Te veo. Teresa Driscoll

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que usted no ha recibido cartas desagradables, ¿verdad?

      —No, ninguna. De hecho, solo me han llegado cartas amables de desconocidos. Algunas sí que eran raras, la verdad, pero no hemos recibido nada que haya sido una molestia o un problema. Se las enseñamos todas a la agente de enlace, Cathy. Todavía estamos en contacto con ella con regularidad. Dígame, ¿quién está recibiendo estas cartas desagradables? Espero que no sea Sarah. ¿Sabe que está en el hospital?

      —¿La amiga que viajaba con su hija?

      —Sí, he ido a verla esta mañana. Al hospital. Están esperando los resultados de las pruebas. Es horroroso, ¡horroroso! Su madre está destrozada. Bueno, todos. Como si no fuera suficiente todo lo que ha pasado. Entonces, ¿es eso? ¿Le están enviando cartas desagradables a Sarah?

      —No, a ella no. —Matthew clava los ojos en los de Barbara Ballard: busca algún ápice de inquietud, pero no encuentra nada. La señora Ballard no aparta la mirada, que tan solo refleja el dolor de su tormento.

      —Sé que esto será difícil para usted, señora Ballard. Pero las cartas… se las están mandando a la testigo del tren. A Ella Longfield.

      —Ah. —Su actitud cambia enseguida, igual que el tono—. A esa.

      —Sí. La señora Longfield me ha puesto al tanto de la opinión que le merece, y le aseguro que no es mi intención causarle más sufrimiento al haber venido. Pero Ella quiere dejar de recibir esas cartas sin tener que involucrar a la policía. No quiere distraerlos del objetivo principal, que es encontrar a Anna.

      —Ya es un poco tarde para eso.

      —Lo siento.

      Ella se encoge de hombros y lo mira de hito en hito con actitud desafiante.

      —Entiendo que esto debe de ser durísimo para usted, señora Ballard. Pero yo mismo fui agente de policía. Tienen personal muy capaz que está haciendo todo lo posible, se lo aseguro. Además, luego está el programa del aniversario. La cobertura televisiva de un caso suele ayudar…

      No pica el anzuelo.

      —Mire, sobre lo de las cartas… sean como sean, lo mejor es que hable con mi marido —dice, mientras se levanta—. A veces no oye el móvil y la cobertura aquí es regular, pero, si quiere, puedo intentar llamarlo.

      —No es necesario que lo moleste. ¿Seguro que no sabe quién podría estar enviando esas cartas a la señora Longfield? Quizá alguien del círculo familiar haya estado alterado en especial… O haya hablado mal de ella… Sobre lo que…

      —Todo el mundo está alterado, señor Hill. Mi hija sigue desaparecida. La vigilia es mañana. Y, ahora, si me disculpa… —Ha recobrado, aunque tarde, la compostura, pero se ha olvidado de la buena educación cuando, al parecer, se ha dado cuenta de que nada la obliga a seguir hablando con él.

      Matthew sabe por experiencia que llegar a esa conclusión normalmente acaba dando paso al enfado.

      El detective le ofrece su tarjeta y ella la acepta, aunque duda un segundo antes de metérsela en el bolsillo del delantal.

      —¿Ha comunicado al equipo policial lo de estas cartas desagradables? —La señora Ballard sigue sin apartar la mirada.

      —¿Por qué lo pregunta?

      No le responde.

      —Bueno, si se entera de algo que pueda ser relevante, llámeme. ¿Lo hará?

      Ella asiente con la cabeza.

      —El problema es que la señora Longfield tendrá que hablar con la policía si no deja de recibir estas cartas. Y no es lo que ella quiere. Está convencida de que su familia ya tiene suficiente de lo que preocuparse, señora Ballard.

      —Ah, ¿sí? Vaya.

      Matthew aprieta los labios y se despide.

      Fuera, nota los ojos de la señora Ballard clavados en él mientras arranca el coche y hace un cambio de sentido antes de volver a meterse en esa carretera estrechísima.

      Comprueba la pantalla del manos libres. Sal no le ha mandado nada. Se dice a sí mismo que no puede mirar atrás, que tiene que seguir dominando la situación.

      Y, después, conduce con sumo cuidado y trata, con todas sus fuerzas, de olvidar los ojos de Barbara Ballard.

      Capítulo 9

      El padre

      Henry divisa el coche que se acerca a la casa mientras está vigilando a las ovejas en el campo más elevado y desprotegido de la granja. El viento aquí arriba es virulento, por eso Henry se sube la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla sin dejar de observar la casa ahí abajo.

      Esta parte de la granja siempre ha supuesto un problema logístico. Es complicado acceder a ella sin la ayuda de un quad, y la relación de Henry con este tipo de vehículos por las colinas siempre ha sido complicada. Ha estado a punto de volcar muchas más veces de las que le ha contado a Barbara. En una ocasión, cuando iba por una de las pendientes más empinadas, pensó que, con la velocidad, el dichoso cacharro iba a dar una vuelta de campana. Se le levantaron dos ruedas del suelo y notó cómo cambiaba el peso. Es tal y como lo cuentan: en un momento fugaz se había imaginado cómo se las iban a apañar cuando él ya no estuviera.

      El eco vuelve a resonarle en la cabeza.

      La voz de Anna.

      «Me das asco…».

      Aquel día con el quad se había asustado tanto que había vuelto corriendo a casa y se había metido directo en el despacho, justo al lado del cuarto de los zapatos, y había contratado por internet un aumento de la cobertura de su seguro de vida. Poco más tarde, aquello había provocado que Barbara y él tuvieran una discusión muy acalorada.

      «No podemos permitirnos aumentar el seguro de vida, Henry. Y, de todas formas, ¿por qué lo has hecho? No seas tan morboso».

      Le había prometido que cancelaría el aumento de la cobertura, pero en el fondo estaba reflexionando sobre si debía reconsiderar la oferta de una granja vecina para comprarle aquellos campos impracticables, ya que a ellos les iba mejor para el ganado. Sin embargo, era una cuestión de orgullo. Todavía hacía ver que era un granjero como Dios manda y no un administrador de alquileres turísticos.

      Ahora observa el coche mientras se aleja; está claro que la carretera de acceso pone nervioso al conductor: se lo está tomando con calma. No, Henry ha decidido que no venderá ni dará en usufructo ninguna otra parcela de la tierra que su padre y su abuelo se esforzaron tanto por conseguir. ¿Qué más da si la parte turística tiene más sentido sobre el papel? Los alquileres de vacaciones. El camping. En el fondo de su corazón, él sigue siendo un granjero. Por eso no deja de pensar en las pocas ovejas y el ganado que tiene y también en el aumento del seguro de vida, que sigue vigente.

      No ha reconocido al hombre que acaba de salir de casa. Era alto y delgado, pero estaba demasiado lejos como para verle la cara. Durante un momento, Henry se plantea si será alguien de la policía, y nota la descarga de adrenalina que ya le es tan familiar.

      Ha pasado un año y, al contrario

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