El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

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El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés

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que una niña, y se volvió, encontrose con un hombre desencajado, tembloroso, que daba pena mirarle.

      –Usted me dirá… ¿qué susto es ése?

      –¡El que yo tengo!—debió responder Mario, pero no lo dijo. Limitose a llevarse la mano a la boca para toser, sin gana por supuesto, y profirió con trabajo:

      –Si a usted le parece, podemos sentarnos.

      –Con mucho gusto. Nada nos darán por estar de pie.

      D.ª Carolina aparentaba indecisión y sorpresa que no sentía. No se necesitaba ser lince para comprender de qué se trataba.

      –Debo ante todo… Cuando tuve el honor de ser presentado a ustedes… Sentiría muchísimo…

      No hallaba medio de tomar la embocadura. Estaba cada vez más turbado. En aquel momento apareció en la puerta Carlota. Al ver su encantadora figura, de formas elegantes y redondeadas, sus ojos animados, sus mejillas frescas adornadas de un par de hoyos como dos nidos de amor, sus labios de cereza, una verdadera rosa, en fin, de carne y hueso, recobró de pronto todo el aplomo y dijo con voz segura:

      –Me alegro de que venga Carlota y escuche lo que le voy a decir…

      Carlota se acercó. En la actitud de su novio adivinó en seguida lo que pasaba.

      –Pues bien, señora, lo que tengo que manifestar a usted es que, lo mismo Carlota que yo, deseamos casarnos cuanto más antes.

      –¡No, no! ¡yo no!—exclamó la joven encendida en rubor y echando a correr.

      D.ª Carolina se mostró sorprendidísima.

      –¡Pero eso es un escopetazo, Costa! Razón tenía usted en decir que me iba a dar un susto. ¡Ave María Purísima! ¡Quién había de pensar!…

      Y por algunos momentos no dejó de hacerse cruces y proferir exclamaciones. Repuesta al fin un poco, llamó a Carlota.

      –¡Niña, no seas ridícula, ven aquí!

      Y en voz baja añadió:

      –¡Pobrecilla! La ha puesto usted en un apuro.

      Vino Carlota hecha una rosa de Alejandría por lo roja y por lo hermosa. Sentáronse los tres en el sofá, la mamá en el medio, y cogiendo amorosamente las manos de su hija y mirando a Mario de reojo, se expresó de esta manera:

      –A pesar del susto, no le guardo rencor. Me esperaba que algún día había de suceder esto, aunque, a la verdad, no tan pronto. Mentiría, Costa, si le dijese que no me es usted muy simpático y hasta que le quiero ya como cosa propia. No tiene nada de particular. Basta que una persona quiera a mis hijas para que la adore yo. Lo que mis hijas desean, eso es precisamente lo que a mí me complace. Soy una débil criatura sin voluntad propia; todo el mundo lo sabe. ¡Hablarme a mí de que desean casarse!… ¿Para qué? De antemano tienen ya mi consentimiento para eso como para todo lo que se les antoje. Mi carácter es así. Aunque me parezca prematuro el matrimonio y que convendría esperar algo más, porque usted no se halla, desgraciadamente, en posición de sostener las cargas de una familia, no lo puedo remediar… Por mí, mañana mismo les echa la bendición el cura. Es una desgracia tener este carácter, señor Costa, créame usted. Mis amigas me dicen con razón: «Tú no eres una mujer, Carolina, eres un trapo.» ¿Y qué le vamos a hacer? Cada cual es como Dios le crió. De todos modos, le agradezco en el alma que haya contado conmigo… Demasiado sé que es pura galantería, pero lo agradezco… Vamos ahora a lo más principal, mejor dicho, a lo único principal que hay en este negocio. ¿Quién se lo dice a Sánchez? ¿Quién le pone el cascabel al gato?

      –Mamaíta, díselo tú—manifestó Carlota, cuyas mejillas no habían perdido su vivo color rojo.

      –¿Lo ve usted?—exclamó la buena señora, volviendo el rostro lleno de dulce condescendencia hacia Mario.—¡Cuando yo lo decía!… Bien, hija mía, bien; yo se lo diré… Para mí será el desaire si lo hay. Prefiero sufrirlo yo todo. Y para que vean ustedes adónde llega mi complacencia, ahora mismo se lo voy a decir; ahora que está solo en su cuarto… ¡Ea, valor!

      D.ª Carolina se alzó del sofá y dio tres o cuatro pasos.

      –¡Si supieran ustedes cuánto lo temo!—dijo parándose.—No lo puedo remediar; siempre que voy a decir algo importante a Pantaleón, me sucede lo mismo, me pongo temblorosa; toda me aturrullo… Mire usted cómo me tiembla la mano, Costa.

      Mario apretó la mano de su futura suegra, pero no pudo comprobar el temblor. Lo único que advirtió es que estaba fría.

      –Sí, sí—dijo galantemente,—y además está fría.

      –¡Friísima!… Lo mismo me pasa siempre… Vaya, armémonos de valor. Voy antes a beber una copita de Jerez para criar fuerzas… Hasta luego, hijos míos, hasta luego y ¡buena suerte!

      Todavía desde la puerta se volvió con semblante risueño, radiante de condescendencia.

      –¡Cómo me late el corazón!—exclamó llevándose la mano al pecho.—¡Adiós! ¡Buena suerte!

      A quien le latía hasta querer saltársele del pecho era al pobre Mario. No se atrevió a mirar a Carlota. Tampoco ésta volvió su rostro hacia él. Felizmente vino a sacarlos del apuro la bella Presentación. Entró seria, ceñuda y, sentándose cerca del balcón, exclamó con un suspiro:

      –¡Ea! ¡Ya estoy en funciones!

      Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír. Trascurrieron algunos minutos en silencio.

      –Pero vamos a ver—profirió después volviéndose airada hacia ellos,—¿cuándo me van ustedes a dejar en paz? ¿Se quieren ustedes casar pronto, empachosos?

      –De eso se trata—respondió gravemente Mario.

      Y como la joven le mirase sorprendida, su hermana añadió tímidamente:

      –Mamá se lo está comunicando en este momento a papá.

      La cara de Presentación expresó un gozo sincero.

      –¿Es de veras? ¡Cuánto me alegro, hermana de mi alma!—exclamó levantándose y abrazándola con efusión.—¡Toma un beso, toma dos, toma veinte!… Sea enhorabuena. Démela usted a mí también, Costa, y pídame perdón por las mil iniquidades que ha hecho conmigo… ¡Qué gusto, Virgen de Atocha!… Ya concluyeron las centinelas. Ahora son ustedes los que me van a guardar a mí. ¡Y que no te voy a dar poca tarea, Carlota! Me vas a sacar a paseo todos los días, ¿sabes? todos, sin faltar uno. Y por la mañana me llevarás a misa… y después… después unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito…

      Daba saltos de alegría y batía las palmas la revoltosa niña, tanto por la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz; porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas las noches ingrata y orgullosa con el violín.

      Mas he aquí que en lo más recio de esta alegría turbulenta aparece D.ª Carolina. Nada más que con mirarla comprendieron Mario y Carlota lo que había. Traía la cara larga, larga como si viniese de un entierro. ¡Ay, sí, el entierro de las esperanzas de Mario! Mientras se acercaba lentamente hacia ellos ejecutó un sinnúmero de muecas y visajes, expresando alternativamente el dolor, la protesta y la resignación. Sentose de nuevo en silencio entre los dos, y en silencio también y con rara energía apretó las

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