Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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—La madre de Jalissa pretende cebarme como a su marido. Tendrías que ver a ese negro. ¡No cabe por las puertas, tío! ¿Y tú qué tal con la niña pija en el Waldorf?
—No estuvimos en el Waldorf.
—¿Dónde?
—En casa. Toda la noche y todo el día.
Miré a Pocket con una sonrisa de suficiencia y como respuesta aporreé el saco de arena, diciendo «pam», con cada golpe, seis en total.
—¿Eso responde a tu pregunta? —pregunté orgulloso.
—Por eso estás hoy tan flojo —rio—. Así que la tal Frank es…
—Solo te diré que es… increíble, tío —resoplé—. Y no me tires de la lengua que soy un caballero.
—¡Vaya con la niña pija!
—Esta noche tengo que llevarla al teatro y esperar para recogerla y llevarla de nuevo a casa, y después… —Dejé de hablar para propinar un sonoro golpe al saco de arena.
—Ya, ya, después te enseñará su palacio en Manhattan —rio mi amigo.
—Algo así. Me muero por volver a estar con ella, tío.
—Ahora comprendes lo mío con Jalissa, ¿eh? ¡Esa mujer me tiene loco! —dijo pegando al punch con fuerza.
«Lo mismo que a mí Frank», pensé sin reconocerlo en voz alta.
—¿Pero vais en serio? —pregunté a mi amigo.
—Me ha presentado a su padre, así que eso creo.
Por mi parte, ese único día juntos había bastado para ambicionarlo todo en lo que a Frank se refería. La tenía en mi mente todo el tiempo. Se me iba la cabeza pensando en su piel, su cuerpo, su boca, sus gemidos…
—¿Y tú con Frank? Porque si es así quiero que me pases tu agenda en herencia —me soltó Pocket.
—¿Y Jalissa?
—¡Solo por si acaso! Eres capaz de tirarla ahora que solo piensas en el amor —rio—. La guardaré como un tesoro, palabra.
Me eché a reír y continué pegando al saco de arena. Aunque tuve que reconocer que Pocket tenía razón, pegaba sin fuerzas y todo era por culpa de Frank.
Me gustaba aquel dial. Lo tenía seleccionado desde la noche que conocí a Frank. Siempre sonaba algo bueno.
Fui escuchando a Bruno Mars y esa canción que ahora me parecía tan apropiada, Locked Out of Heaven sonaba de camino al teatro.
Aquel era el día en que Frank tenía una sola función. El resto de la semana la representación era doble y salía mucho más tarde.
Ya me había hecho el plan en la cabeza. Su padre no estaba. La llevaría a su casa y con la excusa de ver el apartamento de los Sargent tendríamos una buena dosis de sexo. Había imaginado hasta la forma en que le haría el amor, las posturas que me apetecían.
«Pero le preguntaré las que le gustaban a ella», sonreí.
Tenía aquellos gemidos maravillosos metidos en mi cabeza, los suyos. Notaba la pulsión creciente del deseo a medida que me iba acercando al teatro, cada vez con más fuerza. Era como una especie de desasosiego en las tripas. A caballo entre el hambre y los nervios.
En cuanto la vi aparecer con su abriguito amarillo aquel deseo de ella se convirtió en algo irrefrenable y demoledor.
Pero se suponía que yo era su chófer, así que debía comportarme como tal y esperarla en el coche. Aunque lo que en realidad me apetecía era ir hasta ella, lanzarme a su boca y saborearla con mi lengua durante un largo rato mientras manoseaba su culo perfecto.
Respiré hondo y asistí con paciencia al ritual de la despedida de bailarines y bailarinas que salían junto a Frank. Todo normal hasta que uno de los tíos de la obra la tomó por la cintura con confianza y la besó en la mejilla para después darle un piquito breve en la boca. Al verlo fue como si me diesen un puñetazo directo al estómago. Sentí deseos de ir hacia allá y, delante de todos, y sobre todo delante de aquel imberbe, plantarle a Frank un beso con lengua mientras la agarraba por el trasero. Pero me aguanté.
Era una extraña sensación, desagradable y nueva que me hacía sentirme inseguro respecto a una mujer por primera vez en la vida. Jamás había experimentado los celos y no quería sentirlos, pero estaban ahí. La angustia de no saber quién era ese tipo y lo que representaba para Frank dio paso al enojo.
Decidí no salir del coche y me quedé al volante fumándome un Camel, rumiando mis jodidas inseguridades. Frank entró al Mercedes como una exhalación y me quitó el cigarrillo de la boca para fumárselo ella. No dije nada y arranqué.
—¿No vas a saludarme, Gallagher? —preguntó acariciando mi nuca y haciendo que todo mi cuerpo se tensase de placer.
—Hola —dije un tanto frío, haciéndome el ocupado, conduciendo.
—Las chicas del ballet dicen que estás buenísimo —rio.
—Diles que ellas también están muy buenas —respondí brusco, sin tan siquiera mirarla.
—Eh, ¿qué mierda te pasa? —protestó. Era rápida.
—Nada, no he tenido un buen día —mentí.
—¿Por qué no me lo cuentas?
—No creo que lo entiendas. Tú te lo pasas muy bien con todos esos bailarines mientras que los demás tenemos nuestros problemas.
De repente soltó una carcajada.
—¡Oh, joder, no puedo creerlo! ¡No me digas que es por Josh!
—No sé de qué Josh me estás hablando —dije molesto.
Me repateaba ser tan transparente para ella.
—El chico que me ha besado a la salida.
—Ni me he fijado, nena.
—Nena… —dijo con un tonillo despectivo—. Es mi amigo, para que te enteres.
—Me parece muy bien que lo sea. ¿Yo también o solo soy el chófer?
—¡Vete a la mierda, Mark! —dijo enfadada.
—¡Vete tú!
—¡Es gay, idiota! —protestó.
«El ochenta por ciento de los bailarines lo suelen ser, pero podía haber sido del veinte por ciento restante», pensé enojado conmigo mismo más que con ella, sintiéndome un completo imbécil por aquel arranque de macho troglodita. Por si acaso no dije nada más y subí el volumen de la radio.
Llegamos al edificio sin dirigirnos la palabra. La tirantez era evidente entre los dos. «A la mierda mi noche perfecta en la casa perfecta»,