Historia de dos ciudades. Charles Dickens
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A medida que avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubría el cielo de nubes y las ideas del señor Lorry parecían obscurecerse también. Cuando ya fue de noche y se sentó nuevamente ante el fuego, en espera de la cena, su imaginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, distraídamente, miraba los carbones encendidos.
Una botella de clarete a la hora de la cena no perjudica ningún cavador, y cuando ya el señor Lorry se disponía beber el último vaso, resonó en el exterior un ruido de ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa.
—Debe de ser la señorita —se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios.
Pocos minutos después, llegó el camarero a anunciarle que la señorita Manette acababa de llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vería al caballero de la casa Tellson.
El caballero se bebió el vaso de vino, y después de ajustarse la peluca siguió al camarero, a la habitación de la señorita Manette. Esta era sombría y tétrica, pues sus paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que también tenían los muebles.
Las tinieblas de la estancia eran tan densas que, al principio, el señor Lorry no creyó que allí estuviera la señorita a quien debía ver, hasta que la divisó ante él, junto al fuego y débilmente alumbrada por dos velas. La joven parecía no tener más de diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los cabellos dorados, unos hermosos ojos azules y la frente despejada e inteligente. Y cuando el caballero fijó sus ojos en ella, pareció recordar a la niñita a quien llevara en sus brazos muchos años antes, en un viaje a través de aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se desvaneció en seguida y el caballero se inclinó ante la señorita.
—Tened la bondad de sentaros, caballero —exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acento extranjero.
—Os beso la mano, señorita —exclamó el señor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándose en el lugar que le indicaran.
—Ayer, caballero, recibí una carta del Banco, informándome de que se había sabido… o descubierto…
—La palabra es lo de menos, señorita.
—Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi padre… al que nunca conocí… ¡Hace tantos años que murió!…
El señor Lorry se revolvió inquieto en la silla.
—Y que hace necesario mi viaje a París, donde había de ponerme en relación con un caballero del Banco, enviado allí con este objeto.
—Soy yo mismo.
La joven le hizo una reverencia y el caballero se inclinó a su vez.
—Contesté al Banco, caballero, que si se consideraba necesario mi viaje a Francia, toda vez que soy huérfana y no tengo quien me acompañe, por lo menos, deseaba estar bajo la protección de este caballero. Según supe, él había salido ya de Londres, pero creo que le mandaron un mensajero para rogarle que me esperase.
—Me considero feliz de haber sido honrado con el encargo y más me complacerá llevarlo a cabo.
—Os doy las gracias, caballero —contestó la joven.— Os estoy muy agradecida. Me anunciaron en el Banco que el caballero me explicaría todos los detalles del asunto y que debo prepararme para oír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qué se trata.
—Naturalmente —contestó el señor Lorry.— Yo…
Después de ligera pausa añadió, ajustándose mejor la peluca:
—Es muy difícil empezar.
Y se quedó silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente.
—¿No nos habremos visto antes, caballero? —preguntó la joven.
—¿Lo creéis así? —exclamó sonriendo el señor Lorry.
Ella permaneció silenciosa, sin contestar y el caballero añadió:
—En vuestra patria de adopción, señorita, supongo que desearéis que os trate como si fueseis inglesa.
—Como gustéis, caballero.
—Señorita Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no ver en mi otra cosa que una máquina que habla, porque, en realidad, no seré otra cosa. Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, señorita, la historia de uno de nuestros clientes.
—¿Una historia?
—Sí, señorita, de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos clientes a todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francés; un hombre de ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor.
—¿De Beauvais?
—Sí, señorita, precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre, este caballero era de Beauvais. Y, también como el señor Manette, vuestro padre, el caballero en cuestión era muy conocido en París. Tuve el honor de conocerlo allí.
Nuestras relaciones eran puramente comerciales, aunque de carácter confidencial. En aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace… ¡oh, por lo menos, veinte años!
—¿En aquel tiempo? ¿Puedo preguntar qué tiempo era?
—Hablo, señorita, de veinte años atrás. Se casó con una dama inglesa… y yo era uno de sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros franceses, estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera soy y he sido fideicomisario de veintenas de nuestros clientes. Estas son relaciones de negocios, señorita; no hay en ellas amistad alguna, interés particular, ni nada que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma manera como durante el día paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo sentimientos. Soy una máquina y nada más. Y continuando mi relación…
—Pero, caballero, me estáis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre que cuando murió mi madre, que solamente sobrevivió a mi padre dos años, vos fuisteis quien me llevó a Inglaterra. Estoy casi segura de ello.