Historia de dos ciudades. Charles Dickens
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—Espero que pronto recobrará el sentido —observó el señor Lorry.
—No por lo que hayáis hecho —contestó la mujer.— ¡Pobrecilla mía!
—Espero —añadió el señor Lorry después de nueva pausa y con la misma humildad— que acompañaréis a la señorita Manette en su viaje a Francia.
—¡Sois un tonto! —exclamó la mujer.— ¿Creéis que si la Providencia hubiese dispuesto que había de viajar por mar, me habría hecho nacer en una isla?
Y como esto era de difícil contestación, el señor Jarvis Lorry se retiró para meditar.
Capítulo V.— La taberna
Una gran barrica de vino se cayó en la calle y se rompió. Ocurrió el accidente al descargarla de un carro; rodó el barril y al tropezar con el suelo se le soltaron los cercos y se desparramó el vino, en tanto que las duelas quedaban frente a una taberna, como enorme nuez rota.
Cuanta gente había por allí suspendió su trabajo o su pereza para ir a beberse el vino derramado. Las piedras irregulares y salientes de la calle, destinadas, al parecer, a lisiar a cuantos se acercaran a ellas, fueron la causa de que se formasen varios pequeños estanques, cada uno de los cuales se vio rodeado por algunos individuos que, arrodillados y con el hueco de sus manos, recogían y se bebían el líquido. Otros lo recogían con vasijas de barro y hasta empapando los pañuelos que las mujeres llevaban en la cabeza, para retorcerlos luego incluso sobre la abierta boca de los niños, y los que no pudieron coger el precioso líquido, se entretenían en lamer las duelas cubiertas interiormente de heces. Y tanto fue el afán de todos para que, no se escapara una sola gota del líquido y tanto barro tragaron al mismo tiempo que ingerían el vino, que la calle quedó limpísima, como si por allí hubieran pasado los barrenderos, si por milagro hubieran aparecido estos personajes desconocidos en aquella época.
Mientras duró el vino hubo la mayor alegría en la calle, pero en cuanto no quedó una gota cesaron, como por ensalmo, las manifestaciones de júbilo. Todos volvieron a sus ocupaciones y los cadavéricos rostros que salieran de las obscuras cuevas desaparecieron nuevamente en ellas.
Como el vino derramado era rojo, tiñó el suelo de la estrecha calleja del barrio de San Antonio, de París. Había manchado también muchas manos y muchos rostros, y los que se entretuvieron en lamer las duelas, quedaron con manchas rojas en torno de la boca, como tigres ahítos de carne, y hasta hubo un bromista que con los dedos bañados en barro rojizo, escribió en la pared la palabra: “Sangre”.
Día llegaría en que este vino fuera también derramado por las calles y cuyo color rojo manchara asimismo a muchos de los que allí estaban.
Nuevamente la calle volvió a su estado habitual, de que saliera un momento, y quedó triste, fría, sucia, llena de enfermedades y de miseria, de ignorancia y de hambre. En todas partes se veían pobres individuos envejecidos, debilitados y hambrientos. Los niños tenían caras de viejo y hablaban con gravedad. El Hambre reinaba en el barrio como dueña y señora y sus manifestaciones se advertían por doquier. Las calles eran tortuosas y estrechas, amén de sucias como muladares y las casas de que se componían estaban habitadas por gente sumida en la más negra miseria. Mas aun a pesar de todo, no faltaban ojos brillantes, labios contraídos y frentes arrugadas. En las mismas tiendas se advertía también la necesidad general, pues en las carnicerías se veían tan sólo piltrafas de carne y en las panaderías panes pequeños y groseros. Los concurrentes a las tabernas bebían sus minúsculos vasos de vino o de cerveza y se hablaban confidencialmente. Nada estaba allí representado en estado floreciente, a excepción de las armerías y las tiendas en que se vendían herramientas. Los instrumentos o armas de acero eran brillantes, estaban afilados y en abundancia. La calle de piso desigual carecía de aceras y estaba llena de baches. Los faroles, a grandes intervalos, colgaban de cuerdas que atravesaban de un lado a otro de la calle y por las noches apenas bastaban para disipar las sombras.
La taberna ante la cual se rompió el barril estaba en un rincón de la calle y tenía mejor aspecto que los demás establecimientos. El tabernero contempló la lucha por beberse el vino derramado, sin importársele gran cosa, porque como el estropicio fue causado por los que descargaban el vino, de su cuenta corría proporcionarle otro barril.
De pronto sus ojos sorprendieron al bromista que escribía en la pared con los dedos y se acercó airado a él, borrando con las manos la terrible palabra que el otro trazara.
El tabernero era un hombre de aspecto marcial, de cuello de toro y de unos treinta años. Debía de ser de ardiente temperamento, porque a pesar de que el día era muy frío llevaba la chaqueta colgada del hombro y las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo. La cabeza estaba cubierta solamente por su cabello negro y rizado. Por lo demás era moreno, tenía buenos ojos y la mirada decidida. Parecía de buen humor, pero de carácter implacable, resuelto y de firme voluntad.
La señora Defarge, su esposa, estaba sentada en la tienda, detrás del mostrador, cuando aquél entró. Era una mujer corpulenta, de la misma edad que su marido, con ojos observadores que no parecían fijarse en nada, de manos grandes, adornadas por sortijas, rostro de facciones enérgicas y expresión de perfecta compostura. Parecía muy friolera y estaba envuelta en pieles, incluso la cabeza, aunque dejando al descubierto los pendientes. Tenía delante su labor de calceta, pero la había dejado a un lado para limpiarse los dientes con una astillita. Así ocupada, la señora Defarge no dijo nada al entrar su marido, sino que se limitó a toser ligeramente, y esto unido a un leve movimiento de sus cejas, indicó a su esposo la conveniencia de vigilar a sus clientes, pues entre ellos encontraría a alguno que había entrado mientras él estaba en la calle.
En efecto, el tabernero descubrió muy pronto a un caballero de alguna edad, acompañado de una señorita, que estaban sentados en un rincón. Otros clientes estaban allí jugando, y mientras el tabernero pasaba por detrás del mostrador observó que el caballero decía refiriéndose a él:
—Este es nuestro hombre.
Diciéndose que no los conocía, el tabernero se detuvo para hablar con los tres parroquianos que bebían junto al mostrador.
—¿Cómo va, Jaime? —preguntó uno al tabernero.— ¿Ya se han bebido todo el vino derramado?
—Hasta la última gota, Jaime —contestó el señor Defarge.
En cuanto hubieron hecho el intercambio de su nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y arqueó nuevamente las cejas.
—Pocas veces —observó el segundo de los tres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasión esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y la muerte. ¿No es así, Jaime?
—Tienes razón, Jaime —replicó el señor Defarge.
Después de este segundo intercambio del nombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez y nuevamente arqueó las cejas. El último de los tres dejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo:
—Esos pobres animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida muy dura, Jaime. ¿No digo bien?
—Tienes