Hunter (Joona Linna, Book 6). Lars Kepler
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En estas condiciones de desventaja, las familias están recibiendo demandas más contradictorias que nunca de la sociedad. Se espera que ellas sean el espacio del amor, de la humanización y de la intimidad en un contexto competitivo, deshumanizado, en que se quita cada vez más tiempo y espacio a la vida familiar y en que la publicitación de la intimidad es una de las estrategias que más “vende” en los medios de comunicación de masas. A las demandas tradicionales se agregan otras nuevas, la gente busca refugiarse en la familia cada vez más, desafiando su capacidad de contención y de apoyo. Exigidas al máximo y sin el necesario apoyo social, muchas veces las familias no resisten esta situación, generándose crisis, desorganización y desintegración.
También demandan crecientemente a la familia las políticas sociales, en muchos de cuyos programas se procura la participación activa de las familias considerando menos de lo necesario las dificultades que les plantea cualquier tipo de participación, especialmente cuando se ven exigidas simultáneamente desde diferentes sectores: educación, salud, etcétera.
Pero el tema de la falta de equidad lo encontramos no sólo en las relaciones entre familia y sociedad, sino también al interior de la familia y tiene su manifestación más extrema en la violencia intrafamiliar, que afecta fundamentalmente a las mujeres y a los niños.
El acto de violencia en que el hombre golpea a la mujer, o la mujer al hombre, es la manifestación máxima de falta de equidad y de respeto en la relación de la pareja humana, y como las principales víctimas son las mujeres, gráfica en términos extremos la situación de subordinación, subvaloración y marginación que aún hoy afecta a muchas mujeres en la sociedad chilena. La mujer golpeada se siente objeto de una injusticia y atropellada en su dignidad de persona. El acto de agresión, en el que el hombre la domina con su fuerza, genera en ella frustración, ira y temor. Al no poder esta ira ser expresada contra el agresor, se orienta con frecuencia hacia los hijos, conformando el círculo familiar de maltrato. Cuando la mujer logra exteriorizar su ira contra el hombre que la castigó, puede hacerlo con mucha fuerza, desencadenando episodios de gran violencia.
“La violencia doméstica en sus diversas manifestaciones –tortura corporal, acoso y violación sexual, violencia psicológica, limitación a la libertad de movimientos (esclavitud)– son claramente violaciones a los derechos humanos básicos. Ocultos bajo el manto de la privacidad de los afectos y del autoritarismo patriarcal durante siglos, comienzan a hacerse visibles en las últimas décadas. Obviamente, la violencia familiar tiene género: las víctimas son las mujeres en la relación conyugal, las niñas y en menor medida los niños en la relación filial y como víctimas de otros adultos. Ultimamente, además, se comienzan a hacer públicos los casos de violencia familiar hacia ancianos” (Jelin, 1997).
Si bien no alcanza el nivel de dramatismo de la violencia intrafamiliar, es una grave manifestación cotidiana de inequidad el recargo de trabajo que asume la mujer en relación al varón, especialmente cuando ella trabaja remuneradamente fuera del hogar, además de hacerse cargo de la casa y de la crianza de los hijos sin la necesaria ayuda de su marido.
Todo lo anterior es manifestación de una falta de adecuación de los roles familiares y de las relaciones de poder en la pareja a las nuevas características que asume la vida familiar en la modernidad. Urge un cambio en la forma como se están desempeñando los roles de género en la familia, a fin de erradicar la violencia en las relaciones familiares y lograr una mayor colaboración del varón en las tareas domésticas y de crianza, que sea la base de una mejor y más equitativa relación de pareja, lo que contribuirá a generar una mayor democratización de la vida familiar.
De lo contrario, la familia seguirá trasmitiendo y reforzando los patrones de desigualdad existentes entre los roles de género, que están fuertemente anclados en la cultura patriarcal y que se manifiestan claramente en el machismo.
1.6. Las familias pobres
Al analizar las relaciones entre familia y sociedad, la pobreza es un tema central por su impacto deteriorante en la vida familiar y porque afecta a un porcentaje muy importante de la población. A estas dos razones, debemos agregar el hecho de que al Trabajo Social se le asigna socialmente la atención de las familias pobres y de hecho ellas constituyen la mayoría de la población a la que atendemos y la que presenta mayores desafíos a nuestra intervención profesional. Si bien las familias de todos los estratos sociales tienen conflictos y necesitan en determinados momentos ayuda profesional, las familias pobres ven aumentados estos conflictos por su situación de pobreza y carecen de los recursos que a menudo otras familias tienen para enfrentar sus problemas.
También la pobreza debe ser visualizada en el contexto del proceso de modernización, porque no podemos seguir considerándola sólo en la forma tradicional, como el obstáculo clásico para el desarrollo, sino debemos entenderla como uno de los ejes internos del tipo de modernización vigente, que produce a la vez integración y exclusión, riqueza y pobreza. La pobreza es hoy el rostro duro y oscuro de la modernidad (Quezada, 1995).
Es por esto que en las políticas estatales de la mayoría de los países latinoamericanos, modernización y superación de la pobreza son dos conceptos clave. En Chile, el lema “desarrollo con equidad” refleja la meta gubernamental de avanzar en el crecimiento económico y mejorar la distribución del ingreso, superando la pobreza.
No obstante, los resultados de esta política son contradictorios. La economía chilena ha mostrado por casi una década condiciones de estabilidad y crecimiento sostenidos, junto con inflación controlada. Se han obtenido grandes logros en la disminución de la pobreza, pero a pesar de estos avances macroeconómicos, un porcentaje importante de la población permanece aún bajo la línea de pobreza. Es cierto que este porcentaje ha disminuido en los últimos años (aproximadamente de 30% a 18,5%, según la Encuesta CASEN 1998), pero al mismo tiempo se ha demostrado que los programas focalizados no logran cambiar la situación de la llamada “pobreza dura”, es decir de los más pobres entre los pobres.
La condición de pobreza consiste, según los economistas, en carecer de recursos bajo un cierto standard. La medición de la situación de pobreza se hace en base al ingreso monetario que permite alcanzar el valor de una canasta básica de alimentos. La población bajo la línea de pobreza comprende familias de grupos diversos: trabajadores de bajos ingresos, campesinos, pescadores, cesantes, mujeres jefes de hogar, madres solteras, ancianos, pueblos indígenas, etcétera.
Alvarez (1982) se pregunta cómo pueden las familias en condiciones de pobreza dar respuesta a las necesidades básicas y lograr el adecuado desarrollo físico y psíquico de sus hijos y afirma que si la familia no puede cumplir con las funciones que le asigna la sociedad, ella se transforma en un agente impulsor de futuras conductas antisociales. Y esto es válido no sólo para las familias de extrema pobreza, sino también para aquellas que, no estando en un estrato social tan deprivado, no alcanzan a cumplir el papel que la sociedad espera de ellas.
Efectivamente, señalamos ya que en épocas de crisis económica como las que afectan periódicamente nuestra región, se implementan políticas de ajuste y de reducción del gasto público, bajo cuyos efectos la pobreza se intensifica y numerosas familias que anteriormente no se encontraban en esta situación, pasan a integrarla. Sin contar con el necesario apoyo estatal para