En Equilibrio. Eva Forte
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restaurante.
Cuando llegaron al aparcamiento se despidieron de la fotógrafa. Antes de irse Elena le dedicó una mirada significativa a Sara y luego se fue, más rápida que nunca. Si hubiera sido un hombre quien la hubiera mirado así, habría pensado que tenía un interés más físico que amigable. Se preguntó entonces si su nueva amiga tendría inclinaciones diferentes a las suyas, pero vio fuera de lugar preguntárselo a Paolo y se quedó con la duda. Antes de volver al hotel fueron juntos a entregar el material a la oficina. Después, Sara decidió volver sola, dando un paseo aprovechando que el sol seguía en lo alto del cielo. Paolo fijó la hora de la cita, recordándole que llevara puesto el vestido negro de la foto. Toda esa atención por parte de un desconocido la hacía sentir feliz e importante y acrecentaba la curiosidad por lo que le tenía preparado esa noche. Decidió recorrer las calles interiores del pueblo, alargando un poco el camino. A esa hora las casas seguían vacías y alguna que otra anciana tendía la ropa sobre los hilos que colgaban de ventana a ventana o empezaba a preparar la cena, liberando a través de las ventanas el aroma intenso de jugos y carne. Las chimeneas expulsaban el humo hacia el cielo, juntando el olor de la leña quemada con el de las flores sacudidas por el viento. Sobre un banco marcado por el tiempo tres señoras vestidas con hábitos negros y largos y el pelo blanco recogido en un moño vigilaban el camino. Cuando vieron que una desconocida cruzaba ante sus casas no dudaron en saludarla. Sara devolvió el saludo, preguntándose por dentro cuánto hacía que esas tres amigas se reunían cada mañana en ese banco, guardián de sus confesiones. Más adelante pasó junto a una cabaña derribada; la hierba sobresalía del camino en el lugar en el que antes hubiera una puerta de entrada. Un gato anaranjado dormitaba en la ventana de la planta baja, desde donde se apreciaba un interior derrumbado y cubierto de flores y piedras. Sin moverse ni un ápice, el gato abrió los ojos para controlar los peligros habituales y luego volvió a adormecerse aprovechando los últimos rayos de sol del día. El perfume del pan de anís recién hecho que escapaba de una casa le recordó a Sara al que cocinaba siempre su abuela en invierno, transformando la casa urbana en un hogar con sabor a campiña. Lo pasaba bien ayudándola a preparar la masa y
controlando la cocción en el horno de gas. Conseguir que la masa del pan subiera la llenaba de satisfacción y siempre la guardaba a parte para dársela a sus padres, que venían a buscarla al día siguiente. Aunque hacía muchos años que la abuela ya no estaba con ellos, cobraba vida en sus recuerdos; y ahora, más que nunca, la sentía cercana, en la fragancia de aquél pan recién hecho, y se imaginó que era su abuela quien lo preparaba en aquella casa que escondía a los protagonistas de la cocina.
Aquél pensamiento la alivió en gran medida y sintió una sensación de paz en su interior. Cuando llegó al hotel se dio cuenta de que faltaba una hora para la cita y toda la serenidad que había acumulado en la calle dio paso a la agitación de tener el tiempo suficiente para acicalarse. En primer lugar llamó a casa, pero sólo encontró a Marta, que estaba estudiando con una amiga del instituto. El padre le había dicho que la saludara de su parte; había salido con el grupo de amigos a tomar una cerveza y probablemente no estaría atento al teléfono. Tommaso, por otro lado, había ido a cenar a casa de su tía, que lo traería de vuelta a las nueve. Todo estaba controlado en la ciudad. Podía volver a su otra vida.
Se tomó una ducha rápida para eliminar el olor a cuajo que le había calado los huesos. Se miró en el espejo, desnuda, y se sintió segura de sí misma en un cuerpo aún perfecto. Se secó el pelo con delicadeza, se puso un poco de maquillaje para resaltar los ojos y a diez minutos de la cita se puso el famoso vestido negro con los pantis. El atractivo residía en la sencillez. Se tiró el pelo hacia atrás y se puso un jersey que se ajustaba a los hombros. Tras un día entero con los zapatos deportivos no le fue fácil ponerse los tacones, pero poco a poco se acostumbró a ellos y bajó al recibidor, esperando a su «caballero». Paolo llegó puntual, como siempre. Al verle pasar de la oscuridad de la calle a la luz del hotel se quedó con la boca abierta. Había abandonado sus eternos tejanos y lucía un aspecto elegante y juvenil. El chaquetón abierto dejaba entrever una camisa y una americana de pana encima. Él, por su parte, no le había quitado los ojos de encima desde que había entrado, y al repasarla de la cabeza a los pies creció aún más en ella la agitación y las ganas de descubrir qué harían aquella noche.
La cogió de la mano, la llevó hacia afuera y la acompañó hasta dentro del coche. — ¡Menudo caballero! —le dijo. — Debe ser el efecto de la americana, pero con corbata lo soy aún más. Se sentaron el uno junto al otro y se rieron. De repente pararon y se miraron a los ojos. Paolo le puso una mano detrás del cuello, se acercó a ella con dulzura y la besó con una pasión que hacía años que no sentía.
La velada transcurrió en un restaurante rural frente al lago. Durante el día atraía a turistas y familias y por la noche se transformaba en un sitio romántico para parejas. De por sí a esa hora había poquísimos visitantes, pero aquél día, aparte de ellos, sólo dos mesas más habían sido reservadas. Antes de entrar se quedaron admirando la belleza del lago, iluminado por la luz de la luna, que se reflejaba en él. A su alrededor los árboles eran aprisionados por el agua como en un lienzo, absorbidos por las montañas. Por tercera vez aquél día la envolvió una sensación de paz, esta vez de la mano de ese atractivo hombre que había entrado en su vida como un tornado. Sara se sorprendió al darse cuenta de que no sentía ningún remordimiento respecto a su familia por estar con otro hombre. Se sentía otra persona, como si hubiera abandonado el cuerpo de la esposa perfecta en el tren que llegaba de Roma. En ningún momento había dejado de querer a su marido, pero lo que sentía en ese preciso instante sofocaba el pasado y su único deseo era vivir el nuevo presente.
Se sentaron ante una gran ventana y continuaron admirando el lago, que cada vez era más oscuro, absorbido por las tinieblas de la noche. Paolo había pensado en todo. Nada más sentarse el camarero les sirvió una copa de vino tinto y un entrante con embutidos y queso típicos del lugar.
1 — Espero que no te hayas aburrido con tanto queso hoy. —le dijo Paolo sonriendo, y añadió— Habrá más sorpresas… hasta mañana por la mañana, ¿estás lista?
1 — ¡Sí!
CAPÍTULO 7
EL LAGO
La cena transcurrió entre platos característicos del lugar y las historias de Paolo sobre su vida y sobre las montañas. De vez en cuando gesticulaba en sus explicaciones y los ojos le brillaban, tanto era su amor por aquél lugar. Acabaron hablando de Elena y sus trabajos. Hace un año había organizado una exposición fotográfica en Bresanona. Empezó en una sala de arte en la plaza principal y acabó exponiendo la obra por toda la ciudad. Un verdadero recorrido artístico que había calado en todos los habitantes. Fue un evento de gran importancia, sin precedentes en la zona. Atrajo a una cantidad ingente de turistas que ocuparon cada centímetro del lugar y recorrieron las preciosas calles hasta encontrarse con las gigantescas fotos en blanco y negro, sepia o en color, reuniéndolos a todos en una especie de búsqueda del tesoro. Grandes y pequeños paseaban por las callejuelas intentando encontrar la siguiente fotografía, admirarla y desvelar sus distintos significados. Algunas fotos retrataban rostros corrientes, de ancianos pueblerinos, de campesinos perdidos entre los campos cultivados. Otras representaban la naturaleza, las montañas, luces peculiares capturadas por el agua de la cascada. Uno podía perderse en ellas y quedaba cautivado con sólo escuchar su descripción.
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