El Tipo Perfecto . Блейк Пирс

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El Tipo Perfecto  - Блейк Пирс Un Thriller de Suspense Psicológico con Jessie Hunt

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parecía ser otro panel en la pared. La deslizó para abrirla de nuevo y pasó al interior de una pequeña habitación donde estaba Hernández esperándola.

      No es que hubiera gran cosa dentro—un silloncito y una mesita de madera al lado. Sobre el suelo había una lámpara que, por lo visto, habían derribado de un golpe. Habían saltado algunas esquirlas que habían acabado sobre la lujosa moqueta blanca.

      Tirada sobre el silloncito en una postura relajada que fácilmente podía dar la impresión de que estaba dormida, estaba Victoria Missinger. Había una aguja sobre el cojín junto a ella.

      Incluso muerta, Victoria Missinger era una mujer bellísima. Era difícil adivinar su estatura, pero estaba delgada, con aspecto de ser una mujer que se reunía habitualmente con su entrenador. Jessie tomó una nota mental para hacer lo propio.

      Tenía la piel cremosa y vibrante, incluso mientras aparecía el rigor mortis. Jessie solo podía imaginarse cómo había sido en vida. Tenía el cabello rubio y largo que le cubría parte del rostro, pero no lo bastante como para ocultar su perfecta estructura ósea.

      “Era bonita”, dijo Trembley, quedándose corto.

      “¿Crees que hubo una pelea?”, le preguntó Jessie a Hernández, haciendo un gesto a la lámpara rota sobre la moqueta.

      “Es difícil decirlo con certeza. Puede que ella le diera un empujón al intentar levantarse. O podría significar que hubo un forcejeo de algún tipo”.

      “Creo que tienes una opinión, pero te la estás guardando”, presionó Jessie.

      “Bueno, como dije, odio llegar a conclusiones prematuras, pero esto me pareció algo peculiar”, dijo, señalando a la moqueta.

      “¿El qué?”, preguntó ella, incapaz de discernir nada notorio excepto lo gruesa que era la moqueta.

      “¿Ves lo profundas que son las marcas en la moqueta debido a nuestras pisadas?”.

      Jessie y el detective Trembley asintieron.

      “Cuando vinimos al principio después de que la encontrara el perro, no había ninguna huella en absoluto.”

      “¿Ni siquiera las suyas?”, preguntó Jessie, empezando a entenderlo.

      “No”, respondió Hernández.

      “¿Qué quiere decir eso?”, preguntó Trembley, que todavía no lo captaba.

      Hernández se lo explicó.

      “Quiere decir que, o esta lujosa moqueta tiene una capacidad sin precedentes para volver a su estado natural o alguien pasó la aspiradora después de los hechos para ocultar la existencia de otras huellas que no fueran las de Victoria”.

      “Eso es interesante”, dijo Jessie, impresionada por la atención al detalle del detective Hernández. Ella estaba orgullosa de saber leer a la gente, pero jamás hubiera captado un detalle físico como este. Eso le recordó que este era el hombre que había contribuido de manera importante a la captura de Bolton Crutchfield y de que no debía menospreciar sus habilidades. Podía aprender mucho de él.

      “¿Encontraste una aspiradora?”, preguntó Trembley.

      “No por aquí cerca”, dijo Hernández. “Pero los agentes la están buscando en la casa principal”.

      “Es difícil de imaginar que alguno de los Missinger realizara mucho trabajo de limpieza”, dedujo Jessie. “Me pregunto si saben siquiera donde se guarda la aspiradora. ¿Puedo asumir que tienen una asistenta?”.

      “Sin duda, así es”, dijo Hernández. “Se llama Marisol Méndez. Por desgracia, está fuera de la ciudad toda la semana, aparentemente de vacaciones en Palm Springs”.

      “Así que la asistenta está descartada”, dijo Trembley. “¿Hay alguien más que trabaje por aquí? Deben de tener un montón de empleados”.

      “No tantos como puedas creer”, dijo Hernández. “Su jardín es mayormente resistente a la sequía, así que solo tienen a un jardinero que viene un par de veces al mes para su mantenimiento. Tienen una compañía de mantenimiento de piscinas y Missinger dice que viene alguien una vez por semana, los jueves”.

      “Entonces, ¿con quién nos deja eso?”, preguntó Trembley, temeroso de decir la respuesta obvia en voz alta por miedo a ser demasiado obvio.

      “Nos deja con la misma persona con la que empezamos”, dijo Hernández, sin miedo a decir lo que estaba pensando. “El marido”.

      “¿Tiene coartada?”, preguntó Jessie.

      “Eso es exactamente lo que vamos a averiguar”, respondió Hernández al tiempo que sacaba su radio y hablaba por el aparato. “Nettles, haz que lleven a Missinger a comisaría para interrogarle. No quiero que nadie más le haga ninguna pregunta hasta que le tengamos en la sala de interrogatorios”.

      “Lo siento, detective”, respondió una voz tímida y aprensiva por la radio. “Pero ya lo ha hecho alguien más. Está de camino ahora mismo”.

      “Maldita sea”, juró Hernández mientras apagaba la radio. “Tenemos que irnos ahora mismo”.

      “¿Cuál es el problema?”, preguntó Jessie.

      “Quería estar allí esperando cuando Missinger llegara a comisaría—para ser el policía amable, su salvavidas, su confidente. Pero si llega allí primero y ve todos esos uniformes azules, las armas, y las luces fluorescentes, se va a asustar y a exigir ver a su abogado antes de que pueda hacerle ninguna pregunta. Cuando eso suceda, no sacaremos nada útil de él”.

      “Entonces será mejor que nos demos prisa”, dijo Jessie, pasándole de largo y saliendo por la puerta.

      CAPÍTULO OCHO

      Cuando llegaron a la estación, Missinger ya llevaba allí diez minutos. Hernández había llamado por adelantado y le había ordenado al sargento de guardia que le pusiera en la sala para familias, que estaba destinada para las víctimas de delitos y las familias de los fallecidos. Era un poco menos clínica que el resto de la comisaría, con un par de viejos sofás, algunas cortinas en las ventanas, y unas cuantas revistas de meses anteriores sobre la mesa del café.

      Jessie, Hernández, y Trembley se apresuraron hasta llegar a la puerta de la sala para familias, donde había un agente muy alto montando la guardia afuera.

      “¿Cómo está él?”, preguntó Hernández.

      “Está bien. Desgraciadamente, exigió ver a su abogado en el segundo que entró por la puerta”.

      “Genial”, espetó Hernández. “¿Cuánto tiempo lleva esperando para hacer la llamada?”.

      “Ya la ha hecho, señor”, dijo el agente, moviéndose con incomodidad.

      “¿Qué? ¿Quién le dejó hacer eso?”.

      “Yo lo hice, señor. ¿No se supone que debía hacerlo?”.

      “¿Cuánto tiempo llevas en el cuerpo, agente… Beatty?”,

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