Una Justa de Caballeros . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Justa de Caballeros - Морган Райс страница 5
“¡Dale los pañuelos!” gritó Koldo a Naten impaciente.
Después de que pasara más tiempo y el muro se acercara todavía más, mientras la arena se enfurecía, Naten finalmente se acercó y lanzó el saco de pañuelos a Kendrick, golpeándole bruscamente en el pecho mientras cabalgaba.
“Repártelos entre tus hombres”, dijo, “o el muro os cortará en pedazos. Tú decides, a mí realmente no me importa”.
Naten se fue cabalgando, dando la vuelta para ir hacia sus hombres y Kendrick repartió rápidamente los pañuelos a sus hombres, acercándose cabalgando al lado de cada uno de ellos y entregándoselos. Entonces Kendrick se envolvió su propio pañuelo en la cabeza y en la cara, como hacían los soldados de la Cresta, dando más y más vueltas hasta que lo sentía seguro pero aún podía respirar. Apenas podía ver a través de él, ocultaba el mundo, que se veía borroso a la luz.
Kendrick se preparaba a medida que se iban acercando y el ruido de los remolinos de arena se volvía ensordecedor. Cuando ya habían avanzado casi cincuenta metros, el aire se llenó con el ruido de la arena golpeando las armaduras. Un instante después, la sintió.
Kendrick se metió en el Muro de Arena y fue como meterse dentro de un océano de arena removido. El ruido era tan fuerte que apenas podía escuchar el sonido de su propio corazón, pues la arena cubría cada centímetro de su cuerpo, luchando por entrar, por destrozarlo. Los remolinos de arena eran tan intensos que no podía ver a Brandt y Atme, que estaban tan solo a unos metros a su lado.
“¡SEGUID CABALGANDO!” gritó Kendrick a sus hombres, mientras se preguntaba si alguno de ellos podía oírlo, tranquilizándose a él mismo igual que a los demás. Los caballos relinchaban como locos, iban más lentos, actuaban de forma extraña y Kendrick bajó la vista y vio que les estaba entrando arena en los ojos. Le dio una patada más fuerte y rezó para que su caballo no se quedara allí parado.
Kendrick siguió avanzando más y más, pensando que aquello nunca acabaría y, entonces, por fin, gracias a Dios, salió. Salió al otro lado, junto a sus hombres, de vuelta al Gran Desierto, el cielo abierto y el vacío lo estaban esperando para recibirlo al otro lado. El Muro de Arena gradualmente se calmó mientras se alejaban cabalgando y, a medida que volvía la tranquilidad, Kendrick se dio cuenta de que los hombres de la Cresta lo miraban a él y a sus hombres sorprendidos.
“¿Pensabáis que no sobreviviríamos?” preguntó Kendrick a Naten mientras este lo miraba boquiabierto.
Naten se encogió de hombros.
“Me hubiera dado igual”, dijo, y se fue cabalgando con sus hombres.
Kendrick intercambió una mirada con Brandt y Atme, mientras todos ellos se preguntaban de nuevo por los hombres de la Cresta. Kendrick sentía que el camino hasta ganarse su confianza sería largo y duro. Al fin y al cabo, él y sus hombres eran extranjeros y habían sido los que habían creado ese rastro y les habían causado el problema.
“¡Hacia delante!” exclamó Koldo.
Kendrick alzó la vista y vio allí, en el desierto, el rastro que habían dejado él y los demás del Anillo. Vio todas sus pisadas, ahora endurecidas por la arena, dirigiéndose hacia el horizonte.
Koldo se detuvo donde acababan e hizo una pausa, igual que todos los demás, sus caballos respiraban con dificultad. Todos miraron hacia abajo, examinándolas.
“Esperaba que el desierto las hubiera borrado”, dijo Kendrick, sorprendido.
Naten lo miró con desprecio.
“Este desierto no borra nada. Nunca llueve y lo recuerda todo. Estas huellas vuestras los hubieran llevado hacia nosotros y eso hubiera llevado a la Cresta a la ruina”.
“Deja de atosigarle”, dijo Koldo a Naten de manera amenazante, con una severa voz autoritaria.
Todos se giraron al verlo allí cerca y Kendrick se sintió muy agradecido hacia él.
“¿Por qué debería hacerlo?” respondió Naten. “Esta gente crearon este problema. Ahora mismo podría estar de vuelta en la Cresta, sano y salvo”.
“Sigue así”, dijo Koldo, “y te mandaré a casa ahora mismo. Te echaremos de nuestra misión y le contaremos al Rey por qué trataste al comandante que él designó sin respeto”.
Naten, finalmente, bajó sus humos, bajó la vista y se fue cabalgando hacia el otro lado del grupo.
Koldo miró a Kendrick y le hizo una señal de respeto con la cabeza, de comandante a comandante.
“Le pido disculpas por la insubordinación de mis hombres”, dijo. “Como seguramente ya sabrá, un comandante no puede responder siempre por todos sus hombres”.
Kendrick le hizo una señal de respeto con la cabeza, admiraba a Koldo más que nunca.
“¿Es este el rastro de su pueblo?” preguntó Koldo mientras miraba hacia abajo.
Kendrick asintió con la cabeza.
“Eso parece”.
Koldo suspiró y se dio la vuelta para seguirlo.
“Lo seguiremos hasta que termine”, dijo. “Una vez lleguemos al final, retrocederemos y lo eliminaremos”.
Kendrick se quedó perplejo.
“Pero ¿no dejaremos nuestra propia marca al volver?”
Koldo hizo un gesto a Kendrick para que siguiera su mirada y este vio varios aparatos, que parecían rastrillos, sujetos a la parte posterior de los caballos de sus hombres.
“Escobas”, explicó Ludvig, acercándose al lado de Koldo. “Borrarán nuestro rastro mientras nosotros cabalgamos”.
Koldo sonrió.
“Esto es lo que nos ha mantenido invisibles a los enemigos durante siglos”.
Kendrick admiró los ingeniosos aparatos y se oyó el grito de los hombres mientras todos daban una patada a sus caballos, se daban la vuelta y seguían el rastro, galopando a través del desierto, de vuelta al Gran Desierto, hacia un horizonte de vacío. A su pesar, Kendrick echó la vista hacia atrás mientras se iban, dio una última mirada al Muro de Arena y, por alguna razón, le inundó la sensación de que nunca jamás volverían.
CAPÍTULO CUATRO
Erec estaba en la proa del barco, con Alistair y Strom a su lado, y observaba con preocupación que el río se estrechaba. Siguiéndolos de cerca estaba su pequeña flota, todo lo que quedaba de lo que había partido de las Islas del Sur, todos abriéndose camino como una serpiente por este río interminable, adentrándose más y más en el corazón del Imperio. En algunos puntos, este río era ancho como el océano, sus bancos se perdían de vista y las aguas eran claras; pero ahora Erec veía que se estrechaba en el horizonte, cerrándose en un cuello de botella de quizás menos de veinte metros de ancho y sus aguas se volvían turbias.
El soldado profesional que Erec llevaba dentro estaba en máxima alerta. No le gustaban los espacios confinados cuando llevaba a sus hombres y sabía que el río que se estrechaba haría a su flota más susceptible a una emboscada. Erec miró hacia atrás por encima de su hombro y no vio ni rastro de la enorme flota del Imperio