Transmisión . Морган Райс

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Transmisión  - Морган Райс Las Crónicas de la Invasión

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McKenzie, estoy seguro de que no la hubiéramos llamado si no fuera grave —dijo el director—. Kevin se desplomó.

      —Ahora estoy bien —insistió Kevin.

      Pero parecía que, por muchas veces que lo dijera, no cambiaba nada.

      —Además —dijo el director—, parece ser que estaba bastante confundido cuando volvió en sí. Hablaba de… bueno, de otros planetas.

      —Planetas —repitió la madre de Kevin. Lo dijo con una voz monótona.

      —La Srta. Kapinski dice que alteró un poco su clase cuando lo hizo —dijo el director. Suspiró—. No sé si tal vez sería mejor que Kevin se quedara en casa una tiempo.

      Lo dijo sin mirar a Kevin. Allí se estaba tomando una decisión y, aunque Kevin era el centro de la misma, quedaba claro que en realidad él no tenía ni voz ni voto.

      —Yo no quiero perder escuela —dijo Kevin, mirando a su madre. Seguramente ella tampoco querría que lo hiciera.

      —Creo que lo que tenemos que preguntarnos —dijo el director— es si, en este punto, la escuela es realmente lo mejor que puede hacer Kevin con el tiempo que le queda.

      Probablemente, la intención era decirlo de una forma amable pero lo único que consiguió fue recordarle a Kevin lo que había dicho el médico. Seis meses de vida. No parecía el tiempo suficiente para nada, y mucho menos para tener una vida. Seis meses que valen segundos, cada uno de los cuales pasa a un ritmo regular que coincidía con la cuenta atrás dentro de su cabeza.

      —¿Me está diciendo que no tiene sentido que mi hijo esté en la escuela porque de todas formas pronto estará muerto? —dijo bruscamente su madre—. ¿Eso es lo que me está diciendo?

      —No, claro que no —dijo el director a toda prisa, levantando las manos para calmarla.

      —Eso es lo que parece que esté diciendo —dijo la madre de Kevin—. Parece que pierda los papeles con la enfermedad de mi hijo tanto como los chicos que hay aquí.

      —Lo que estoy diciendo es que va a ser difícil enseñar a Kevin a medida que esto empeore —dijo el director—. Lo intentaremos, pero… ¿no prefieres aprovechar al máximo el tiempo que te queda?

      Lo dijo en un tono amable que consiguió llegar directo al corazón de Kevin. Estaba diciendo exactamente lo que su madre había pensado, pero en palabras más amables. Lo peor era que tenía razón. Kevin no iba a vivir el tiempo suficiente para ir a la facultad, o tener un trabajo, o hacer cualquier cosa para la que necesitara que la escuela lo preparase, así que ¿por qué molestarse en estar ahí?

      —No pasa nada, mamá —dijo, alargando la mano para tocarle el brazo.

      Aquella pareció ser una razón suficiente para convencer a su madre y eso le hizo ver a Kevin lo grave que era todo esto. En cualquier otra ocasión, hubiera esperado que su madre discutiera. Ahora parecía que le habían succionado las ganas de discutir.

      Salieron a buscar el coche en silencio. Kevin se giró para mirar la escuela. Le golpeó el pensamiento de que probablemente no volvería. Ni tan solo había tenido la oportunidad de despedirse.

      —Siento que te llamaran al trabajo —dijo Kevin cuando se sentaron en el coche. Notaba la tensión que había. Su madre no encendió el motor, simplemente se quedó sentada.

      —No es solo eso —dijo ella—. Solo es que… cada vez era más fácil fingir que no pasaba nada. —Parecía muy triste, profundamente dolida. Kevin se había acostumbrado a la expresión que significaba que estaba intentando no llorar. Pero no lo estaba logrando.

      —¿De verdad que estás bien, Kevin? —preguntó, incluso entonces, era él el que la abrazaba a ella, tan fuerte como podía.

      —Yo… ojalá no tuviera que dejar la escuela —dijo Kevin. Nunca hubiera pensado que se escucharía a sí mismo decir eso. Nunca hubiera pensado que escucharía a alguien decir eso.

      —Podemos volver a entrar —dijo su madre—. Podría decirle al director que voy a traerte aquí mañana, y después cada día, hasta…

      Rompió a llorar.

      —Hasta que la cosa esté muy mal —dijo Kevin. Cerró los ojos con fuerza—. Mamá, creo que quizás ya está muy mal.

      La oyó golpear el salpicadero, el golpe seco resonó por todo el coche.

      —Lo sé —dijo ella—. Lo sé y lo odio. Odio esta enfermedad que me está arrebatando a mi hijito.

      Volvió a llorar durante un ratito. A pesar de sus intentos por mantenerse fuerte, Kevin también lo hizo. Pareció que pasó mucho rato antes de que su madre estuviera lo suficientemente tranquila para decir algo más.

      —¿Dijeron que viste… planetas, Kevin? —preguntó.

      —Los vi —dijo Kevin. ¿Cómo podía explicar cómo era? ¿Lo real que era?

      Su madre lo recorrió con la mirada y ahora Kevin tenía la sensación de que estaba luchando para decir las palabras adecuadas. Luchando para ser reconfortante, firme y tranquila, todo a la vez—. Tu ves que esto no es real, ¿verdad, cariño? Es solo… es solo la enfermedad.

      Kevin sabía que debía comprenderlo, pero…

      —Esta no es la sensación que tengo —dijo Kevin.

      —Ya lo sé —dijo su madre—. Y lo odio, pues me recuerda que mi hijito se está apagando. Me gustaría hacer que todo esto desapareciera.

      Kevin no sabía qué decir a eso. Él también deseaba que desapareciera.

      —Pero parece real —dijo Kevin, aún así.

      Su madre se quedó callada durante un buen rato. Cuando por fin habló, su voz tenía el tono frágil e íntegro que llegó justo con el diagnóstico, pero que ahora ya era de sobra conocido.

      —Tal vez… tal vez haya llegado el momento de que te vea esa psicóloga.

      CAPÍTULO TRES

      El despacho de la Dra. Linda Yalestrom no tenía ni de cerca el aspecto clínico de todos los demás en los que Kevin había estado últimamente. En primer lugar, era su casa, en Berkeley, tan cerca de la universidad que esta parecía confirmar sus credenciales con tanta certeza como los certificados que estaban cuidadosamente enmarcados en la pared.

      El resto tenía el aspecto del tipo de despacho en casa que Kevin imaginaba por la televisión, con accesorios indefinidos que evidentemente habían sido desterrados aquí después de alguna mudanza anterior, un escritorio donde se habían amontonado trastos del resto de la casa y unas cuantas plantas en macetas que parecían aguardar su momento, preparadas para tomar el testigo.

      A Kevin le gustaba la Dra. Yalestrom. Era una mujer de unos cincuenta años, bajita y con el pelo oscuro, cuya ropa alegremente estampada no podía estar más lejos de las batas médicas. Kevin pensó que podría hacerlo a propósito, si pasaba mucho tiempo trabajando con personas que ya habían recibido las peores noticias posibles de los médicos.

      —Ven

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