Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– Señor, es usted muy amable viniendo a ver a una pobre enferma – dijo Ana Pavlovna.
Pedro murmuró algo incomprensible y continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente, saludando a la pequeña Princesa. Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estas palabras:
– ¿No conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante.
– He oído hablar de sus proyectos de paz eterna. Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible que…
– ¿Cómo? – dijo Ana Pavlovna por decir algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueña de la casa.
Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por qué consideraba una fantasía los proyectos del abate.
– Ya hablaremos después – dijo Ana Pavlovna sonriendo, y, deshaciéndose del joven, que no tenía ningún hábito cortesano, volvió a sus ocupaciones de anfitriona, escuchándolo y mirándolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el momento en que la conversación languideciera. Como el encargado de una sección de husos que, una vez ha colocado a los obreros en sus sitios, paséase de un lado a otro y observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos, corre, se para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana Pavlovna, moviéndose en el salón, tan pronto se acercaba a un grupo silencioso como a otro que hablaba demasiado, y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la máquina de la conversación, que funcionaba con un movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas atenciones, veíase que temía sobre todo algo por parte de Pedro. Mirábale atentamente cuando le veía acercarse y escuchar lo que se decía en torno a Mortemart, o se dirigía al otro grupo en que se encontraba el abate. Para él, educado en el extranjero, esta velada de Ana Pavlovna era la primera que veía en Rusia. Sabía que se encontraba reunida allí la flor y nata de San Petersburgo, y sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Tenía miedo de perder la inteligente conversación que hubiera podido escuchar. Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los reunidos, esperaba a cada instante algo extraordinariamente espiritual. Por último se acercó a Morio. La conversación le pareció interesante; se detuvo y esperó la ocasión de expresar sus pensamientos tal como a los jóvenes les gusta hacerlo.
III
La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el Abate. En otro, constituido por jóvenes, encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la pequeña princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrábanse el vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna.
El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerábase una celebridad, pero que, por buena educación, permitía modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de él. Como un buen maître d’hotel que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazaría si lo viese en la sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero al Vizconde y después al Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablábase del asesinato del duque de Enghien. Decía el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su magnanimidad, y añadía que la cólera de Bonaparte tenía un especial motivo.
– ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde – dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase sonaba un poco a Luis XV -. Cuéntenos eso, Vizconde.
El Vizconde se inclinó en señal de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el círculo en torno al Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.
– El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor – bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados -. El Vizconde es un parfait conteur- dijo a otro -. ¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena compañía! – añadió a un tercero.
Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el más elegante y ventajoso aspecto para él, como un rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura.
– Venga usted aquí, querida Elena – dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más lejos, formaba el centro del otro grupo.
La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que había entrado en el salón. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, según la moda de la época, y con su gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de coquetería, sino que, al contrario, parecía que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía victoriosamente sobre los demás una influencia demasiado fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.
– Es espléndida – decían todos los que la veían.
El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba ante él y le iluminaba con su invariable sonrisa.
– Señora, me siento cohibido ante tal auditorio – dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.
La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba sonriendo. Durante toda la conversación permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneo brazo, que se deformaba por la presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía más espléndido, sobre el que descansaba un collar de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narración producía efecto, contemplaba a Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión que la de la fisonomía de la dama de honor, e inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantó ante la mesa de té.
-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿en qué piensa? – dijo dirigiéndose al príncipe Hipólito -. ¿Tiene usted la bondad de traérmela?
La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa alegremente.
– ¡Vaya! – dijo, y pidió permiso para reanudar su labor.
El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentóse cerca de ella.
El Vizconde contó muy gentilmente la anécdota entonces de moda. El duque de Enghien había ido a París de incógnito para verse