La Ilíada. Homer

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La Ilíada - Homer

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No sea que, no oyendo tu voz, se espanten y desboquen y no quieran sacarnos de la liza, y el hijo del magnánimo Tideo nos embista y mate y se lleve los solípedos caballos. Guía, pues, el carro y los corceles, y yo con la aguda lanza esperaré de aquél la acometida.»

      239 Así hablaron; y subidos en el labrado carro, guiaron animosamente los briosos corceles en derechura al hijo de Tideo. Advirtiólo Esténelo, hijo de Capaneo, y dijo á Diomedes estas aladas palabras:

      243 «¡Diomedes Tidida, carísimo á mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya fuerza es grandísima, desean combatir contigo: el uno, Pándaro, es hábil arquero y se jacta de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloría de haber sido engendrado por el magnánimo Anquises y tener por madre á Venus. Ea, subamos al carro, retirémonos, y cesa de revolverte furioso entre los combatientes delanteros para que no pierdas la dulce vida.»

      251 Mirándole con torva faz, le respondió el fuerte Diomedes: «No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí, batirme en retirada ó amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré á encontrarlos, pues Palas Minerva no me deja temblar. Sus ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si es que alguno de aquéllos puede escapar. Otra cosa voy á decir que tendrás muy presente: Si la sabia Minerva me concede la gloria de matar á entrambos, sujeta estos veloces caballos, amarrando las bridas al barandal, y apodérate de los corceles de Eneas para sacarlos de los teucros y traerlos á los aqueos de hermosas grebas; pues pertenecen á la raza de aquéllos que el longividente Júpiter dió á Tros en pago de su hijo Ganimedes, y son, por tanto, los mejores de cuantos viven debajo del sol y de la aurora. Anquises, rey de hombres, logró adquirir, á hurto, caballos de esta raza ayuntando yeguas con aquéllos sin que Laomedonte lo advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su pesebre y dió esos dos á Eneas, que pone en fuga á sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no pequeña.»

      274 Así éstos conversaban. Pronto Eneas y Pándaro, picando á los ágiles corceles, se les acercaron. Y el preclaro hijo de Licaón exclamó el primero:

      277 «¡Corazón fuerte, hombre belicoso, hijo del ilustre Tideo! Ya que la veloz y dañosa flecha no te hizo sucumbir, voy á probar si te hiero con la lanza.»

      280 Dijo; y blandiendo la ingente arma, dió un bote en el escudo del Tidida: la broncínea punta atravesó la rodela y llegó muy cerca de la loriga. El preclaro hijo de Licaón gritó en seguida:

      284 «Atravesado tienes el ijar y no creo que resistas largo tiempo. Inmensa es la gloria que acabas de darme.»

      286 Sin turbarse, le replicó el fuerte Diomedes: «Erraste el golpe, no has acertado; y creo que no dejaréis de combatir, hasta que uno de vosotros caiga y sacie de sangre á Marte, el infatigable luchador.»

      290 Dijo, y le arrojó la lanza que, dirigida por Minerva á la nariz junto al ojo, atravesó los blancos dientes: el duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la barba. Pándaro cayó del carro, sus lucientes y labradas armas resonaron, espantáronse los corceles de ágiles pies, y allí acabaron la vida y el valor del guerrero.

      297 Saltó Eneas del carro con el escudo y la larga pica; y temiendo que los aqueos le quitaran el cadáver, defendíalo como un león que confía en su bravura: púsose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, y profiriendo horribles gritos se disponía á matar á quien se le opusiera. Mas el Tidida, cogiendo una gran piedra que dos de los actuales hombres no podrían llevar y que él manejaba fácilmente, hirió á Eneas en la articulación del isquion con el fémur que se llama cótyla; la áspera piedra rompió la cótila, desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El héroe cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche obscura cubrió sus ojos.

      311 Y allí pereciera el rey de hombres Eneas, si no lo hubiese advertido su madre Venus, hija de Júpiter, que lo había concebido de Anquises, pastor de bueyes. La diosa tendió sus níveos brazos al hijo amado y le cubrió con un doblez del refulgente manto, para defenderle de los tiros; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida.

      318 Mientras Venus sacaba á Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en olvido las órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí, separadamente de la refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al barandal; y apoderándose de los corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos pasar de los teucros á los aqueos de hermosas grebas y entrególos á Deípilo, el compañero á quien más honraba á causa de su prudencia, para que los llevara á las cóncavas naves. Acto continuo subió al carro, asió las lustrosas riendas y guió solícito hacia Diomedes los caballos de duros cascos. El héroe perseguía con el cruel bronce á Ciprina, conociendo que era una deidad débil, no de aquéllas que imperan en el combate de los hombres, como Minerva ó Belona, asoladora de ciudades. Tan pronto como llegó á alcanzarla por entre la multitud, el hijo del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la tierna mano de la diosa: la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas Gracias, y rompió la piel de la palma. Brotó la sangre divina, ó por mejor decir, el icor; que tal es lo que tienen los bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino negro, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando una gran voz, apartó al hijo que Febo Apolo recibió en sus brazos y envolvió en espesa nube; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y Diomedes, valiente en el combate, dijo á voz en cuello:

      348 «¡Hija de Júpiter, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar á las débiles mujeres? Creo que si intervienes en la batalla te dará horror la guerra, aunque te encuentres á gran distancia de donde la haya.»

Ilustración

      Diomedes perseguía á Venus y con la afilada pica rasguñó la tierna mano de la diosa

      (Canto V, versos 330 á 342.)

      352 Así se expresó. La diosa retrocedió turbada y afligida; Iris, de pies veloces como el viento, asiéndola por la mano, la sacó del tumulto cuando ya el dolor la abrumaba y el hermoso cutis se ennegrecía; y como aquélla encontrara al furibundo Marte sentado á la izquierda de la batalla, con la lanza y los veloces caballos envueltos en una nube, se hincó de rodillas y pidióle con instancia los corceles de áureas bridas:

      359 «¡Querido hermano! Compadécete de mí y dame los bridones para que pueda volver al Olimpo, á la mansión de los inmortales. Me duele mucho la herida que me infirió un hombre, el Tidida, quien sería capaz de pelear con el padre Júpiter.»

      363 Dijo, y Marte le cedió los corceles de áureas bridas. Venus subió al carro, con el corazón afligido; Iris se puso á su lado, y tomando las riendas avispó con el látigo á aquéllos, que gozosos alzaron el vuelo. Pronto llegaron á la morada de los dioses, al alto Olimpo; y la diligente Iris, de pies ligeros como el viento, detuvo los caballos, los desunció del carro y les echó un pasto divino. La diosa Venus se refugió en el regazo de su madre Dione; la cual, recibiéndola en los brazos y halagándola con la mano, le dijo:

      373 «¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te maltrató, como si á su presencia hubieses cometido alguna falta?»

      375 Respondióle al punto la risueña Venus: «Hirióme el hijo de Tideo, Diomedes soberbio, porque sacaba de la liza á mi hijo Eneas, carísimo para mí más que otro alguno. La enconada lucha ya no es sólo de teucros y aqueos, pues los dánaos se atreven á combatir con los inmortales.»

      381 Contestó

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