Te veo. Teresa Driscoll
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—Sí, como siempre, Matt. Yo te ayudo y luego me beneficio de volverte a ayudar.
Ahora es él quien se echa a reír.
—No, en serio. ¿Estás al día sobre el caso de desaparición de la hija de los Ballard?
—Solo con el tema del enlace con la familia. Les han asignado a una de nuestro equipo, a Cathy. Los londinenses nos ponen al día cuando les da por tomarse la molestia, algo que no pasa muy a menudo. Que esto quede entre nosotros, pero el inspector que lleva el caso es un señorito de cuidado. ¿Por qué lo dices?
—¿Sabes si alguien de la familia tiene antecedentes? ¿La madre y el padre están limpios?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Por nada en particular.
—Espero que no estés metiendo las narices en un caso abierto otra vez, Matt, que ya sabemos cómo…
—No te preocupes. Si tengo algo que decirte, te juro que…
—Sí, claro, con la boca pequeña.
—Pero si ya me conoces.
Se quedan callados un momento.
Siempre que colaboran de esa manera, Melanie intenta convencerlo de que se lo vuelva a pensar. De que vuelva al cuerpo. Ella cree que todavía puede, a pesar de todo lo que ha pasado, y le promete que cuando la asciendan, intentará solucionarlo y convencerlo. Pero Matt siempre se lo toma a broma y terminan llegando a ese silencio, a ese punto muerto. A un acuerdo tácito. Ella cree que está malgastando su talento. Y a él le asusta darle demasiadas vueltas.
—Vale, esto que no salga de aquí, Matt, pero parece que el matrimonio de los padres no pasa por su mejor momento. No me sorprende. Pero todos tienen coartadas. Solo tenemos órdenes de echarles un ojo solo. El inspector que lleva el caso, quien, por cierto, es un imbécil que va de superior, está centrado en encontrar a los chavales del tren. No lo cuentes, pero hemos tenido el follón de siempre al contactar con nuestros colegas europeos.
—Así que… ¿han salido del país?
—Es lo más probable, porque aquí no hemos encontrado nada, ni una sola pista. Los informes forenses no nos sirven ni hay nada que pueda ser de utilidad en las grabaciones de las cámaras de seguridad. Los londinenses están un poco susceptibles. Han tardado demasiado en controlar las fronteras. Pero parece que el programa del aniversario ha conseguido algunas llamadas. No nos han dicho casi nada, pero intentaré enterarme de algo, espero que pronto. ¿Por qué?
—Por nada. A ver si quedamos para tomar un café pronto. Te enviaré un mensaje.
—O sea, que vuelves a estar metido en un caso abierto.
—¿Moi?
Melanie se ríe.
—Entendido. Por cierto, antes de que cuelgues, ¿cómo está Sal?
—Se tira unos pedos que apestan a pepinillo. Te lo digo en serio: el embarazo no huele nada bien. Ahora en serio, está genial. Está igual de preciosa y tranquila que siempre, pero lo de los pepinillos es jodido. Pronto te mandaré un mensaje para lo del café.
Ella sigue riéndose cuando él cuelga, y vuelve a comprobar la hora en el GPS.
* * *
La granja de los Ballard se erige al final de una carretera de un solo carril y de casi un kilómetro de largo. Es como seguir el camino de las baldosas amarillas: la extraña superficie de cemento de color arenoso se alza sobre la tierra, que asoma por cada lado, lo que hace pensar a Matthew en cómo se las va a apañar si se encuentra con un vehículo de cara. Solo hay dos apartaderos en todo el recorrido. Matthew le tiene bastante cariño al coche, y se imagina los daños que recibiría su vehículo si una rueda se saliera por uno de los lados de la plataforma de cemento. Podría ser catastrófico.
Así que es a esto a lo que se refiere la gente cuando dice que vive apartada.
Al llegar al final de la calzada, por fin, encuentra la casa. Es impresionante: la fachada es enorme, la entrada principal se alza sobre unos escalones justo en el centro, hay ventanas a cada lado y está decorada por una enredadera espléndida —sin duda, debe de ser un ejemplar magnífico en época de floración, aunque el detective no es jardinero y no reconoce qué especie es—. La carretera de acceso, tan deficiente, se ensancha hasta convertirse en una entrada en condiciones, con una pequeña rotonda, un jardín increíble en uno de los lados y un segundo camino que conduce a los establos que hay a lo lejos. Matthew aparca bajo un árbol que se yergue frente la puerta principal y se mete las llaves en el bolsillo. Aquí no hace falta cerrar el coche.
La señora Ballard abre la puerta, qué alivio. Para no romper con el cliché, lleva puesto un delantal de flores. Matthew se siente culpable al instante: se ve obligado a mirarla a los ojos.
—Si es usted periodista, no tenemos nada más que decirles hasta que se celebre la vigilia.
—No soy periodista, señora Ballard. ¿Le importa si hablamos dentro?
A veces funciona. Usar un tono autoritario y con confianza, como si tuviera derecho a estar allí.
—¿Quién es usted?
Aunque no siempre.
—Soy detective privado, señora Ballard, y estoy investigando algunos asuntos relacionados con la desaparición de su hija.
Su expresión cambia de inmediato. De la cautela pasa por la sorpresa y termina con una nueva esperanza tan infundada que provoca que Matthew vuelva a sentirse culpable.
—No lo entiendo. Un detective privado… ¿Por qué está involucrado?
—Sería mejor que habláramos dentro, si es posible.
Se quedan de pie en el vestíbulo, nerviosos, mientras Matthew observa los jarrones con flores, hay al menos cuatro amontonados sobre una mesa estrecha situada bajo un espejo grande.
—Ojalá la gente no enviara más. Flores, digo. Pero sé que lo hacen con buena intención. Se ha organizado una vigilia con velas para señalar el aniversario… —Se aclara la garganta. Se recompone—. Bien, usted dirá, señor…
—Hill. Me llamo Matthew Hill.
—¿Está investigando la desaparición de mi hija por su cuenta? ¿Se puede saber por qué lo hace? Hay un equipo entero en Londres que trabaja en el caso. ¿Lo ha contratado mi marido?
—No, señora Ballard. Contactó conmigo otra persona a quien también afecta esta investigación, alguien que está recibiendo cartas desagradables. Estoy intentando que eso no vuelva a pasar, con el fin de que los recursos puedan destinarse a lo que realmente hay que dedicarlos: a encontrar a su hija.
—¿Cartas desagradables?
—¿Le importa si nos sentamos un momento?
La señora Ballard se queda quieta: le está dando vueltas. Finalmente, lo conduce a la cocina. La estancia es otro cliché: tienen una enorme Aga azul, la típica cocina inglesa de hornos, cubierta con calcetines que se están secando.