Pobre cerebro. Sebastián Lipina
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El eje HPA, el encargado de responder al estrés
El eje HPA (la “H” corresponde a hipotálamo, la “P” a pituitaria, y la “A” a adrenal) entra en funcionamiento cada vez que una persona afronta una situación de estrés y sirve para adaptarnos a un ambiente percibido como amenazante, preparándonos para dar una respuesta. Aquí se muestran los principales componentes y conexiones de este sistema de autorregulación, que posee mecanismos de retroalimentación en los niveles molecular y celular. Su activación se ve modulada por diferentes tipos de influencias, como el tipo de estresor (no es lo mismo escapar de un león que intenta comernos, que resolver un ejercicio de álgebra o hablar ante un auditorio de quinientas personas), la duración de tal circunstancia, el contexto en que se produce y la edad y el género de la persona que enfrenta la situación. También depende de las características genéticas, dado que las personas encaramos de diferentes modos los entornos que nos desafían y por eso mismo divergen las formas en que procesamos y expresamos nuestras respuestas autorregulatorias.
Cuando el sistema se activa, el hipotálamo pone en circulación la hormona liberadora de corticotrofina que al llegar a la glándula pituitaria activa precisamente la segregación de dicha sustancia.[4] Cuando las cortezas adrenales (esto es, situadas encima de los riñones) reciben la corticotrofina, liberan a su vez diferentes tipos de corticoesteroides, que actúan sobre la corteza frontal, el hipocampo y la amígdala,[5] estructuras relacionadas con la autorregulación emocional y cognitiva. Como producto de este ciclo de activaciones, en el organismo se dispara un conjunto de mecanismos que contribuyen con la adaptación al ambiente e involucran a diferentes moléculas y hormonas que pueden ser procesadas por diferentes sistemas orgánicos, como el cardiovascular o el inmunológico. Esto significa que el afrontamiento de situaciones estresantes genera una activación compleja e integrada de diferentes mecanismos, e involucra también cambios en el procesamiento cognitivo y emocional.
Cuando esta activación general del sistema se sostiene en el tiempo –es decir, cuando se vuelve crónica–, puede afectar la integridad de diferentes sistemas neurales y alterar su funcionamiento. Además, puede generar el desgaste y la enfermedad de diferentes sistemas orgánicos. Como el desarrollo del eje HPA comienza durante el período perinatal, la activación crónica temprana puede afectar el desarrollo infantil y alterar las posibilidades de aprendizaje e inclusión social.
Un denominador común característico de la construcción conceptual de indicadores de pobreza y de desarrollo humano, tanto uni- como multidimensionales, es que la pobreza es concebida como un fenómeno complejo que involucra múltiples factores individuales y contextuales (en continua interacción y cambio) y que acontece en escenarios culturales e históricos específicos. Por “factores individuales” entendemos los aspectos biológicos y psicológicos que porta cada individuo desde su concepción y durante todo su desarrollo. Con “factores contextuales”, en cambio, nos referimos tanto al espacio físico que habitamos como a la compleja trama de intercambios materiales y simbólicos, propios de los contextos sociales, que involucran a congéneres, instituciones, sistemas normativos y valorativos, y que están contenidos en un bioma –esto es, un área biogeográfica con determinado tipo de vegetación, fauna y sistema climático–.
En este complejo escenario, la definición conceptual de la pobreza –es decir, qué es– constituye un tema crítico, ya que determina la forma en que se estudia el fenómeno y, por lo tanto, el diseño de estrategias o políticas de intervención para modificar sus causas y sus efectos. Respecto del desarrollo psicológico, dados sus múltiples condicionamientos biológicos, contextuales y culturales, resulta necesario establecer tanto la pertinencia como las limitaciones de los enfoques adoptados en las investigaciones. Por ejemplo, la pobreza definida en términos de ingreso brinda información acerca de la capacidad de un hogar para conseguir dinero y solventar sus gastos en un momento dado. Por su parte, el criterio fundado sobre la noción de “necesidades básicas insatisfechas” (NBI), aunque también refiere a una condición de carencia, muestra una forma crónica, de larga data, de experimentar la pobreza por parte de un grupo familiar. Si bien ambos indicadores pueden ser útiles para estudiar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo infantil, no permiten establecer aspectos específicos de las vivencias suscitadas por ella; así, no consigue dar cuenta de cómo los niños la experimentan a diario. Para eso, es necesario incorporar otros indicadores que sí los contemplen, y muchos han comenzado a surgir hace poco más de una década. En otras palabras, analizar el impacto de la pobreza sobre el desarrollo cerebral y psicológico utilizando sólo el nivel de ingreso familiar o la insatisfacción de las necesidades básicas no permite explorar cómo se relaciona la compleja trama de fenómenos propios de la experiencia de la pobreza, qué aspectos específicos están involucrados ni en qué momentos del desarrollo estructural y funcional del sistema nervioso operan. Estas cuestiones todavía no ingresaron a la agenda del estudio neurocientífico en forma adecuada (retomaremos este tema más adelante).
Por lo general, este campo de investigación utiliza definiciones similares a las de economistas y sociólogos: considera la pobreza como un tipo de relación entre carencias materiales y psicológicas, y en términos de la falta de recursos monetarios y materiales para satisfacerlas. A su vez, las diferencias epistemológicas e ideológicas hacen que cada disciplina plantee problemas y formas de análisis propias. Por ejemplo, para los organismos oficiales de América Latina que adoptan una perspectiva económica, la pobreza remite a un conjunto de requisitos psicológicos, físicos y culturales cuyo cumplimiento representa una condición mínima necesaria para el desarrollo de la vida humana en sociedad (Cepal, 1994). Esta definición distingue dos dimensiones –las necesidades básicas y los satisfactores– y considera que las primeras son finitas y permanentes, mientras que los segundos están históricamente determinados. Esto implica que la posibilidad de construir proyectos de vida dignos que respeten los derechos humanos básicos de alimentación, salud, educación, seguridad y trabajo depende de la forma y el momento en que cada comunidad decida hacerlo.
Por otra parte, algunos autores han planteado que el concepto “pobreza” no debería constituir en sí mismo un juicio de valor ni una definición política, y que su medición debería considerarse un ejercicio descriptivo que evalúe los estándares de necesidades prevalentes en cada sociedad. Es decir, consistiría en una tarea empírica que relaciona los hechos con lo que se considera privación. Otros enfoques proponen revisar esos esquemas y profundizar el análisis de las consecuencias de límites y de sesgos, a fin de evitar perspectivas epistemológicas que impidan que las personas clasificadas como “pobres” sean reconocidas como congéneres, sujetos con pensamientos y sentimientos (Vasilachis de Gialdino, 2003). Los organismos gubernamentales y multilaterales prácticamente no recurren a las definiciones que incluyen el sufrimiento psicológico, aunque sí se apoyen en las recientes versiones multidimensionales. Las razones de esta ausencia son variadas, pero suelen vincularse con criterios conceptuales y metodológicos sesgados por conceptualizaciones económicas o sociológicas; con la falta de recursos materiales y humanos para relevar ese tipo de información; con la dificultad de la evaluación de los procesos psicológicos tanto en adultos como en niños, y con las distancias y prejuicios entre los investigadores que estudian la pobreza y las personas que la sufren.
Es posible mencionar algunas excepciones, como los proyectos Young Lives y OPHI[6] de la Universidad de Óxford, el proyecto sobre pobreza infantil del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA)[7] y un informe de la oficina del PNUD en Estambul (UNDP, 2014). Young Lives recaba información sobre el desarrollo y las condiciones de vida de doce mil niños de Perú, Vietnam, Etiopía e India durante sus primeros quince años de vida. El abordaje que utiliza incluye indicadores clásicos de pobreza, pero también la voz y la capacidad de acción de los niños a partir de entrevistas y de la construcción de narrativas que dan cuenta de sus vidas cotidianas en términos accesibles para todo tipo de personas. De forma similar, la iniciativa OPHI se propone relevar información sobre las condiciones