Rebaños. Stephen Goldin

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Rebaños - Stephen  Goldin

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      —Aquí está el sheriff— dijo un hombre. Maschen continuó subiendo las escaleras tras Carroll. Sabía que aquel no iba a ser un buen día.

      Estaba sorprendido, incluso cuando llegó al final de la escalera. Había esperado encontrarse, quizás, a un puñado de periodistas de una par de periódicos del condado. Pero la habitación estaba repleta de gente, la única de las que pudo reconocer fue Dave Grailly del San Marcos Clarion. El resto no le era familiar. Y no solamente había gente, si no que también todo tipo de dispositivos. Cámaras de televisión, micrófonos y otro equipamiento de emisión estaba colocada cuidadosamente por todas partes, con distintivos de las tres mayores redes así como de las cadenas de Los Angeles y San Francisco. Estaba abrumado con la idea de que el caso estaba atrayendo mucha más publicidad de la esperada.

      En el momento en que apareció, un griterío de una veintena de personas empezó a preguntarle una batería de preguntas diferentes al mismo tiempo. Aturdido, Maschen solamente podía permanecer en pie un rato bajo tal lluvia de cuestiones, para al final perder la compostura. Se dirigió al lugar donde había instalado los micrófonos y anunció:

      —Caballeros, si tienen la suficiente paciencia, les proporcionaré una declaración en unos minutos. Carroll, busca tu libreta de notas y ven a mi despacho. ¿De acuerdo?

      Entró a su despacho y cerró la puerta. Cerró los ojos, intentando respirar hondo y quizás calmar sus nervios. Las cosas iban sucediendo una tras otra demasiado rápida para su gusto. Eran solamente un sheriff de un condado pequeño, sobrepasando la triste normalidad a la que estaba acostumbrado. Otra vez, el pensamiento de que no debería ser policía cruzó su mente. Había centenares de otros trabajos en el mundo mejor pagados y con menos estrés.

      Alguien llamó a la puerta que había tras él. Se levantó, la abrió y Carroll apareció ante él con una libreta de notas. Maschen se dio cuenta enseguida de que no tenía ni la más remota idea de lo que tenía que decir. Cada palabra era de suma importancia porqué estaría hablando, no solamente a Dave Grailly del Clarion, si no que a una red de noticias y televisiones, lo que englobaba potencialmente a cada persona de los Estados Unidos. Su boca se secó como antesala al miedo escénico.

      Al final decidió limitarse a los hechos que sabía. Dejó a los periódicos que sacaran sus propias conclusiones: de todas formas, así lo harían. Paseaba por toda la habitación mientras dictaba a su secretaria, deteniéndose a menudo para pedirle que leyera lo que había dicho y corregir alguna frase que sonara incómoda. Cuando terminó, hizo que lo leyera en voz alta dos veces, solamente para asegurarse que era exacto. Luego le pidió que lo mecanografiara.

      Cuando lo estaba haciendo, él se sentó junto a su mesa y juntó sus manos para evitar que temblasen. El pensamiento que no era apto para ese trabajo no lo abandonaba. Había estado un buen policía durante treinta años, y desde entonces las cosas habían sido mucho más simples. ¿Había pasado el tiempo para él en aquel apartado lugar sin más? ¿Era la única razón por la cual había tenido éxito como sheriff el no tener nada desafiante por hacer en aquel pequeño contado con costa? Y ahora, que el presente parecía haberle alcanzado por fin, ¿sería capaz de encararlo como es debido?

      Carroll entró con una copia mecanografiada y un papel de carbón para su aprobación antes de hacer duplicados. Maschen se preocupó por dedicarle cierta cantidad de tiempo a leer todo el documento. Cuando ya no podía posponer lo inevitable, le devolvió el papel de carbón para que hiciera copias. Tras despejar su garganta varias veces, salió del despacho.

      Fue recibido por los flashes de las cámaras, que lo cegaron por unos momentos cuando intentaba llegar a los micrófonos. Le tomó un poco de tiempo encontrarlos.

      —Tengo una declaración oficial por el momento— dijo. Miró al papel que tenía en sus manos pero a penas podía ver las letras por las luces de los periodistas en sus ojos. Con cierta vacilación, empezó su discurso. Describió las circunstancias del descubrimiento del cuerpo y el espeluznante estado en el que se encontró el cuerpo. Mencionó la frase escrita en la pared, pero no mencionó la hipótesis de Simpson sobre la planificación del asesinato. Concluyó diciendo

      —Copias de esta declaración estarán disponibles para todo el que quiera una.

      —¿Hay algún sospechoso? —le gritó uno de los periodistas.

      —Eh, no, todavía es temprano para saberlo, todavía estamos reuniendo información.

      —Sabiendo que esta comisaria es tan pequeña, ¿tiene la intención de pedir ayuda estatal o federal para resolver el caso?

      Aquella pregunta vino de una parte diferente de aquella habitación.

      Maschen sintió enseguida la presión en él. Las cámaras de televisión estaban apuntándole con un largo y fijo ojo. Estaba preocupado por llevar puesto un uniforme sucio y sin planchar y por no haber podido afeitarse aquella mañana. ¿Era aquella la imagen que recorrería todo el condado? ¿Un paleto descuidado que no puede llevar su propio condado cuando pasan cosas realmente malas?

      —Ni mucho menos —dijo a propósito— todo indica que la solución del crimen está dentro de las capacidades de este comisaria. No tengo planeado pedir ayuda externa por esta vez. No.

      —¿Cree posible que el asesino tuviera motivos políticos?

      —No sabría que contestar.

      —Considerando la importancia del caso y lo inusual que resulta, ¿a quien va a poner al cargo?

      Cuando terminó de formular la pregunta, solamente podía esperarse una respuesta.

      —Yo me hago responsable personalmente de la investigación.

      —¿Informará de todo en el boletín informativo?

      —Cuando tenga una idea del tipo de persona a la que estamos buscando, sí. Si no logramos en poco tiempo, no habrá problema.

      —¿Qué tipo de persona cree usted que ha cometido tal terrible crimen?

      En aquel instante, Maschen vio Howard Willsey, el abogado del distrito, entrando a la habitación por detrás, y durante un momento se preguntó

      —Porqué... ehm... tiene que venir a molestar. Perdonad, caballeros, creo que el abogado del distrito desea hablar con ustedes.

      Hubieron ciertos murmuros entre los periodistas cuando empezaron a recoger sus copias de la declaración y los cámaras empezaron a desmontar el material. El fiscal se hizo camino educadamente entre la multitud de periodistas hasta llegar al lado del sheriff. Howard Willsey era un hombre alto, delgado y frágil con una nariz sombría y aguileña nariz con una ojos vidriosos que parecían estar siempre a punto de llorar. Era un fiscal famoso por tener éxito en la práctica privada

      —Vayámonos a tu despacho —dijo cuando llego junto al sheriff.

      De vuelta a la calma de su despacho, Maschen se sintió más descansado. Era como cuando el gato salvaje, tras saltar sobre sus patas traseras, de repente se convierte en algo parecido a un peluche. La eliminación de toda presión fue bendición positiva. Willsey, por otro lado, estaba nervioso. Tenía un cigarrillo en su boca antes de que Maschen le ofreciera asiento.

      Bien, Howard —dijo el sheriff con cierta alegría forzada— ¿tengo que decirte lo que te ha traído hasta aquí tan temprano por la mañana?

      Willsey ignoró tal pregunta.

      —No

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