La fábrica mágica . Морган Райс

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La fábrica mágica  - Морган Райс Oliver Blue y la escuela de Videntes

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sus chismes secretos, ¡Oliver no iba a poder trabajar en ellos en absoluto!

      Oliver se planteó de verdad el armario de la cocina, preguntándose si realmente podría ser mejor. Pero decidió que sería igual de malo que los ratones mordisquearan sus inventos como que Chris los pisoteara. Así que decidió que, con un poco de imaginación –una cortina, una estantería, unas luces, cosas de estas- el hueco casi podría ser un poco como una habitación.

      —Allí —dijo Oliver en voz baja, señalando hacia el hueco.

      —¿Allí? —exclamó su madre.

      Chris soltó una de sus risas entre ladrido y risa. Oliver lo miró con furia. Su padre solo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

      —Es un niño raro —dijo frívolamente, a nadie en particular. Entonces soltó un suspiro exagerado, como si todo este altercado fuera muy engorroso para él—. Pero si quiere dormir en la esquina, que duerma en la esquina. Yo ya no sé qué hacer con él.

      —Vale —dijo su madre, exasperada—. Tienes razón. Cada vez se vuelve más raro.

      Los tres se dieron la vuelta y se dirigieron hacia la cocina. Chris miró a Oliver por encima del hombro y susurró:

      —Friqui.

      Oliver respiró profundamente. Fue andando hacia el hueco y colocó maleta en el suelo junto a sus pies. No tenía un lugar en el que poner su ropa; ni estanterías ni cajones, y no había prácticamente espacio para meter su cama –suponiendo que sus padres le dieran una cama. Pero se las arreglaría. Podía colgar una cortina para tener intimidad, hacer algunas estanterías de madera y construir un cajón extraíble para debajo de su cama –la cama que esperaba tener- para que por lo menos hubiera un lugar seguro en el que guardar sus inventos.

      Además, si tenía que mirar la parte positiva –algo que Oliver siempre se esforzaba al máximo por hacer- estaba justo al lado de una gran ventana, lo que significaba que tendría suficiente luz y vistas fuera a las que mirar.

      Reposó los codos sobre la repisa y contempló el gris día de octubre. Fuera hacía mucho viento y la basura volaba por la calle. Delante de su casa había un coche averiado y una lavadora oxidada que habían abandonado allí. Estaba claro que era un barrio pobre, resolvió Oliver. Uno de los peores en los que había vivido.

      El viento soplaba, haciendo que el cristal de las ventanas se moviera y por un agujero de las molduras entraba el airecillo. Oliver temblaba. Para ser octubre, el tiempo era mucho más frío de lo que habitualmente era en Nueva Jersey. Incluso había oído una noticia en la radio acerca de una enorme tormenta que se acercaba. Pero a Oliver le encantaban las tormentas, especialmente cuando había rayos y truenos.

      Olfateó cuando el olor de cocina se arremolinó en los agujeros de la nariz. Se apartó de la ventana y se atrevió a girar la esquina hacia donde estaba la cocina. Su madre estaba en los fogones, removiendo una olla grande de algo.

      —¿Qué hay para cenar? —preguntó.

      —Carne —dijo ella—. Y patatas. Y guisantes.

      A Oliver le rugió el estómago al pensarlo. Su familia siempre comía platos sencillos, pero a Oliver eso no le importaba mucho. Él tenía gustos sencillos.

      —Id a lavaros las manos, chicos —dijo el padre desde donde estaba sentado a la mesa.

      Por el rabillo del ojo, Oliver entrevió la mezquina sonrisa de Chris y ya supo que su hermano tenía otro cruel tormento debajo de la manga. Lo último que quería hacer era quedarse atrapado en el baño con Chris, pero su padre alzó la vista de nuevo desde la mesa, con las cejas levantadas.

      —¿Tengo que decirlo todo dos veces? —se quejó.

      No había ninguna salida. Oliver salió de la habitación, seguido de Chris. Subió a toda prisa las escaleras, yendo derecho al baño para intentar acabar con el lavado de manos tan rápido como fuera posible. Pero Chris ya iba en su busca y, en cuanto estuvieron fuera del alcance del oído de sus padres, agarró a Oliver y lo empujó contra la pared.

      —¿Sabes qué, mequetrefe? —dijo.

      —¿Qué? —dijo Oliver, preparándose.

      —Esta noche tengo mucha, mucha hambre —dijo Chris.

      —¿Y? —respondió Oliver.

      —Que vas a dejar que me coma tu cena, ¿verdad? Vas a decir a papá y a mamá que no tienes hambre.

      Oliver negó con la cabeza.

      —¡Ya te he dado la habitación! —rebatió—. Por lo menos, deja que me coma las patatas.

      Chris rio.

      —Ni hablar. Mañana empezamos en una nueva escuela. Tengo que estar fuerte por si hay otros mocosos con los que me tenga que meter.

       Mencionar la escuela una nueva ola de inquietud invadió a Oliver. Él había empezado muchas nuevas escuelas en su vida y cada vez parecía un poco peor. Siempre había un equivalente a Chris Blue rastreándolo, que quería meterse con él hiciera lo que hiciera. Y nunca había ningún aliado. Hacía tiempo que Oliver había desistido en hacer amigos. ¿Qué sentido tenía si en unos meses iba a volver a mudarse.

      La cara de Chris se suavizó.

      —¿Sabes qué te digo, Oliver? Seré amable. Solo por esta vez —Entonces sonrió y estalló en una risa maníaca—. ¡Te daré un sándwich de nudillos para cenar!

      Levantó el puño. Oliver se agachó y el puño que se estaba agitando no lo alcanzó por unos milímetros. bajó corriendo las escaleras en dirección al salón.

      —¡Vuelve, bicho! —chilló Chris.

      Le estaba pisando los talones a Oliver, pero Oliver era rápido y llegó corriendo a la mesa. Su padre lo miró mientras él respiraba entrecortadamente, recuperándose de la carrera.

      —¿Ya estáis peleando otra vez? —Suspiró—. ¿Qué pasa esta vez?

      Chris frenó derrapando al lado de Oliver.

      —Nada —dijo rápidamente.

      De repente, Oliver notó una intensa sensación de pellizco en la cintura. Chris le estaba clavando las uñas. Oliver lo miró y vio el regocijo victorioso en su cara.

      Su padre parecía desconfiado.

      —No te creo. ¿Qué pasa aquí?

      El pellizcó se intensificó, el dolor se extendió hacia el costado de Oliver. Sabía lo que tenía que hacer. No había elección.

      —Solo decía —dijo, con un gesto de dolor— que esta noche no tengo mucha hambre.

      Su padre lo miró sin mucha energía.

      —Mamá ha estado trabajando como una esclava en los fogones por vosotros ¿y ahora dices que no quieres?

      Su madre miró por encima del hombro desde los fogones con un gesto herido.

      —¿Qué problema hay? ¿Ya no te gusta

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