El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés
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–Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas!—dijo D. Dionisio con su voz cavernosa.
–¿Yo?—replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que si le hubiesen llamado ladrón. Pero reponiéndose súbito y dejando asomar a su rostro una sonrisa sarcástica, dijo tranquilamente:—Eso queda para ustedes los poetas, que proceden siempre, lo mismo en la vida que en la esfera del conocimiento, por los impulsos ciegos del sentimiento. Quien ha llegado a cierta clase de conclusiones por un método rigorosamente científico, no hay peligro de que cerdee jamás.
–Convengo, amigo Moreno, en que los hombres de imaginación no somos a propósito para escudriñar los problemas abstrusos de la ciencia—replicó dulcemente Oliveros, relamiéndose interiormente con el dictado de poeta que el otro le había otorgado.—Pero no me negará usted que sólo por el sentimiento se han llevado a cabo las grandes empresas, todos los actos heroicos que registra la historia.
–No me opongo a ello: lo único que deseo hacer constar es que ese sentimiento que usted juzga tan elevado, tan sublime, no depende más que de algunas gotas de sangre de más o de menos en el cerebro. En cuanto al sentimiento religioso de que hablábamos, está plenamente demostrado que no es una facultad primitiva y distintiva del hombre: sólo corresponde a un estado transitorio.
–Pero todos los pueblos tienen religión—clamó profundamente D. Dionisio.
–Se engaña usted, querido Oliveros—manifestó Moreno sonriendo de felicidad por hallarse en situación de poder desbaratar aquel error tan pernicioso.—Se engaña usted, no todos los pueblos tienen religión. En el África central existen algunos pueblos que carecen de ideas religiosas. Los cafres Makololos tampoco las tienen muy claras, ni los Papouas de la costa Maclay en Nueva Guinea, ni los Esquimales de la bahía de Baffin…
Entablose una acalorada disputa filosófico-religiosa con los caracteres esenciales que ofrecen tales discusiones en los lugares cerrados dedicados a expender licores y refrescos. Las ideas, cuando parecían luminosas, se repetían indefinidamente y en tono cada vez más elevado, a fin de que se grabaran profundamente en el cerebro del contrincante.
–¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!—Permítame usted, Moreno…—¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!…—Permítame usted, Moreno; el mundo sería…—¡Es que, amigo Oliveros, todas las religiones tienen sus milagros!—¡Pero permítame usted, Moreno! el mundo sin religión sería…—¡Es que…
Cada cual, enamorado de sus proposiciones juzgándolas de todo punto incontrovertibles, no quería escuchar siquiera las del contrario.
Apelábase con bastante frecuencia a símiles de orden corporal, que son los que en tales casos presentan más dificultad al adversario. Y se tomaban como puntos de comparación los objetos que tenían más a la mano.
–¿Ve usted esta mesa?… Aquí hay materia, aquí hay forma.—Ahora bien, si yo tomo en la mano esta copa y la trasporto desde este sitio a este otro…—¿Por qué esta copa es trasparente y esta taza no lo es?…
El resultado ordinario de tales símiles es desconcertar al adversario y destruir por entero el tejido de sus sofismas. Pero a veces, cuando el preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el mostrador.
Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales. Y como estos conocimientos solían ser tan recientes que muchas veces databan de la noche anterior o del mismo día, su fuerza era irresistible. ¡Qué serie asombrosa de pormenores, cuánta erudición desplegaba en ocasiones! Los contrarios quedaban silenciosos y confundidos y los parroquianos de las mesas inmediatas henchidos de admiración. Algunos de éstos que habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas.
Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada, Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba. Y las impías proposiciones que su amigo sustentaba le llegaban tan al alma, turbaban de tal manera sus facultades, que apenas tenía alientos para formular un argumento. Estaba consternado: su corazón se iba apretando de pena. Aquella noche Moreno parecía un demonio terrible y batallador, escupiendo con furia sus blasfemias, manifestando con cinismo infernal su odio a los misterios de la religión.
El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza. Godofredo, tapándose la cara con las manos, lloraba amargamente.
La compasión se apoderó entonces de unos y de otros. ¿A qué conducía aquella discusión? El que tuviese la desgracia de no creer, que se lo callase. De todos modos, herir sin necesidad las almas timoratas, como la de aquel pobre muchacho, era poco caritativo y además una falta de consideración.
Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse.
II
Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto. D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le habló algunas palabras al oído.
–Soy con usted al momento—dijo éste a Mario.
Y se alejó.
–¿Qué pasará?—preguntó uno de los tertulios.
–¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!—repuso Mario de mal humor.—¿No lo ve usted?—añadió fijándose en la puerta.
Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.
Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo miradas insolentes a las parroquianas.
–¿Por qué se ríen ustedes?—dijo al llegar.—¿Se figuran que se trata de una aventura amorosa? Pues no hay tal… Es decir, sí ha sido una aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja que viene a pedirme diez duros.
–¿Se los ha dado usted?
–¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo no mantengo clases pasivas.
No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole