Historia de dos ciudades. Charles Dickens

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las cejas y se revolvió en su asiento.

      —Es verdad —murmuró su marido.— Señores… mi mujer.

      Los tres parroquianos se descubrieron ante la señora Defarge y le hicieron una reverencia, a la que ella contestó inclinando la cabeza y examinándolos rápidamente.

      Luego miró indiferentemente hacia la taberna y reanudó su labor de calceta.

      —Señores —dijo su marido que la había observado con la mayor atención: —La habitación amueblada que deseabais ver está en el quinto piso. La escalera parte del patio, a la izquierda… Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y puede guiar a los demás. Adiós, señores.

      Ellos pagaron el vino que habían bebido y salieron, y mientras el tabernero observaba a su mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincón y manifestaba deseos de hablar a solas con el tabernero.

      —Con el mayor gusto, señor —contestó Defarge llevándolo hacia la puerta.

      La conferencia fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra el tabernero se sobresaltó y manifestó la mayor atención. No había transcurrido un minuto cuando hizo una señal afirmativa y salió a la calle. Entonces el caballero llamó a la joven con la mano y los dos salieron también. La señora Defarge seguía haciendo calceta y no vio nada.

      El señor Jarvis Lorry y la señorita Manette salieron así de la taberna y alcanzaron al tabernero ante la escalera a la que mandó a los tres parroquianos. En la obscura entrada de la negra escalera el tabernero hincó una rodilla y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo amo. Era una delicadeza, pero realizada de manera que nada tenía de delicada. En pocos segundos sufrió una gran transformación, pues en su rostro ya no había expresión alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de cólera y de hombre peligroso.

      —Está bastante alto —dijo secamente al señor Lorry.

      —¿Está solo? —murmuró éste.

      —¿Quién queréis que esté con él? —exclamó el tabernero.

      —¿Está siempre solo?

      —Sí.

      —¿Por su deseo?

      —Por su necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quería tenerlo en mi casa. Así está ahora.

      —¿Está muy cambiado?

      —¡Cambiado!

      El tabernero dio un puñetazo en la pared y profirió una blasfemia, lo cual fue más elocuente para el señor Lorry que una respuesta clara.

      Penoso sería subir la escalera de una casa vieja de París en nuestros tiempos, pero entonces lo era todavía más. En cada uno de los rellanos había un montón de basura depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposición viciaba de tal manera el ambiente que apenas se podía respirar. El señor Lorry tuvo que detenerse dos veces junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida al mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los precedía sacó una llave del bolsillo.

      —¿Está encerrado con llave? —Pregunto el señor Lorry.

      —Sí —contestó Defarge secamente.

      —¿Creéis necesario tener tan recluido a ese pobre caballero?

      —Considero necesario abrir con llave.

      —¿Por qué?

      —Porque ha vivido tanto tiempo encerrado, que asustaría de muerte si esta puerta quedara abierta.

      —¿Es posible?

      —Así es.

      Tal diálogo, tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras llegó a oídos de la joven que estaba temblorosa de emoción y su rostro expresaba tal terror que el señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras para darle ánimo.

      —¡Valor, querida señorita, valor! Lo peor habrá pasado dentro de un momento. Una vez hayamos pasado esta puerta. Luego empezará todo el bien que le lleváis y toda la dicha que ofreceréis al desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudará. Vamos.

      Al doblar una de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante una puerta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasos de los que subían volvieron la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que habían estado bebiendo en la taberna.

      —Me olvidé de ellos con la sorpresa de vuestra visita —explicó el señor Defarge. —Dejadnos, amigos. Tenemos que hacer.

      Los tres emprendieron el descenso y desaparecieron.

      No había ya otra puerta y el tabernero se disponía a abrirla, cuando el señor Lorry le preguntó:

      —¿Habéis hecho al señor Manette objeto de exhibición?

      —Lo dejo ver, según habréis observado, pero tan sólo a unos cuantos escogidos.

      —¿Creéis que está bien?

      —Sí, lo creo.

      —¿Quiénes son esos pocos? ¿Cómo los elegís?

      —Escojo a los que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos sois inglés y no me entenderíais.

      Miró luego por un agujero de la pared y levantando la cabeza, llamó dos o tres veces en la puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma intención metió la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes de entrar dijo algo y le contestó una voz débil desde el interior. Entonces el tabernero hizo seña a sus compañeros para que entraran y el señor Lorry cogió el brazo de la joven, pues observó que le faltaban las fuerzas.

      —Entrad conmigo —dijo.— Todo eso no es más que… cuestión de negocio.

      —Estoy asustada —contestó ella temblando.

      —¿De qué?

      —Quiero decir de él. De mi padre.

      Apurado por el estado de la joven y por las señas que le hacía el tabernero, el señor Lorry levantó a su compañera y en brazos la hizo entrar en la habitación. Defarge quitó la llave, cerró por dentro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y, finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a la ventana junto a la cual se detuvo.

      El lugar, evidentemente destinado a leñera, era muy obscuro, pues solamente había una ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difícil avanzar a la escasa luz reinante,

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