Antes De Que Sienta . Блейк Пирс
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Había una mujer madura sentada detrás del escritorio, revolviendo dentro de un archivador grande. Cuando oyó entrar a Mackenzie y a Ellington, levantó la vista con una amplia sonrisa. Era una sonrisa hermosa, aunque también dejaba ver su edad. Mackenzie adivinó que estaría a punto de cumplir los setenta años.
“¿Son ustedes los agentes del FBI?”., preguntó la anciana dama.
“Sí señora”, dijo Mackenzie. “Yo soy la agente White y este es mi compañero el agente Ellington. ¿Está por aquí el alguacil?”..
“Así es”, dijo ella. “De hecho, me ha pedido que os envíe directamente a su despacho. Está realmente ocupado respondiendo a llamadas acerca de esta última muerte tan horrible. Iros al pasillo de la izquierda, su despacho es la última puerta a la derecha”.
Siguieron sus instrucciones y mientras iban de camino por el largo pasillo que llevaba a la parte de atrás del edificio, Mackenzie se sintió conmocionada por el silencio del lugar. En medio de un caso de asesinato, hubiera podido esperar que el lugar estuviera hirviendo de actividad, a pesar de que se encontrara en medio de ninguna parte.
Mientras ser dirigían a la parte de atrás del pasillo, Mackenzie notó unos cuantos signos que habían pegado en las paredes. Uno de ellos decía: El Acceso a la Cárcel Requiere una Llave. Otro decía: ¡Todas las Visitas a la Cárcel Deben ser Permitidas por Oficiales del Condado! ¡Ha de Presentarse el Permiso al Hacer la Visita!
Su mente empezó a acelerarse con ideas sobre el mantenimiento y la normativa que debían observarse en un lugar donde la cárcel y el departamento de policía compartían el mismo espacio. Le resultaba de lo más fascinante, pero antes de que su cabeza pudiera avanzar más, llegaron al despacho que había al final del pasillo.
Se habían pintado unas letras doradas en la porción de cristal en la parte superior de la puerta, que decían Alguacil Clarke. La puerta estaba medio abierta, así que Mackenzie la abrió del todo lentamente para escuchar una voz fuerte de hombre. Cuando atisbó al interior, vio a un hombre corpulento sentado detrás del escritorio, hablando en voz muy alta por el teléfono que reposaba sobre la mesa. Había otro hombre sentado en una silla en un rincón, tecleando con furia en su teléfono móvil.
El hombre detrás del escritorio—el alguacil Clarke, supuso Mackenzie—se interrumpió a sí mismo cuando ella abrió la puerta.
“Un minuto, Randall”, dijo. Entonces cubrió el auricular y alternó la mirada entre Mackenzie y Ellington.
“¿Sois del Bureau?”., preguntó.
“Lo somos”, dijo Ellington.
“Gracias a Dios”, suspiró. “Dadme un segundo.” Entonces destapó el auricular y continuó con su otra conversación. “Mira, Randall, acaba de llegar la caballería. ¿Estarás disponible en quince minutos? ¿Sí? De acuerdo, muy bien. Nos vemos luego”.
El hombre corpulento colgó el teléfono y dio la vuelta a su escritorio. Les tendió una mano rechoncha, acercándose primero a Ellington. “Encantado de conoceros”, dijo. “Soy el alguacil Robert Clarke. Este,” dijo, asintiendo con la cabeza hacia el hombre que estaba sentado en el rincón, “es el agente Keith Lambert. Mi asistente se encuentra patrullando las calles en este momento, haciendo lo que puede por encontrar alguna clase de pista en medio de este torbellino en rápida expansión”.
Casi se olvida de Mackenzie una vez terminó de estrecharle la mano a Ellington, y se la acabó tendiendo casi como si se acabara de dar cuenta de su presencia. Cuando Mackenzie le estrechó la mano, hizo las presentaciones, con la esperanza de que eso le diera a entender que ella era tan capaz de liderar esta investigación como los hombres que había en el despacho. Al instante, los viejos fantasmas de Nebraska empezaron a remover las cadenas en su mente.
“Alguacil Clarke, soy la Agente White y este es el agente Ellington. ¿Va a ser nuestra conexión en Stateton?”..
“Cielito, voy a ser vuestro casi todo mientras estéis aquí”, dijo. “El cuerpo de policía para todo el condado cuenta con la cifra extraordinaria de doce personas. Trece si contamos a Frances en la recepción y el servicio de emergencia. Con esta serie de asesinatos que están sucediendo, todos estamos desempeñando demasiadas tareas”.
“Bueno, veamos qué podemos hacer para aligerar su carga”, dijo Mackenzie.
“Ojalá fuera tan sencillo”, dijo él. “Aunque resolvamos este maldito caso hoy mismo, voy a tener a la mitad del comité de supervisores del condado dándome problemas”.
“¿Y eso por qué?”., preguntó Ellington.
“En fin, porque los periódicos locales se acaban de enterar de quién era la víctima. Ellis Ridgeway. La madre de un politiquillo despreciable de mierda que está en ascenso. Algunos hasta dicen que puede que llegue al Senado en otros cinco años más”.
“¿Y de quién se trata?”., preguntó Mackenzie.
“Se llama Langston Ridgeway. Tiene veintiocho años y se cree que es el maldito John F. Kennedy”.
“Ah, ¿sí?”., dijo Mackenzie, un tanto sorprendida de que no se hubiera incluido eso en los informes.
“Sí. Y no tengo ni idea de cómo se enteró de eso el periódico local. Esos imbéciles no pueden ni deletrear correctamente la mitad del tiempo, pero se han enterado de esto”.
“Vi las señales de la Residencia Wakeman para Invidentes mientras veníamos de camino,” dijo Mackenzie. “Solo está a seis millas de aquí, ¿no es cierto?”. .
“Exactamente”, dijo Clarke. “Ahora estaba hablando con Randall Jones, el director de la residencia. Estaba hablando por teléfono con él cuando llegasteis hace un minuto. Y está allí ahora mismo para responder cualquier pregunta que tengáis. Cuanto antes, mejor. Tiene a los de la prensa y a los peces gordos del condado llamándole y volviéndole loco”.
“Muy bien, pues vayamos allí”, dijo Mackenzie. “¿Vas a venir con nosotros?”..
“De ninguna manera, cielo. Estoy hasta las orejas con lo que tengo aquí. Pero os ruego que regreséis cuando acabéis con Randall. Os ayudaré de cualquier manera que pueda, pero sinceramente… me encantaría que agarrarais esta pelota y os pusierais a jugar vosotros con ella”.
“No hay problema”, dijo Mackenzie. No sabía muy bien cómo manejar a Clarke. Era directo y brutalmente honesto, lo cual estaba muy bien. También parecía encantarle lo de soltar profanidades. También pensó que, cuando le llamaba cielito, no le estaba insultando realmente. Era solo esa clase de encanto sureño tan peculiar.
Además, el hombre estaba increíblemente estresado.
“Regresaremos de inmediato cuando terminemos en la residencia,” dijo Mackenzie. “Por favor, llámanos si oyes cualquier cosa entre ahora y entonces”.
“Por supuesto”, dijo Clarke.
En el rincón, todavía tecleando en su teléfono, el agente Lambert gruñó para mostrar que estaba de acuerdo.
Tras pasar menos de tres minutos en el despacho del alguacil Clarke, Mackenzie y Ellington descendieron por el pasillo de nuevo y salieron por la puerta principal tras atravesar la recepción. La señora mayor, que Mackenzie