Te veo. Teresa Driscoll
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«Habíamos quedado en que nos veríamos en el bar a las dos de la madrugada para tomar un taxi y volver al hotel. Pero no apareció…».
«Anna rompió el pacto, ¿vale? No dio señales de vida…».
«Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho. Ya os lo he dicho…».
Su madre había intentado tranquilizarla por lo del programa de televisión. La mujer del tren no podría hacer falsas acusaciones. En televisión no: serían difamaciones. «Está claro que es un bicho raro…».
Pero Sarah estaba muerta de miedo. ¿Y si aparecían nuevos testigos? Que estuvieran en el tren o en la discoteca.
Sarah evoca la reacción de su padre en el hotel Paradise de Londres. Al principio, ella se había negado a hablar con él. Habían pasado muchos años desde que sus padres se habían separado, y Sarah no había querido mantener ningún tipo de contacto con él. Sin embargo, con todo lo que había ocurrido, su madre le había pedido que fuera, y él se había puesto como una fiera cuando el inspector les había comunicado lo que había declarado la testigo.
«¿Me está diciendo que mi hija es una guarra?».
Así que Sarah se había quedado sentada antes de que empezara el programa, aterrorizada por lo que este pudiera revelar. En teoría, debería haber salido ya, porque iba a la granja a verlo con todos sus amigos. Pero, entonces, la habían asaltado los recuerdos:
La discoteca. El vacío en el estómago cuando había mirado la hora…
La discusión con Anna. «No me seas cría…».
El problema de no haberle contado a la policía toda la verdad era que, un año más tarde, a veces no era capaz de recordar con exactitud qué había dicho y qué no. Tenía mucho miedo de que removerlo todo de nuevo le hiciera meter la pata… y decir lo que no debía.
Así que se había metido en el baño con las pastillas y había avisado de que iba a darse un baño. No es que hubiera tomado la decisión de suicidarse. No quería hacer algo tan drástico, no todo era blanco o negro.
Solo quería disipar el pánico que le provocaba la espera hasta que se emitiera el programa de televisión, el no saber qué descubrirían. Solo quería que todo aquello desapareciera…
Ahora, mientras la enfermera la ayuda a incorporarse y le coloca almohadas en la espalda, aparece alguien nuevo junto a la cama. Es otra enfermera, que lleva un uniforme de un color distinto. Es mayor, parece tener un cargo superior y está hablando con su madre. Ese susurro no augura nada bueno. Dicen algo sobre los análisis…
—No quiero asustarla, pero el doctor quiere hablar con usted.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Lo mejor es que venga conmigo, señora Headley.
Capítulo 8
El detective privado
De camino a Cornualles, Matthew llama dos veces a casa.
—Solo son contracciones de Braxton Hicks, Matt, nada más. Te llamaré si hay alguna novedad. Estoy bien.
—Puedo volver. ¿Prefieres que me quede en casa? ¿Por si te preocupan, aunque sea un poco?
—Estoy bien.
Sally está de ocho meses e insiste en que no hay que alarmarse por las contracciones preparto. Que son completamente normales. Con todo, a Matthew ya nada le parece normal. Todo se le antoja anormal de forma alarmante desde que vivió la experiencia surrealista de las clases de preparto. Madre mía. ¿Por qué sus amigos no lo habían avisado?
«¿Estás segura de que no prefieres una cesárea, Sal? Hay quien dice que es más seguro, ¿eh? Y hoy día no hay nada de malo en decirlo, no es algo de lo que avergonzarse».
«¿Estás asustado, Matt? Lo siento. No se me caen los anillos por tener que empujar. Además, ya es un poco tarde para echarse atrás».
Habían mantenido esta conversación entre susurros mientras Sal estaba sentada en una esterilla de yoga y embutida en unos pantalones de chándal grises y una camiseta negra y Matt seguía las instrucciones para darle un masaje en la espalda y pensaba en lo mona y, a la vez, un pelín ridícula que estaba allí. Por detrás, seguía teniendo la misma silueta esbelta… excepto por el enorme globo que le henchía la camiseta.
Sal era la envidia de la clase. «¿Cómo es posible que no estés toda hinchada?». Las otras le enseñaban cómo se les habían inflado los tobillos y las piernas, y se pellizcaban la grasa que se les acumulaba en la espalda y los brazos.
«Pues no tengo ni idea; como más que una lima».
Y no mentía. Matthew nunca había visto a su mujer comer como si tuviera que hibernar. A medianoche se preparaba sándwiches de palitos de pescado con mayonesa y pepinillos picados. Últimamente, el hedor de los pedos que se tiraba lo dejaba patidifuso.
«Vete al cuerno, Matt. Yo no me tiro pedos. Soy una diosa embarazada».
Matthew vuelve a echarle un ojo al teléfono y sonríe. Lo cierto es que, ahora, Sal incluso se tira pedos durmiendo.
Ve que tiene buena cobertura, pero no ha recibido ningún mensaje. ¿Quizá podría llamarla otra vez?
No. «Tranquilízate, tío». La segunda llamada la había irritado un poco. No va a pasar nada. Ya falta poco.
Matthew mira el GPS —le falta menos de medio kilómetro para llegar a la granja de los Ballard— y toma un desvío hacia una zona de descanso. A estas horas, Mel ya debe de estar en el despacho. Perfecto.
La sargento Melanie Sanders —quien, con un poco de suerte, pronto será la inspectora Melanie Sanders— es la mejor colega que Matthew conserva de cuando formaba parte del cuerpo de policía. Hubo una época, hace un millón de años, en la que él estaba colgado de Melanie y le hubiese gustado que hubiera algo más entre ellos. Pero aquello había pasado a la historia. Matthew se lo había contado todo a Sal antes de empezar a salir con ella.
No. Eso no era del todo cierto. No le había dicho que todavía tenía una sensación extraña en el estómago cuando hablaba con Mel. No era deseo. Ya no sentía esas cosas por ella. Solo era una emoción que le recordaba a otra época, a otra versión de sí mismo.
Lleva tres años fuera del cuerpo y Matthew no soporta tener que admitir que todavía le está costando acostumbrarse.
Pulsa el botón que conecta el panel de control con el móvil y escucha cómo marca el número y suena.
—Sargento Melanie Sanders.
—¿Cuántos cafés llevas?
—¿Matt?
—Si todavía no te has tomado el segundo, cuelgo y vuelvo a llamar.
Ella se ríe.
—Espero