charla y la alegría de tantos chiquillos. Así es que corría lo más aprisa que le era posible, y marchaba a esconderse en el lago.

      En la cañada de Arroyo Umbrío, Eustaquio Bright y sus amiguitos se habían detenido para comer. Habían traído muchas cosas ricas de Tanglewood, dentro de sus cestillos, y las habían servido sobre troncos caídos, cubiertos de musgo, y con buenos manjares y mucha alegría habían hecho, en verdad, una comida deliciosa. Cuando terminó, ninguno quería moverse.

      –Aquí descansaremos—dijeron algunos de los niños—, mientras el primo Eustaquio nos cuenta otro de sus cuentos bonitos.

      El primo Eustaquio tenía tanto derecho a estar cansado como cualquiera de los chiquillos, porque había llevado a cabo grandes hazañas en aquella mañana memorable. Trébol, Romero, Capuchina y Girasol estaban casi convencidos de que tenía zapatillas con alas, como las que las Ninfas dieron a Perseo; tantas veces le habían visto en lo alto de la copa de un nogal, casi en el mismo instante en que acababan de verle en pie en el suelo. ¡Y entonces, qué chaparrones de nueces había hecho llover sobre sus cabezas, para que las atareadas manecitas las recogiesen en los cestitos! En una palabra: se había mostrado tan ligero como una ardilla o un mono, y ahora, tumbado sobre las hojas amarillas, parecía dispuesto a descansar un poco.

      Pero los niños no tienen piedad ni consideración para el cansancio ajeno, y si no os quedase más que un solo aliento, os pedirían que le gastaseis en contarles un cuento.

      –Primo Eustaquio—dijo Capuchina—, ¡qué cuento tan bonito el de la cabeza de la Gorgona! ¿Crees que serías capaz de contarnos otro tan bonito como ese?

      –Sí, hija mía—dijo Eustaquio, tapándose los ojos con la visera de la gorra, como si se preparase a echar una siesta—. Podría contaros una docena, tan bonitos o más, si me diese la gana.

      –¡Oh, Primavera y Margarita!, ¿oís lo que dice?—exclamó Capuchina, bailando de contenta—. ¡El primo Eustaquio nos va a contar una docena de cuentos, más bonitos que la cabeza de la Gorgona!

      –No he prometido contar ni uno. Capuchina loca—dijo Eustaquio, casi con malhumor—. Y sin embargo, temo que no haya más remedio. ¡Ésta es la consecuencia de haber logrado una reputación! ¿Por qué no seré un poco más tonto de lo que soy, o por qué habré demostrado nunca las brillantes cualidades con que me ha dotado la Naturaleza? Así hubiera podido dormir la siesta en paz y en gracia de Dios.

      Pero el primo Eustaquio, como creo haberlo indicado antes, era tan aficionado a contar cuentos como los chiquillos a oirlos. Su entendimiento libre y feliz se deleitaba en su propia actividad, y apenas requería impulso exterior para ponerse en movimiento.

      ¡Cuán diferente este espontáneo juego de la inteligencia, de la educada diligencia de los años maduros, cuando la tarea se ha hecho fácil a fuerza de costumbre, y el trabajo del día es indispensable para la felicidad del día, aunque todo lo demás se haya desvanecido como burbuja de jabón! Pero esta observación no hace falta que la oigan los niños.

      Sin hacerse rogar más, Eustaquio Bright empezó a contar el cuento siguiente, realmente espléndido. Se le había ocurrido mientras estaba tumbado en el suelo, mirando hacia arriba a la copa de un árbol, observando cómo el toque del otoño había convertido cada una de sus hojas verdes en lo que parecía oro finísimo. Y ese cambio, que todos hemos presenciado, es tan maravilloso como cualquiera de los prodigios que Eustaquio relató al contar la historia de Midas.

      EL TOQUE DE ORO

      Vivió hace mucho tiempo un hombre muy rico, que además era rey. Se llamaba Midas. Tenía una hijita, de la cual nadie más que yo ha oído hablar nunca, y cuyo nombre nunca he sabido, o por mejor decir, he olvidado. Así es que, como me gustan los nombres extraños para las niñas, me parece bien llamarla Clavellina.

      El rey Midas era aficionadísimo al oro. Apreciaba su corona real, principalmente porque estaba compuesta de tan precioso metal. Poseer oro, mucho oro, era la ambición más grande del rey Midas. Si algo había en la Tierra a que quisiese más que al oro, era a la preciosa niñita, su hija, que jugaba alegremente junto a su trono. Pero cuanto más la quería, más ansia le entraba de adquirir, buscar y amontonar riquezas. Pensaba, tontamente, que lo mejor que podía hacer por aquella niña, a quien quería tanto, era amontonar para ella inmensas cantidades de monedas amarillas y brillantes. Así es que jamás pensaba en otra cosa. Si por casualidad miraba por un momento las nubes doradas que se forman al ponerse el sol, sólo deseaba que fuesen oro de veras, para poder guardarlas en su caja fuerte. Cuando venía Clavellina, saltando y riendo, a buscarle con un ramo en la mano de flores amarillas del campo, lo único que le decía era:—¡Bah! ¡Bah, hijita! Si esas flores fueran de oro, como parecen, entonces sí que valdría la pena de recogerlas.

      Y sin embargo, el rey Midas, cuando era joven y no estaba completamente dominado por el deseo desordenado de riquezas, había sido muy aficionado a las flores. Había plantado un jardín, en el cual crecían las rosas más grandes y más hermosas que haya visto u olido ningún mortal.

      Las rosas seguían creciendo en el jardín, tan bellas, tan grandes y tan fragantes como cuando Midas acostumbraba a pasarse horas enteras mirándolas y gozando con su perfume. Pero ahora, si las miraba, era sólo para calcular cuánto más valdría el jardín si cada uno de los innumerables pétalos de las dichas rosas fuese una chapita de oro fino. Y aunque también en

      otros tiempos fué muy aficionado a la música (a pesar de la historia que cuenta que sus orejas se parecían a las de los burros), la única música agradable para el pobre rey Midas era el tintín de una moneda al chocar contra otra.

      Por fin (porque la gente se vuelve cada día más tonta, a no ser que tenga buen cuidado de hacerse cada día más y más cuerda), el rey Midas llegó a ser tan poco razonable, que no podía ver ni tocar cosa que no fuese de oro. Y tomó por costumbre pasar gran parte del día en una habitación obscura y subterránea en los sótanos de su palacio. Allí es donde guardaba sus riquezas. En aquel agujero feísimo, que apenas podía servir de calabozo, se encerraba el rey Midas cuando quería ser completamente feliz.

      Allí, después de cerrar cuidadosamente la puerta, cogía un saco lleno de monedas de oro, o una copa de oro, grande como una palangana; o una barra de oro pesadísima, o un celemín lleno de polvo de oro, y los llevaba desde los rincones obscuros del cuarto hasta el único sitio donde caía un rayo de sol, brillante y estrecho, desde un tragaluz. Le gustaba mucho aquel rayo de sol, únicamente porque sin su ayuda no podía ver brillar su tesoro. Luego removía con las manos las monedas del saco, o tiraba la barra a lo alto y la recogía al caer, o hacía que se deslizara entre sus dedos el polvo de oro, o miraba la imagen extraña de su cara reflejada en la bruñida circunferencia de la copa, y se decía a sí mismo:—¡Oh, Midas, riquísimo rey Midas, qué hombre tan feliz eres!—. Pero era muy gracioso ver cómo la imagen de su rostro le hacía muecas desde la pulida superficie de la copa. Parecía como si aquella imagen comprendiese lo necio de su conducta y se burlase de él.

      Midas se llamaba hombre feliz, pero dentro de sí mismo sentía que no lo era del todo. No podría

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