Pobre cerebro. Sebastián Lipina
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Para los niños, el contexto de carencias y privaciones aumenta la probabilidad de que su crecimiento físico y desarrollo psicológico se vean afectados por las dificultades para acceder a la alimentación e inmunización adecuadas incluso desde antes del nacimiento. (Las probabilidades de adquirir enfermedades prevenibles que, en muchos de estos casos, resultan letales aumentan con la exposición a ambientes inseguros e insalubres.) Por otra parte, muchas de las carencias que conlleva la pobreza son de carácter simbólico: las condiciones de vida hacen que las oportunidades de estimular las competencias cognitivas y el desarrollo emocional, intelectual y social de los niños disminuyan porque la tensión psicológica y la impotencia de los adultos para alcanzar estándares mínimos de dignidad cotidiana pueden provocar un aumento de la incidencia de estresores en los ambientes de crianza.
Los estresores son circunstancias ambientales –por ejemplo, las carencias materiales y afectivas típicas de la vivencia de la pobreza– que activan un sistema de adaptación neural que involucra diferentes partes del sistema nervioso central y autónomo y se denomina “eje HPA”, porque incluye al hipotálamo, la glándula pituitaria y la médula adrenal, aunque también se conecta con otras redes neurales del cerebro y modula su funcionamiento. En situaciones de adversidad causadas por la pobreza extrema, el maltrato y el abandono, el sistema se puede activar en forma crónica y alterar la salud física y psicológica de todos los integrantes de la familia, en especial de los niños, desde antes de su nacimiento. Uno de los aspectos que la pobreza y el estrés crónicos afectan de forma significativa es el desarrollo de las competencias autorregulatorias.
Pensamiento estratégico y adaptación al ambiente
La autorregulación es un concepto psicológico que se refiere a todas aquellas conductas que se orientan a solucionar un problema específico, a un fin particular. Abarca conductas que ayudan a las personas a adaptarse a los cambios que se producen en sus ambientes de crianza, de estudio, de trabajo, de recreación o de cultivo espiritual. Estas conductas complejas se construyen, se aprenden y se modifican durante todo el ciclo vital. La investigación en psicología del desarrollo y en neurociencia ha permitido identificar qué procesos elementales las constituyen:
la atención;
la identificación de pensamientos y emociones más o menos útiles para lograr un objetivo;
el recuerdo y uso de información relevante para lo que se busca hacer;
la posibilidad de cambiar el rumbo del pensamiento o la acción cuando las circunstancias ambientales se modifican;
la capacidad de imaginar los pasos a seguir para realizar una tarea compleja y luego ejecutarlos o la de monitorear y modificar el curso del pensamiento y las emociones propios durante la realización de las tareas.
Cada uno de estos procesos psicológicos específicos se construyen biológica y ambientalmente por medio de la socialización que propone cada cultura. En términos neurobiológicos, la autorregulación se asocia con la organización de diferentes redes neurales, cuya maduración y desarrollo tienen lugar durante las dos primeras décadas de vida. En los próximos capítulos se presentan ejemplos de las técnicas conductuales y de neuroimágenes que se utilizan para explorar el surgimiento y el desarrollo de los procesos autorregulatorios.
La investigación también ha demostrado que el desarrollo autorregulatorio puede ser modificado por las pautas de crianza en el hogar, la socialización y la educación formal y no formal. Esta posibilidad de cambio, sumada a un desarrollo extendido en el tiempo, también significa que la autorregulación es más vulnerable en entornos poco estimulantes o con estresores intensos y habituales. La naturaleza compleja del desarrollo autorregulatorio impone la necesidad de implementar conceptos y metodologías combinadas, provenientes de diferentes disciplinas, para poder identificar y estudiar su modulación en contextos de pobreza.
Problemas actuales en el estudio científico de la pobreza
La conceptualización de la pobreza como problema social es un aporte reciente. En ese sentido, que existan pobres en el mundo significa que la civilización contemporánea propone una racionalidad que trastorna la vida de muchas personas, pues las deja en situaciones adversas, de carencia, que vulneran sus derechos humanos, las enferman desde antes de su nacimiento y les acortan la vida. De hecho, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (OMD, propuestos a principios de los años noventa por los organismos multilaterales de las Naciones Unidas para reducir las consecuencias de la desigualdad y la pobreza) parecen no haber cuestionado lo suficiente la organización misma de la economía que, en lugar de ser inclusiva, incrementó una crisis que, en términos de Bauman, no contribuye a generar una racionalidad superadora basada sobre la noción de “bienestar humano” (Bauman, 2005). En la actualidad, los organismos multilaterales están discutiendo nuevamente cómo abordar estos problemas a partir de evaluar los alcances relativos de los OMD, ya reemplazados por los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS), nombre con el que se conoce la agenda para el desarrollo humano post-2015. Recién en esas discusiones comienza a tratarse la importancia de incluir el bienestar humano en las consideraciones del crecimiento de las sociedades; esto involucra una crítica a los postulados basados sólo en indicadores macroeconómicos, como el producto bruto interno, que dejan de lado la inclusión social. Más allá de la importancia de este cambio conceptual, que plantea el crecimiento de las sociedades sobre la base de la inclusión y el bienestar de las personas, el camino para lograr equidad y detener la producción de residuos humanos, o al menos la hipoteca que pesa sobre la salud física y mental de las futuras generaciones, continúa siendo largo y sembrado de obstáculos por parte de sectores con intereses variados, tanto altruistas como mezquinos.
Desde inicios del siglo XX, las ciencias sociales, humanas, de la salud y biológicas han propuesto diferentes definiciones para los estados de carencia material y simbólica que caracterizan la pobreza y han elaborado estrategias para modificarlos a través de acciones y políticas que varían de acuerdo con distintas concepciones e ideologías de seguridad e inclusión social. Algunas de esas definiciones reposan sobre conceptos como los de ingreso insuficiente, indigencia, brecha, línea subjetiva, desempleo, privación, insatisfacción de necesidades básicas, marginalidad, malestar, precariedad, hacinamiento, supervivencia, cultura de la pobreza, dependencia, mendicidad, desventaja, vulnerabilidad, incapacidad, desigualdad, segregación, distancia social y económica, sometimiento y explotación (Spickler y otros, 2009). Las formas de definir y medir la pobreza utilizadas antes de la década de 1980 se basaban sobre concepciones unidimensionales y estáticas –sólo tenían en cuenta un criterio o dimensión de la carencia, sin observar su cambio en el tiempo– que tendían hacia una noción de la pobreza estratificada en niveles socioeconómicos, como la distinción entre clase baja, media y alta. Luego la pobreza comenzó a concebirse como un fenómeno multidimensional, lo que llevó a generar definiciones que consideraran diferentes aspectos de la vida de las personas que la padecen. Los índices de desarrollo humano ajustados por desigualdad, la inequidad de género y la pobreza en todo su alcance, que comenzaron a ser utilizados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 2010, son uno de los productos de esos esfuerzos. Dichos índices están compuestos por diferentes indicadores: entre otros, la esperanza de vida al nacer, el promedio de años de educación, el ingreso anual per cápita, la mortalidad materna, los embarazos en la adolescencia, el cupo femenino en las legislaturas, la participación de las mujeres en la fuerza laboral, la matrícula escolar, el saneamiento,