Historia de dos ciudades. Charles Dickens

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Historia de dos ciudades - Charles Dickens

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tuvisteis la desgracia de permanecer largos años preso, sin haber sido juzgado ni acusado, en vuestro país natal, doctor Manette?

      —En efecto, estuve preso mucho tiempo.

      —¿Acababais de ser puesto en libertad, cuando hicisteis aquel viaje?

      —Así me lo dijeron.

      —¿No recordáis nada?

      —Nada absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo.

      Se presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad esperando a otra persona.

      En aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la mayor atención y se volvió para preguntar al testigo:

      —¿Estáis seguro de que era este mismo hombre?

      —Completamente —contestó el testigo.

      —¿No pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho?

      —Habría tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el caso.

      —Pues, entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor señalando al que acababa de entregarle el papel,— y luego mirad al preso. ¿No creéis que se parecen como dos gotas de agua?

      En efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos.

      Inmediatamente el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la que tenían a la vista.

      A continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más perfectos sinvergüenzas que existieron en la tierra después del traidor judas; que el virtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y digno de él. Que aquellos dos bandidos y perjuros habían acusado falsamente al prisionero, francés de nacimiento, que por asuntos de familia se veía obligado a ir con frecuencia a Francia, aunque estos asuntos, por ser de naturaleza especialísima y personal, no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido.

      Declararon, entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso.

      Mientras tanto el señor Carton, y a excepción del momento en que tendió el papel al defensor del acusado, no había separado sus ojos del techo, ni siquiera, tampoco, cuando todo el mundo se fijó en él para comparar sus facciones con las del acusado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros lo que ocurría a su alrededor, hasta el punto de que fue el primero en advertir que la señorita Manette caía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó a un guardia que acudiese a socorrerla.

      La concurrencia demostró su simpatía a la joven y a su padre y apenas se fijó en que el jurado se retiraba a deliberar. Al poco rato se presentaba nuevamente manifestando que no se habían puesto de acuerdo y que deseaban tratar de nuevo acerca del caso.

      Esto causó, naturalmente, la mayor sorpresa, pues no era cosa que ocurriese con frecuencia. La vista había durado todo el día y fue preciso encender las luces de la sala.

      Circularon rumores de que el jurado tardaría en tomar un acuerdo y muchos espectadores se retiraron para comer algo, en tanto que el acusado fue llevado al extremo de la barra, donde tomó asiento.

      Entonces el señor Lorry se acercó a donde estaba Jeremías, diciéndole:

      —Podéis ir a tomar alguna cosa, si queréis. Cuidad de volver cuando regrese el jurado, porque entonces es cuando os necesitaré.

      Al mismo tiempo le dio un chelín y en aquel momento el señor Carton, que había abandonado su asiento, tocó en un hombro al señor Lorry.

      —¿Cómo se encuentra la señorita?

      —Está muy angustiada —contestó el señor Lorry,— pero parece que está mejor.

      —Voy a decírselo al prisionero, pues no está bien que le hable un caballero tan respetable como vos.

      En efecto, el señor Carton se acercó al preso y lo llamó.

      —Señor Darnay, espero que deseará usted tener noticias de la señorita Manette. Se encuentra mejor.

      —Siento mucho haber sido la causa de su indisposición. ¿Tendrá usted la bondad de decírselo así? —contestó el preso.

      —No hay inconveniente.

      —Muchas gracias —le contestó el acusado.

      —¿Qué espera usted, señor Darnay? —le preguntó Carton.

      —Lo peor.

      —Hace usted bien, puesto que será lo más probable. Sin embargo, parece dar alguna esperanza el hecho de que el jurado no se haya puesto todavía de acuerdo.

      Jeremías Roedor, que había estado escuchando la conversación con el mayor interés, se alejó extrañado de que aquellos dos hombres fuesen tan absolutamente parecidos.

      El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se sentó en un banco y estaba ya a punto de dormirse cuando entró el público en la sala y oyó una voz que le llamaba.

      —¡Jeremías!

      —Aquí estoy, señor —contestó a su principal.

      El señor Lorry extendió el brazo y le entrego un papel.

      —Id a llevarlo volando. ¿Lo tenéis?

      —Sí, señor.

      En el papel había escrito una sola palabra. “Absuelto.”

      —Si esta vez hubiese

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