La Ilíada. Homer

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La Ilíada - Homer

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no se diferiría un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id á comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto á los corceles de pies ligeros é inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá á prueba el horrendo Marte. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue á los valientes guerreros á separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, se impregnará de sudor en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquel que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo le vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.»

      394 Así habló. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no lo dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes á uno, quiénes á otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de morir en la batalla. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Saturnio, habiendo llamado á su tienda á los principales caudillos de los aqueos todos: á Néstor y al rey Idomeneo, luego á entrambos Ayaces y al hijo de Tideo, y en sexto lugar á Ulises, igual en prudencia á Júpiter. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocáronse todos alrededor del buey y tomaron harina con sal. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:

      412 «¡Júpiter gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡Que no se ponga el sol ni sobrevenga la obscura noche, antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo á las llamas; pegue voraz fuego á las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea á muchos de sus compañeros caídos de bruces en el polvo y mordiendo la tierra!»

      419 Dijo; pero el Saturnio no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, cubriéronlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, y los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo restante, lo cogieron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Néstor, caballero gerenio, comenzó á decirles:

      434 «¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres Agamenón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. ¡Ea! Los heraldos de los aqueos, de broncíneas lorigas, pregonen que el ejército se reuna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate.»

      441 Tales fueron sus palabras; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran á la batalla á los aqueos de larga cabellera; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Júpiter, hacían formar á los guerreros, y los acompañaba Minerva, la de los brillantes ojos, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre los aqueos, instigábales á salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fué más agradable batallar, que volver á la patria tierra en las cóncavas naves.

      455 Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo á través del éter.

      459 De la suerte que las alígeras aves—gansos, grullas ó cisnes cuellilargos—se posan en numerosas bandadas y chillando en la pradera Asio, cerca del río Caístro, vuelan acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena, de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas á la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado del Escamandro llegaron á juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen.

      469 Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros; en tan gran número reuniéronse en la llanura los aqueos de larga cabellera, deseosos de acabar con los teucros.

      474 Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el poderoso Agamenón, semejante en la cabeza y en los ojos á Júpiter, que se goza en lanzar rayos, en el cinturón á Marte y en el pecho á Neptuno. Como en la vacada el buey más excelente es el toro, que sobresale entre las vacas, de igual manera hizo Jove que Agamenón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos héroes.

      484 Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Á la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Júpiter, que lleva la égida, podrían decir cuántos á Ilión fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

      494 Mandaban á los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespia, Grea y la vasta Micaleso; los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocalea, Medeón, ciudad bien construída, Copas, Eutresis y Tisba, en palomas abundante; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Neptuno; y las ciudades de Arna en uvas abundosa, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.

      511 De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Marte y de Astíoque, que los había dado á luz en el palacio de Áctor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden les seguían.

      517 Mandaban á los focenses Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ifito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitan en Anemoría, Hiámpolis y la ribera del divino Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mencionado río: todos estos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focenses, que en las batallas combatían á la izquierda de los beocios.

      527 Acaudillaba á los locrenses, que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfa, Augías amena, Tarfa y Tronio, á orillas del Boagrio, el ligero Ayax de Oileo, menor, mucho menor que Ayax Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba á todos los helenos y aqueos. Seguíanle cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrenses que viven más allá de la sagrada Eubea.

      536 Los abantes de Eubea, que residían en Calcis, Eretria, Histiea en uvas abundosa, Cerinto marítima, Dío, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefenor Calcodontíada, vástago de Marte. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos

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