Una Promesa de Hermanos . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Promesa de Hermanos - Морган Райс страница 5
Volusia sabía que había provocado un acontecimiento que alteraría para siempre esta ciudad.
Entonces se oyó un repentino e insistente ruido retumbante en la gruesa puerta de roble de la habitación, que la hizo dar un salto. Era un golpe de puerta incesante, el sonido de docenas de soldados, ruido metálico de armadura, golpeando con un ariete la gruesa puerta de roble del aposento del Príncipe. Volusia, por supuesto, la había atrancado y la puerta, de treinta centímetros de grosor, se suponía que resistiría el asedio. Sin embargo, sus bisagras iban cediendo, mientras los gritos de los hombres venían del otro lado. Con cada portazo se doblaba más.
Tras, tras, tras.
La habitación de piedra tembló y el antiguo candelabro de techo de metal, que colgaba de arriba de una viga de madera, se balanceó incontrolablemente antes de estrellarse contra el suelo.
Volusia estaba allí de pie y lo observaba todo con calma, anticipándolo todo. Ella sabía, por supuesto, que vendrían a por ella. Querían venganza y no la dejarían escapar.
“¡Abra la puerta!” gritó uno de sus generales.
Ella reconoció la voz- el líder de las fuerzas de Maltolis, un hombre sin gracia que había conocido hacía poco, con una voz baja y áspera- un hombre inepto pero un soldado profesional y con doscientos mil hombres a su disposición.
Y aún así, Volusia estaba allí y miraba a la puerta con calma, sin inmutarse, observándola con paciencia, esperando a que la derribaran. Evidentemente se la podría haber abierto, pero no les daría esa satisfacción.
Fnalmente vino un tremendo estruendo y la puerta de madera cedió, reventando las bisagras y docenas de soldados, con el ruido de sus armaduras, entraron corriendo a la habitación. El comandante de Maltolis, que vestía su armadura ornamental y llevaba el cetro dorado que le daba derecho a llevar el mando del ejército de Maltolis, marcaba el camino.
Redujeron la velocidad hasta un paso rápido al verla allí de pie, sola, sin intención de correr. El comandante, con el ceño marcadamente fruncido en la cara, marchó directamente hacia ella y se detuvo bruscamente a muy pocos metros de ella.
La miró fijamente con odio y, detrás de él, se detuvieron todos sus hombres, bien disciplinados, y aguardaron sus órdenes.
Volusia seguía allí con calma, mirándolos con una ligera sonrisa y se dio cuenta de que su entereza debía haberlos descolocado, pues él parecía aturdido.
“¿Qué ha hecho, mujer?” pidió él, agarrando con fuerza su espada. “Ha venido com invitada a nuestra ciudad y ha matado a nuestro gobernador. El elegido. El que no se puede matar.”
Volusia les sonrió y respondió con calma:
“Se equivoca bastante, General”, dijo ella. “Yo soy la que no sepuede matar. Tal y como acabo de demostrar aquí hoy”.
Él negó con la cabeza, furioso.
“¿Cómo puede ser tan estúpida?” dijo él. “Está claro que debía saber que la mataríamos a usted y a sus hombres, que no existe ningún sitio al que correr, ninguna manera de escapar de este lugar. Aquí, sus pocos soldados están rodeados por centenares de miles de los nuestros. Está claro que debía saber que su acto de hoy aquí le supondría su sentencia de muerte, peor, su encarcelamiento y tortura. No tratamos con amabilidad a nuestros enemigos, por si no lo había notado”.
“De hecho, lo he notado, General, y lo admiro”, respondió ella. “Y aún así, no me pondrá la mano encima. Ninguno de sus hombres lo hará”.
Él negó con la cabeza, molesto.
“Está más loca de lo que pensaba”, dijo él. “Yo llevo el cetro dorado. Todos nuestros ejércitos harán lo que diga. Exactamente lo que yo diga”.
“¿Lo harán?” preguntó lentamente, con una sonrisa en la cara.
Poco a poco, Volusia se dio la vuelta y miró por la ventana al aire libre, hacia abajo al cuerpo del Príncipe, que ahora alzaban sobre sus hombros unos lunáticos y llevaban por toda la ciudad como un mártir.
De espaldas a él, se aclaró la garganta y continuó.
“No dudo, General”, dijo ella, “que sus fuerzas están bien entrenadas. O que seguirán a aquel que lleve el cetro. Su fama les precede. También sé que son inmensamente más grandes que las mías. Y que no existe manera de escapar de aquí. Pero, mire, no deseo escapar. No me hace falta”.
Él la miró, desconcertado, y Volusia se dio la vuelta y echó una mirada por la ventana, peinando el patio. En la distancia divisó a Koolian, su hehicero, de pie entre la multitud, ignorando a todos los demás y mirando hacia arriba, únicamente hacia ella, con sus brillantes ojos verdes y su cara llena de verrugas. Llevaba puesta su túnica negra, inconfundible entre la multitud, sus brazos cruzados reposadamente, con su cara pálida mirando hacia ella, parcialmente escondida tras la capucha, aguardando sus órdenes. Allí estaba él, el único que estaba tranquilo, paciente y disciplinado en esta caótica ciudad.
Volusia le hizo una casi imperceptible señal con la cabeza y vio que él inmediatamente le hacía otra.
Lentamente, Volusia se dio la vuelta y, con una sonrisa en la cara, miró al general.
“Puede entregarme el cetro ahora”, dijo ella, “o puedo matarlos a todos y cogerlo yo misma”.
Él la miró, estupefacto, entonces negó con la cabeza y, por primera vez, sonrió.
“Conozco personas ilusas”, dijo él. “Serví a una durante años. pero usted…usted está en una categoría propia. Muy bien. Si desea morir de este modo, que así sea”.
Dio un paso adelante y desenfundó la espada.
“Me va a gustar matarla”, añadió él. “Quise hacerlo desde el momento en que vi su cara. Toda aquella arrogancia, suficiente para poner malo a un hombre”.
Se acercó a ella y, mientras lo hacía, Volusia se giró y de repente vio a Koolian de pie a su lado en la habitación.
Koolian se dio la vuelta y lo miró fijamente, aturdido por su repentina aparición de la nada. Allí estaba, enmudecido, claramente sin haber previsto esto y claramente sin saber qué hacer con él.
Koolian se echó la capucha hacia atrás y lo miró con desprecio con su grotesco rostro, demasiado pálido, con sus ojos blancos, dando vueltas y lentamente levantó las manos.
Mientras lo hacía, de repente, el comandante y todos sus hombres cayeron sobre sus rodillas. Chillaron y levantaron las manos hacia sus oídos.
“¡Detenga esto!” exclamó él.
Poco a poco, la sangre manaba de sus orejas y, uno a uno, caían al suelo de piedra, inmóviles.
Muertos.
Volusia dio un paso adelante lentamente, con calma, se agachó y agarró el cetro dorado de la mano del comandante muerto.
Lo elevó en alto y lo examinó a la luz, admirando su peso, la manera cómo brillaba. Era algo siniestro.
Hizo una amplia sonrisa.