Te veo. Teresa Driscoll
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Henry inspira el aire frío mientras evoca la imagen de Anna en el centro de sus amigos, y cierra los ojos.
«Me das asco…».
Henry dedujo que la policía no querría las fotos, y así fue. Solo querían el vídeo. Cuando le dijo a Jenny que la policía le quería dar las gracias —y también papá y mamá— por el tiempo que había dedicado a buscarlas, a encontrarlas, sus ojos volvieron al que era su estado habitual desde hacía un tiempo: distantes.
—Vamos, Sammy, ha llegado el momento.
Mientras se quita las botas de agua en el cuarto de los zapatos, Henry oye que su mujer está gritando para que se la oiga desde el piso de arriba.
—¿Estás segura de que no quieres verlo con nosotros, Jen? ¿Aquí abajo? A papá y a mí no nos convence que… Ay, espera, creo que… Papá ha vuelto.
Este entra en la cocina en calcetines.
—Bueno, Henry. He puesto el canal y lo he preparado todo para grabarlo. El productor está en el estudio, y me ha dicho que se pondrá en contacto con nosotros para informarnos de las llamadas que reciban.
—Perfecto, muy bien.
—Jennifer sigue diciendo que quiere verlo en su habitación, pero no me hace ni pizca de gracia, Henry. ¿Puedes hablar otra vez con ella?
—Como quieras. Pero ya he hablado con ella esta mañana, cielo, y…
—Es que no tiene ni por qué verlo, si no quiere. Ya se lo he dicho. Pero si se anima, no quiero que esté sola. No entiendo por qué no quiere verlo con nosotros. Deberíamos estar todos juntos. ¿No crees? Deberíamos verlo juntos, como una familia.
Henry se pregunta si debería expresar lo obvio: que ya no son una familia. Examina el rostro de su mujer con atención y baja la voz hasta que es casi un murmullo.
—Jenny no quiere tener que vernos la cara, cariño. —La suya. La de Barbara.
—¿La cara? —La expresión de Barbara cambia mientras da vueltas a las palabras durante unos segundos. Se contempla en el espejo del salón y se vuelve enseguida hacia él—. ¿Es eso lo que te ha dicho?
—No hace falta que me lo diga, cielo.
Henry continúa observando a su mujer con mucha atención, mientras espera a que termine de asimilarlo del todo. Se obliga a mirarla de hito en hito. Sabe exactamente por qué es tan complicado para Jenny: a él le ocurre lo mismo. No es fácil ser testigo de la profundidad de lo que han vivido, oscura y espantosa, escrita en los ojos de Barbara. Todo el día. Día tras día. No importa lo mucho que se esfuerce por maquillarlo con esperanza y sonrisas para Jenny. Ni con los recortes de las personas desaparecidas que al final han encontrado. Ni con el sinfín de pasteles.
—Aun así, ¿hablarás con ella? ¿Antes de que lo emitan?
Tiene los ojos clavados en el suelo.
Henry da un paso hacia su mujer y le da un beso en la frente. Lo hace porque debe, pero no la toca: es consciente de las normas, de los límites. Han dejado el contacto físico en suspenso, de momento, pero quizá no lo retomen jamás.
—Bueno, primero voy a lavarme las manos. Y sí, después hablo con ella.
Jenny está sentada en el suelo de la habitación, rodeada de trocitos de papel, revistas y álbumes de fotos antiguas.
—Mamá me ha pedido que hable contigo. —Henry observa los álbumes. Hay muchas fotografías de las dos hermanas mientras crecían. En una llevaban vestidos idénticos de damas de honor. En otra, salían el primer día de instituto. Por supuesto, la mayor parte de las fotos más recientes ya son digitales, pero Jenny había impreso un montón de sus favoritas cuando un año se le había estropeado el portátil y había perdido las fotos de todo un verano. Ya las había borrado de la cámara. No pudo recuperarlas.
—No pasa nada. Les he pedido a Paul, a Sarah y a Tim que vengan. ¿Os importa? A ver, que mamá tiene razón. Sería demasiado duro tener que verlo sola. Pero no puedo verlo con mamá, es que no puedo.
—Ah, vale. Hablaré con ella ahora. Ostras. —Consulta el reloj—. Lo que pasa es que precisamente esta noche quizá tu madre no se sienta cómoda con tanta gente en casa.
—Jo, venga, papá. No son gente cualquiera. Son mis amigos.
Henry aprieta los labios. Todavía falta una hora y media para que empiece el programa. Inspira hondo mientras trata de plantearse su reacción antes de lidiar con la de su mujer.
Barbara se pondrá a preparar comida. Sándwiches, pastelitos… Ese tipo de cosas. No se quedará quieta.
Sin darse cuenta, vuelve a mirar el reloj. Quién sabe, tal vez estar ocupada pueda ayudar a Barbara, así se distrae.
Le sorprende que Margaret, la madre de Sarah, no quiera que su hija se quede en casa para protegerla. Sarah ha sufrido mucho. Hay muchas preguntas sin respuesta. Todavía nadie acaba de entender la historia de cómo las dos amigas se habían separado en Londres, y hay quienes la culpan a ella.
En el fondo, a Henry no le parece tan mal. Es mejor que la gente se centre en Sarah…
En el piso de abajo, Barbara coloca los últimos platos en el lavavajillas mientras él le explica el nuevo plan para esta noche.
—Ah, bueno, vale…
—Dime, ¿qué opinas? ¿Te parece bien? El hecho de tener la casa llena, quiero decir. Supongo que Jenny tendría que habérnoslo consultado antes, pero no he querido reprochárselo. Hoy no.
Barbara se seca las manos en el delantal y se deshace el lazo de la espalda.
—No creo que sea una buena idea, Henry. Tengo un presentimiento. Es decir, sé que están muy unidos… o lo estaban. —Se yergue mientras respira hondo.
Henry espera y el silencio se alarga. Ninguno de los dos ya no sabe qué tiempo verbal utilizar.
—Pero es que últimamente todos hemos tenido los nervios a flor de piel —dice, mientras se saca el delantal por la cabeza—. Jenny también. No sé si esto va a ser de ayuda. Al menos, no para Jenny. Y no quiero que haya problemas, esta noche no.
—Pues parece que es lo que Jenny quiere. —Henry no aparta la mirada de su mujer.
—No tengo claro que ni ella misma sepa lo que quiere, no más que nosotros. —Suspira—. Va, es igual. Dile que sí. —De repente, Barbara lanza el delantal sobre la encimera—. Será horrible, haya quien haya en casa.
La conversación se ve interrumpida por un golpe sordo en el piso de arriba. Jenny está pateando el suelo de la habitación, que está justo encima de la cocina, mientras grita por el móvil. No entienden qué dice hasta que oyen: «Ay, madre, no. Por favor… no».