En Equilibrio. Eva Forte
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Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,
ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.
Acordaron pues reservar unas horas para ellos dos en uno de sus paseos madre hijo por el centro. Se apresuró a recoger la cocina después de comer mientras Luca limpiaba la terraza. Poco después estaban en la calle, hacia el centro de la ciudad. Tommaso la cogió del brazo, apretándole la mano. Tenían ahora la misma altura y caminaban a paso ligero apoyándose el uno en el otro para mantener el ritmo. Llegaron a Trinità dei Monti cuando la plaza estaba ya llena de turistas, amontonados en las escaleras. Ver la ciudad desde arriba daba una sensación de omnipotencia. El viento les rozaba las mejillas y los rayos de sol les hacían entrecerrar los ojos. El frío mármol era un apoyo perfecto para dejarse caer sobre los codos y observar cada una de las escaleras antes de descender hasta abajo del todo de un tirón. Mientras esperaba a que su hijo atendiera una llamada, decidió enviarle una foto a Paolo, que se sacó allí arriba, como si estuviera en la cumbre de una cascada de luz. Respondió al momento, como si fuera lo único que hubiera estado esperando.
«Despídete de la Plaza de España, porque mañana volverás a estar entre estos dos montes». Sara quedó algo insatisfecha ante el mensaje tan poco íntimo después de los que se habían intercambiado la noche anterior. No supo qué responder, bloqueó el teléfono y volvió a asomarse a la escalinata. Su mente volvió al lago. Cerró los ojos, deslumbrados por el sol, y volvió a imaginarse allí, envuelta en un abrazo que nunca antes había experimentado, al principio suave y sensual y luego más íntimo, hasta ponerse encima de él con todo el peso y el pelo acariciándole el rostro.
1 — ¿Mamá?
La voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada
casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. — La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. — Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. — Mamá, ¡que ya soy mayorcito!— le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: — Te quiero, mamá.
La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus
películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.
Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.
1 — Cada día estás más guapa — le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.
Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.
Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado;