Una Tierra de Fuego . Морган Райс

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Una Tierra de Fuego  - Морган Райс El Anillo del Hechicero

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pusieran bajo tierra!», gritó Gwen.

      «Algunos de los nuestros escucharon», observó Kendrick entristecido, moviendo la cabeza, «pero muchos otros no».

      Gwen sintió como se hacía pedazos por dentro. Sabía lo que les pasaría a los que se quedaban sobre tierra. ¿Por qué su gente tenía que ser siempre tan terca?

      Y entonces sucedió, el primer fuego de los dragones vino rodando hacia ellos, suficientemente lejos para no quemarlos, pero tan cerca que Gwen podía sentir como el calor abrasaba su cara. Observaba horrorizada como los gritos se alzaban, provenientes de su gente del otro lado del patio que habían decidido esperar sobre tierra, dentro de sus moradas o dentro del fuerte de Tirus. El fuerte de piedra, tan indómito sólo unos momentos antes, estaba ahora ardiendo, saliendo las llamas disparadas de los lados, por delante y por detrás, como si se tratara de una casa de fuego, su piedra chamuscada y quemada en tan sólo un momento. Gwen tragó saliva con dificultad, sabiendo que si hubieran intentado esperar allí fuera en el fuerte estarían todos muertos.

      Otros no habían tenido tanta suerte: gritaban, en llamas, y corrían por las calles para acabar desplomándose en el suelo. El terrible olor a carne quemada cortaba el aire.

      «Mi señora», dijo Steffen, «debemos bajar. ¡Ahora!»

      Gwen no podía soportar marcharse de allí, pero sabía que él tenía razón. Se dejó guiar por los demás, arrastrarse a través de las puertas, por las escaleras,  hacia la oscuridad, mientras una ola de llamas venía rodando hacia ella. Las puertas de acero se cerraron de golpe justo un segundo antes de que las llamas la atraparan y, al oír cómo retumbaban detrás de ella, sintió cómo una puerta se cerraba de golpe en su corazón.

      CAPÍTULO DOS

      Alistair, llorando, se arrodilló al lado del cuerpo de Erec, agarrándolo con fuerza, con el vestido de boda cubierto por su sangre. Mientras lo abrazaba todo su mundo daba vueltas, sentía como sus últimas fuerzas le estaban abandonando. Erec, acribillado por heridas de puñalada, gemía y ella podía notar por el ritmo de sus pulsaciones que estaba muriendo.

      «¡NO!» Alistair protestó, meciéndolo en sus brazos, balanceándolo. Sentía como su corazón se partía en dos mientras lo abrazaba, sentía como si ella misma estuviera muriendo. Este hombre con el que había estado a punto de casarse, que la había mirado con tanto amor sólo unos momentos antes, ahora yacía casi sin vida en sus brazos; apenas podía asumirlo. Había recibido el golpe tan inesperadamente, tan lleno de amor y alegría; lo había cogido desprevenido por su culpa. Por culpa de su estúpido juego, al pedirle que cerrara los ojos mientras ella se aproximaba con su vestido. Alistair se sentía abrumada por la culpabilidad, como si todo fuera culpa suya.

      «Alistair», gimió él.

      Ella miró hacia abajo y vio sus ojos medio abiertos, vio como se iban apagando, como la fuerza de la vida los iba abandonando.

      «Quiero que sepas que esto no es culpa tuya», susurró. «Y quiero que sepas lo mucho que te quiero».

      Alistair lloraba, abrazándolo contra su pecho, sintiendo como se iba enfriando. Mientras lo hacía, algo saltó en su interior, algo que sentía la injusticia de todo aquello, algo que se negaba por completo a dejarlo morir.

      Alistair de repente sintió un hormigueo que le era familiar, como miles de pinchazos en las puntas de sus dedos, y sintió un sofoco por todo su cuerpo, de la cabeza a los dedos de los pies. Una extraña fuerza se apoderó de ella, algo fuerte y primal, algo que ella no comprendía; se hizo más fuerte que cualquier otra oleada de fuerza que hubiera sentido en su vida, como un espíritu externo apoderándose de su cuerpo. Sentía como sus manos y brazos ardían y refelexivamente alargó las palmas de sus manos y las colocó en el pecho y la frente de Erec.

      Alistair las mantuvo allí, sus manos quemando cada vez más, y cerró los ojos. Por su mente pasaban imágenes rápidamente. Veía a Erec de joven, dejando las Islas del Sur, tan orgulloso y noble, de pie en un barco alto; lo veía entrando a la Legión; uniéndose a Los Plateados; en los torneos, llegando a ser un campeón, derrotando a los enemigos, defendiendo el Anillo. Lo veía sentado erguido, con la postura perfecta sobre su caballo, vestido en brillante plata, un modelo de nobleza y coraje. Sabía que no podía dejarlo morir; el mundo no podía permitirse dejarlo morir.

      Las manos de Alistair cada vez estaban más calientes. Abrió sus ojos y vio como los de él se cerraban. También vio una luz blanca que emanaba de sus manos, extendiéndose sobre Erec; lo vio infundido en ella, rodeado por una esfera. Mientras miraba, veía como sus heridas filtraban la sangre, empezando a cerrarse lentamente.

      Los ojos de Erec se abrieron repentinamente, llenos de luz, y ella sintió como algo cambiaba dentro de él. Su cuerpo, tan frío unos momentos antes, empezaba a calentarse. Sentía como su fuerza vital estaba volviendo.

      Erec miró hacia ella, sorprendido y maravillado, y Alistair, a la vez, sentía como su propia energía mermaba, su propia fuerza vital disminuía mientras se la pasaba a él.

      Los ojos de él se cerraron y se sumió en un sueño profundo. Las manos de ella de repente se enfriaron. Ella comprobó el pulso de él y sintió como volvía a la normalidad.

      Suspiró con gran alivio, sabiendo que lo había reanimado. Sus manos temblaban, agotadas por la experiencia. Ella se sentía exhausta, pero aún así eufórica.

      Gracias, Dios, pensaba mientras se inclinaba , apoyando la cara en su pecho y lo abrazaba con lágrimas de alegría. Gracias por no llevarte a mi marido de mi lado.

      Alistair dejó de llorar, miró a su alrededor y comprendió la escena: vio la espada de Bowyer allí tirada en la piedra, su empuñadura y su filo cubiertos de sangre. Odiaba a Bowyer con una pasión mayor de la que ella podía concebir y estaba dispuesta a vengar a Erec.

      Alistair se acercó a coger la espada sangrienta, sus palmas se cubrieron de sangre al cogerla para examinarla. Estaba dispuesta a tirarla, para ver cómo chocaba con gran estruendo al otro lado de la habitación cuando, de repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

      Alistair se giró, con la espada sangrienta en la mano, y vio a la familia de Erec entrando precipitadamente a la habitación, flanqueados por una docena de soldados. Mientras se acercaban sus expresiones de alarma se volvieron de horror, mientras todos miraban de ella a Erec, inconsciente.

      «¿Qué has hecho?» gritó Dauphine.

      Alistair la miró, sin entender nada.

      «¿Yo?» preguntó. «Yo no he hecho nada».

      Dauphine fruncía el ceño mientras se acercaba enfurecida.

      «¿Ah, no?» dijo. «¡Sólo has matado a uno de nuestros mejores y más grandes caballeros!»

      Alistair la miró fijamente horrorizada y de repente se dio cuenta de que todos la estaban mirando como si fuera una asesina.

      Miró hacia abajo y vio la espada sangrienta en su mano, las manchas de sangre en su mano y por todo su vestido y entendió que todos pensaban que lo había hecho.

      «¡Pero yo no lo apuñalé!» protestó Alistair.

      «¿No?» la acusó Dauphine. «Entonces, ¿la espada apareció en tu mano por arte de magia?»

      Alistair miraba por toda la habitación mientras todos se agolpaban alrededor de ella.

      «Fue un hombre el que lo hizo. El hombre que lo desafió en el

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