Pobre cerebro. Sebastián Lipina
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La información disponible es elocuente respecto de la pertinencia de tal categoría para los miles de millones de seres humanos que viven en situación de indigencia y pobreza. Se estima que en 2016 la riqueza del 1% de los habitantes más ricos del planeta era mayor que la del 99% restante. Durante la última década, poco más de la mitad de este 99% no tuvo ingresos superiores a 1,25 dólares diarios. En el mismo período, el panorama de esta pobreza extrema varió entre el 1,5% en países centrales industrializados y el 80% en países periféricos –la mayoría en África subsahariana, la región más pobre del planeta–.
Si bien durante ese tiempo la humanidad pudo producir alimentos para el doble de la población mundial, la insuficiencia ponderal[8] afectó al 23% de los niños de los países más pobres (129 millones) y la emaciación,[9] al 33% (195 millones). Por otra parte, el 16% (1100 millones) de las personas no tuvo acceso a agua potable y el 37% (2600 millones) no contó con sistemas de saneamiento. Estos dos factores produjeron anualmente la muerte de 1,8 millón de niños, 443 millones de días escolares perdidos y 150 millones de niños con trastornos de aprendizaje. En el contexto de esta tragedia masiva, y en el mismo período, el 5% del producto bruto interno mundial se gastó en corrupción (Banco Mundial, 2014; PNUD, 2012, 2014; Unicef, 2005a, 2013, 2015).
Definir la pobreza
La pobreza es un fenómeno complejo que comenzó a estudiarse científicamente a partir de la Revolución Francesa. Desde entonces, diferentes disciplinas humanas, sociales y de la salud han ensayado formas de definirla y medirla. Como producto de tales esfuerzos, en la actualidad contamos con más de doscientas formas de referirnos a ella (Spicker y otros, 2009). Un cuadro conceptual permite agrupar las designaciones típicas en función de cinco conceptos diferentes. Este ejercicio de clasificación intenta reflejar la pluralidad de fenómenos involucrados en la vivencia de la pobreza, así como las dificultades para definirla y medirla.
A pesar de que el crecimiento económico contribuyó a reducir la pobreza, no ha logrado disminuir la desigualdad, cuya tendencia creciente ha sido claramente identificada por investigadores y funcionarios de los organismos multilaterales de Naciones Unidas (Ravallion, 2014). La nutrición defectuosa, la falta de acceso a educación de calidad y las disparidades en salud que sufren los millones de niños que habitan el planeta conviven con la obscenidad de una cultura que exacerba el consumo y la dominación económica y militar. Por ejemplo, en 2005 se estimaba que, para lograr la enseñanza primaria universal en 2015, se necesitarían 100.000 millones de dólares. Por otra parte, en 2003 los gastos mundiales en defensa fueron mayores a 950.000 millones de dólares. Es decir, reducir un 1% de los gastos militares mundiales durante un año podría haber proporcionado educación a todos los niños del planeta. Respecto de la salud, el costo de inmunizar a la totalidad de la población infantil para el año 2004 se estimó en 187 millones de dólares, lo cual representaba el 0,02% del gasto militar mundial para ese período (Unicef, 2005a).
En otros términos, más allá de los enormes esfuerzos de distintos sectores y organizaciones comprometidas con los valores de solidaridad, generosidad, dignidad y amor, la civilización contemporánea sigue siendo desigual y pobre al extremo de alcanzar la desmesura, en el sentido de la hybris griega (que designaba el desprecio temerario hacia la dignidad y el espacio personal ajenos). Una civilización con tales niveles de desesperanza e injusticia no sólo requiere un cambio en la forma de gobernar y administrar los recursos, sino también una profunda reestructuración cultural y moral. En la actualidad estamos inmersos en una incertidumbre, a la que la ciencia no es ajena y en la que nuestros conocimientos no alcanzan para tener plena dimensión de los problemas que nos afectan.
En particular, las investigaciones científicas acerca de cómo influye la pobreza en el desarrollo cerebral y psicológico en un contexto histórico moderno vuelven necesario considerar algunas cuestiones centrales. Por una parte, la gran diversidad de factores individuales y ambientales precisa abordajes multidisciplinarios, en los que cada rama ayude a comprender el fenómeno. Por ejemplo, señalar que una familia posee ingresos insuficientes en relación con un umbral establecido por un organismo gubernamental o multilateral no permite per se establecer cómo se ve afectado el desarrollo de las competencias autorregulatorias de cada uno de sus integrantes.
Si bien el mundo académico es consciente de que construir conocimientos acerca de la pobreza requiere esfuerzos interdisciplinarios, por distintos motivos resultan difíciles de realizar. Por una parte, el alto grado de fragmentación y especialización de las diferentes disciplinas obstaculiza o limita las oportunidades de consensuar conceptos y metodologías para construir y aplicar abordajes verdaderamente interdisciplinarios. Se trata de una suerte de mezquindad profesional que se antepone a las necesidades de quienes padecen pobreza y que constituye una variante leve de la ceguera moral que caracteriza nuestra civilización.
La pobreza infantil en América Latina
La incidencia de pobreza infantil en América Latina varía según el indicador utilizado.
Datos tomados de Cepal-Unicef (2010), Gordon y otros (2003), PNUD (2008), Unicef (2009).
Otro factor a tener en cuenta es la inercia de publicación generada por la presión de los mecanismos de evaluación y financiación de la producción científica. En casi todos los sistemas de investigación, los profesionales dependen de subsidios para investigar y, en consecuencia, deben inscribir sus propuestas en concursos de financiación de proyectos. Esos subsidios permiten realizar estudios y obtener datos que se usan para escribir trabajos que serán enviados a un grupo de pares que evalúan si su calidad y originalidad ameritan su publicación. A su vez, de esos subsidios y esas publicaciones depende la evaluación del trabajo de cada investigador, a partir de la cual se decide si es conveniente que siga formando parte del sistema de investigación. Por otra parte, a medida que los sistemas de investigación crecen, aumenta la competencia entre los investigadores por los recursos disponibles, lo cual afecta su productividad.
En esta cultura del trabajo científico, dedicar tiempo a esfuerzos interdisciplinarios puede significar desviar la atención del plan de trabajo personal que contribuye a su propia subsistencia. Es decir, a mayor especialización, menor posibilidad de generar colaboraciones orientadas a construir abordajes interdisciplinarios. En los estudios de pobreza, una consecuencia de este proceso es que, en la medida en que el conocimiento se construye desde perspectivas disciplinares específicas, quienes no forman parte de la comunidad académica acceden a información parcial sobre qué es y cómo afecta la pobreza a las personas. Por ejemplo, la pobreza por ingreso se ha asociado en forma reiterada a una mayor probabilidad de impacto sobre el desarrollo intelectual de los niños. La evidencia también indica que es posible optimizar el aprendizaje y el desarrollo cognitivo a través de diferentes estrategias de intervención. Esto quiere decir que el hecho de que una familia padezca pobreza por ingreso no implica necesariamente que los niños que la integran tengan o vayan a tener dificultades de desarrollo o de aprendizaje. Si un maestro o un diseñador de políticas públicas sólo tomase en cuenta esa información, podría modificar sus acciones profesionales y dejar de apuntar a optimizar el desarrollo intelectual.
Sin embargo, esa tendencia está comenzando a cambiar, en particular en el contexto de la ciencia del desarrollo, en el cual es cada vez más importante contar con el aporte especializado