Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra Ciudad
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Sin duda, algo de verdad habrá en estos conceptos, como lo hay en todo y como se encuentra siempre en las ideas de dominio vulgar. Ya decía Aristóteles en el libro I de su Metafísica que «el amigo de la filosofía lo es en cierta manera de los mitos, porque en el fondo de las cosas está siempre lo maravilloso». Y no es menos cierto que el poseer una coherente visión del Universo ha de producir en el ánimo del filósofo una serena beatitud, y, con ella, una independencia de las pasiones interiores y de la varia fortuna exterior, como pusieron de relieve los estoicos.
La filosofía es, sin embargo, la actividad más natural del hombre, y la actitud filosófica, la más propiamente humana.
Imaginemos a un hombre que salió de su casa y ha sufrido un accidente en la calle a consecuencia del cual perdió el conocimiento y fue trasladado a una clínica o a una casa inmediata. Cuando vuelve en sí se encuentra en un lugar que le es desconocido, en una situación cuyo origen no recuerda. ¿Cuál será su preocupación inmediata, la pregunta que enseguida se hará a sí mismo o a los que le rodean? No será, ciertamente, sobre la naturaleza o utilidad de los objetos que ve a su alrededor, ni sobre las medidas de la habitación o la orientación de su ventana. Su pregunta será una pregunta total: ¿qué es esto? O, mejor, una que englobe su propia situación: ¿dónde estoy?, ¿por qué he venido aquí?
Pues bien, la situación del hombre en este mundo es en un todo semejante. Venimos a la vida sin que se nos explique previamente qué es el lugar a donde vamos ni cuál habrá de ser nuestro papel en la existencia. Tampoco se nos pregunta si queremos o no nacer. Cierto que, como no nacemos en estado adulto sino que en la vida se va formando nuestra inteligencia, al mismo tiempo nos vamos acostumbrando a las cosas hasta verlas como lo más natural e indigno de cualquier explicación. A los primeros e insistentes ¿por qué? de nuestra niñez responden nuestros padres como pueden, y el inmenso prestigio que poseen para nosotros de una parte, y la oscura convicción que tiene el niño de no estar en condiciones de llegar a entenderlo todo, de otra, nos hacen aceptar fácilmente una visión del Universo que, en la mayor parte de los casos, será definitiva e inconmovible.
Sin embargo, si adviniéramos al mundo en estado adulto, nuestra perplejidad sería semejante a la del hombre que, perdido el conocimiento, amaneció en un lugar desconocido. Si este mundo que nos parece tan natural y normal fuera de un modo absolutamente distinto nos habituaríamos a él con no mayor dificultad. Llegada la inteligencia a su estado adulto suele, en algún momento al menos, colocarse en el punto de vista del no habituado, de su nesciencia profunda frente al mundo y a sí mismo. En ese instante está haciendo filosofía. Muchos hombres ahogan en sí esa esencial perplejidad: ellos serán los menos dotados para la filosofía; otros la reconocen como la única actitud sincera y honesta y se entregan a ella: estos serán —profesionales o no— filósofos.
La filosofía, pues, lejos de ser algo oscuro y superfluo situado sobre la sencilla claridad de las ciencias particulares, es el conocimiento que la razón humana reclama de modo inmediato y natural.
Para llegar a una más clara noción de lo que sea filosofía, tratemos de sentar y de comprender una definición de la misma. Aunque se han propuesto muchas definiciones de filosofía en los diferentes sistemas filosóficos, podemos atenernos a la definición clásica, en la que coincidirán casi todos los filósofos; ella nos servirá después para delimitar lo que es filosofía de lo que no lo es en el seno de los posibles modos de conocimiento humano:
Ciencia
de la totalidad de las cosas
por sus causas últimas,
adquirida por la luz de la razón.
Ciencia: Muchos de nuestros conocimientos no son científicos. Así el conocimiento que los hombres siempre tuvieron de las fases lunares, de la caída de los cuerpos. Así el que tiene el navegante de la periodicidad de las mareas, etc. Estos son conocimientos de hechos, vulgares, no científicos. Pero quien conoce las fases de la Luna en razón de los movimientos de la Tierra y su satélite, la caída de los cuerpos por la gravedad, las mareas por la atracción lunar, conoce las cosas por sus causas, esto es, posee un conocimiento científico. Para hablar de ciencia, sin embargo, hay que añadir la nota (o característica) de conjunto ordenado, armónico, sistemático, frente a la fragmentariedad de conocimientos científicos aislados. La filosofía es, ante todo, conocimiento por causas, esto es, no se trata de un mero conocimiento de hechos, ni tampoco de una explicación mágica —por relaciones no causales— de las cosas; y en forma coherente, unitaria, por oposición a cualquier fragmentarismo. Por ello Aristóteles definía a la ciencia —y a la filosofía, que para él se identifican— como «teoría de las causas y principios».
De la totalidad de las cosas: La filosofía no recorta un sector de la realidad para hacerlo objeto de su estudio. En esto se distingue de las ciencias particulares (la física, las matemáticas, las ciencias naturales), que acotan una clase de cosas y prescinden de todo lo demás.
Heidegger, un filósofo alemán existencialista, fallecido en 1976, empezaba uno de sus más memorables artículos destacando la angustia, la esencial insatisfacción que el hombre experimenta ante la delimitación que cada ciencia hace de su objeto propio: la física estudia el mundo de los cuerpos... y nada más; la biología, el mundo de los seres vivos... y nada más. Y se pregunta ¿qué se hace de los demás?, ¿qué del todo como unidad? El hombre en el mundo, como el que, en nuestro ejemplo, despierta en aquel medio desconocido, no puede satisfacerse con explicaciones parciales sobre los diversos objetos que le rodean. De esta visión de totalidad solo se hace cargo la filosofía, y en esto se distingue de cada una de las ciencias particulares.
Por sus razones más profundas: Cabría pensar, sin embargo, que, si de cada ciencia particular se diferencia la filosofía por la universalidad de su objeto, no se distinguiría, en cambio, del conjunto de las ciencias particulares, de lo que llamamos enciclopedia. Si las ciencias particulares se reparten la realidad en sectores diversos, el conjunto de las ciencias estudiará la realidad entera. Por otra parte, si cada ciencia se hace cargo de un sector de la realidad y todos los sectores tienen su correspondiente ciencia, no quedará ningún objeto posible para otro saber de carácter filosófico.
Para distinguir la filosofía de la enciclopedia debemos hacernos cargo antes de la distinción entre objeto material y objeto formal de una ciencia. Objeto material es aquello sobre lo que trata la ciencia. El objeto material de la enciclopedia (la totalidad de las cosas) coincide con el de la filosofía. Objeto formal es, en cambio, el punto de vista desde el que una ciencia estudia su objeto. Así la geología y la geografía tienen un mismo objeto material (Geos, la Tierra), pero distinto objeto formal, pues mientras a la primera le interesa la composición de las capas terrestres, la geografía estudia la configuración exterior de la Tierra; otro tanto sucede con la antropología, la psicología, la anatomía, la fisiología, que estudian todas al hombre desde distintos puntos de vista.
Así, cada ciencia, y la enciclopedia como suma de ellas, estudia sus propios objetos por sus causas o razones inmediatas, propias e inmanentes a ese sector de la realidad. La filosofía, en cambio, estudia su objeto por las razones últimas o más universales. Cada ciencia parte de unos postulados o axiomas que no demuestra, y ateniéndose a ellos trata su objeto. La filosofía, en cambio, debe traspasar esos postulados científicos y llegar a una visión coherente del Universo por sus razones más profundas. Las cosas se explican fácilmente unas por otras, lo difícil es explicar que haya cosas. Este problema, radical, sobre la naturaleza del ser y sobre su origen y sentido constituye el objeto formal de la filosofía, por el que se distingue del conjunto de las ciencias. La filosofía y la enciclopedia, en