Asesinos Alienígenas. Stephen Goldin

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Asesinos Alienígenas - Stephen  Goldin

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esto llenaba su estómago, la dejó con la sensación de estar demasiado despierta como para dormir. Y había una trampa esperándola antes de que pudiera regresar a las escaleras.

      Se detuvo al lado de la puerta abierta de la sala de giro. Miró hacia adentro. “Mañana me arrepentiré de esto,” murmuró. “Diablos, me arrepiento esto justamente ahora.” Diciendo esto, entró. “Girando: Jenithar, oficina de Path–Reynik Levexitor.

      “Con algo de suerte,” se dijo a sí misma, “no estará allí.”

      Se encontró en un vestíbulo en el espacio de giro justamente afuera de la oficina de Levexitor. Se topó con dos grandes puertas de madera, carentes de ornamento alguno. El simple hecho de que ella estuviese allí significaba que la unidad de giro de Levexitor estaba encendida y que su llegada le había sido anunciada.

      “Srta. Rabinowitz,” dijo la voz inmaterial de Levexitor. “No era de esperarse que me visitara nuevamente tan pronto.”

      “Si le importuno, Mayor, le ruego me disculpe. Puedo regresar en otro momento.”

      Hubo una pausa extrañamente larga antes de que él respondiera. “No veo razón por la cual no debiéramos discutir nuestros asuntos ahora. No es como si estuviese ocupado con cualquier otra cosa. Puede entrar.”

      Rabinowitz caminó hacia la puerta virtual que estaba en frente de ella. Esta se deslizó hacia adentro para permitirle pasar hacia la realidad que Levexitor escogió para mostrar a sus visitantes.

      Algunas personas eran criaturas elegantes, quienes creaban hábitats virtuales de exóticos diseños. Los jenitharpios no se encontraban entre estas personas. La oficina de Levexitor se veía exactamente igual cada vez que ella la visitaba durante los pasados cuatro meses. Las paredes eran marrones con partículas doradas, mientras que el piso era pulido y gris pizarra. Había dos puertas—la puerta por donde ella entró y una al otro extremo de la sala—y no había ventanas. La luz era difundida desde fuentes no específicas. La sala era pequeña; alguien así de importante en la Tierra hubiese tenido una oficina espaciosa. Era una sala sombría y triste, casi como una cueva con muy pocos muebles—pero entonces, el propio Levexitor era escasamente el Sr. Personalidad.

      Contra la pared posterior había un banco de trabajo de baja altura, donde Chalnas, el asistente de Levexitor, generalmente se paraba. Chalnas era algún tipo de empleado que pasaba su tiempo garabateando en una libreta. Rabinowitz no podía recordarlo pronunciando cinco palabras consecutivas, e inclusive eso era netamente para pedir una aclaratoria sobre algún punto. En ese momento, Chalnas no estaba de pie allí. Era una de esas personas que escasamente se notan cuando están allí, pero su ausencia se sentía extraña.

      Al centro de la sala, en su propio escritorio de trabajo, se encontraba Path–Reynik Levexitor. Los jenitharpios eran bípedos, pero humanoides sólo por una definición liberal del término. Eran cilindros peludos, cubiertos por un plumaje un poco similar al de un marabú. Sus dos brazos muy largos iban conectados al cuerpo a la altura de lo que debe haber sido la cintura; podían alcanzar el tope de sus cabezas, ligeramente protuberantes, así como las plantas de sus anchos pies con igual facilidad. Sus ojos estaban mejor escondidos que los de un pastor inglés y sus voces parecían resonar desde todo su cuerpo.

      La proyección de Levexitor en su espacio de giro era muy alta, una cabeza completa más alta que Rabinowitz. Su marabú estaba teñido con lavanda, mucho más elegante que el marrón plebeyo de Chalnas. Era tan noble, que escasamente necesitaba moverse.

      No había sillas en la sala. Rabinowitz estaba de pie, Levexitor estaba de pie, Chalnas—cuando estaba allí—estaba de pie. El acto de hacerse a sí mismo deliberadamente más pequeño al frente de los demás obviamente era indecible en Jenithar. Si Rabinowitz no hubiese sido capaz de sentarse en su silla de extensión en casa, al mismo tiempo que permanecía “de pie” en el espacio de giro de Levexitor, algunas de sus largas sesiones de negocios no pudieran haber salido tan bien como salieron.

      “Bienvenida, Srta. Rabinowitz. No esperaba pararme con usted tan pronto de nuevo.”

      “Me disculpo profundamente por mi intromisión, Mayor. Hubo un par de pequeños detalles que faltó resolver y pensé que podríamos dejarlos descansar de una vez por todas... pero si Chalnas no se encuentra para registrarlos—”

      “Es el día de descanso de Chalnas, pero puedo recordar bastante bien lo que dijimos. Por favor, continúe.”

      Rabinowitz pasó los siguientes diez minutos discutiendo definiciones exactas de derechos teatrales submarinos de las tres novelas de Tenger y la duración exacta de las opciones. Al tiempo que este fue un ejercicio insulso, le dio una excusa legítima para estar allí.

      Hubo pausas atípicamente largas en las respuestas de Levexitor, y parecía más intranquilo. Obviamente había alguna tarea en su espacio real que preocupaba al menos parte de su mente. Cuando Rabinowitz comentó que preferiría negociar con asuntos locales y recuperarse, él desestimó eso sin pensarlo dos veces y prosiguió con la discusión.

      Cuando entró en materia más profundamente de lo necesario, Rabinowitz dijo, “Mayor, dudo en traer un asunto tan delicado frente a una persona tan alta, pero algo me ha molestado tanto que siento que debo hablar con usted al respecto.”

      “Por favor, siéntase libre de hablar abiertamente,” dijo Levexitor.

      “Muy bien, Mayor,” dijo Rabinowitz. “He oído rumores en la Tierra de que elementos criminales están intentando contrabandear parte de nuestra literatura hacia mercados recónditos. No he escuchado nombres, pero sólo nuestros más bajos hombres recurrirían a tales actividades.”

      “Es curioso que usted deba mencionar tal asunto justamente ahora, Srta. Rabinowitz. Por favor, continúe.”

      “Sé que usted, por supuesto, está por encima de esas cosas. Sin embargo, como amiga, me preocupaba que usted pudiese ser, involuntariamente, conducido por estos astutos criminales a realizar actos que ciertamente le perjudicarían. También pienso que usted debería saber cómo advertirle a sus colegas más cercanos, algunos de los cuales podrían sucumbir a esta gran tentación. Estos criminales, no tienen escrúpulos, y perjudicarían a cualquier persona que negocie con ellos.”

      “De hecho,” dijo Levexitor. “Puedo entender demasiado bien cómo alguien, incluso el más alto de nosotros, pudiera ser tentado en algún momento por esos otros, especialmente si vienen de fuentes altas.” Hubo otra pausa larga. “Sí,” finalmente prosiguió, “y también puedo comprender la última disminución que usted mencionó. Para decirlo claramente, Srta. Rabinowitz—”

      Levexitor interrumpió repentinamente lo que estaba diciendo y se volteó. Su cabeza se inclinó hacia atrás y hacia arriba. Luego, emitiendo un pequeño grito, se abalanzó contra su mesa de trabajo y se quedó muy, muy quieto.

      “¿Mayor? ¿Mayor?” La habitación estaba totalmente en silencio. Nada se movía, nada hacía ruido. Rabinowitz miró a su alrededor. No había nadie en la sala virtual, a excepción de Levexitor y ella. Y Levexitor no se movía.

      Rabinowitz caminó hacia adelante hasta estar justamente en frente del gran extraterrestre. Alcanzó a tocarlo. Había solidez, era como tocar un árbol usando gruesos guantes de goma, pero sin más sensación que esa. El cuerpo proyectado de Levexitor era tan real como las paredes—y no estaba más animado que ellas.

      Caminó lentamente por la sala. Sus pasos no hacían ruido. Levexitor no hacía ruido. Lo único que ella escuchó fue su propio pulso fluyendo por sus orejas y su respiración, que intentaba regular.

      No

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