La IlÃada. Homer
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416 Dijo, y con ambas manos restañó el icor; curóse la herida y los acerbos dolores se calmaron. Minerva y Juno que lo presenciaban, intentaron zaherir á Jove Saturnio con mordaces palabras; y la diosa de los brillantes ojos empezó á hablar de esta manera:
421 «¡Padre Júpiter! ¿Te enfadarás conmigo por lo que diré? Sin duda Ciprina quiso persuadir á alguna aquea de hermoso peplo á que se fuera con los troyanos, que tan queridos le son; y acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada mano.»
426 De este modo habló. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y llamando á la dorada Venus, le dijo:
428 «Á ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate á los dulces trabajos del himeneo, y el impetuoso Marte y Minerva cuidarán de aquéllas.»
431 Así los dioses conversaban. Diomedes, valiente en el combate, cerró con Eneas, no obstante comprender que el mismo Apolo extendía la mano sobre él; pues impulsado por el deseo de acabar con el héroe y despojarle de las magníficas armas, ya ni al gran dios respetaba. Tres veces asaltó á Eneas con intención de matarle; tres veces agitó Apolo el refulgente escudo. Y cuando, semejante á un dios, atacaba por cuarta vez, el flechador Apolo le increpó con aterradoras voces:
440 «¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte á las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra.»
443 Tal dijo. El Tidida retrocedió un poco para no atraerse la cólera del flechador Apolo; y el dios, sacando á Eneas del combate, le llevó al templo que tenía en la sacra Pérgamo: dentro de éste, Latona y Diana, que se complace en tirar flechas, curaron al héroe y le aumentaron el vigor y la belleza del cuerpo. En tanto Apolo, que lleva arco de plata, formó un simulacro de Eneas y su armadura; y alrededor del mismo, teucros y divinos aqueos chocaban los escudos de cuero de buey y los alados broqueles que los pechos protegían. Y Febo Apolo dijo entonces al furibundo Marte:
455 «¡Marte, Marte, funesto á los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿Quieres entrar en la liza y sacar á ese hombre, al Tidida, que sería capaz de combatir hasta con el padre Júpiter? Primero hirió á Ciprina en el puño, y luego, semejante á un dios, cerró conmigo.»
460 Cuando esto hubo dicho, sentóse en la excelsa Pérgamo. El funesto Marte, tomando la figura del ágil Acamante, caudillo de los tracios, enardeció á los que militaban en las filas troyanas y exhortó á los ilustres hijos de Príamo:
464 «¡Hijos del rey Príamo, alumno de Jove! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo perezca á manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue á las sólidas puertas de los muros? Yace en tierra un varón á quien honrábamos como al divino Héctor: Eneas, hijo del magnánimo Anquises. Ea, saquemos del tumulto al valiente amigo.»
470 Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Á su vez, Sarpedón reprendía así al divino Héctor:
472 «¡Héctor! ¿Qué se hizo el valor que antes mostrabas? Dijiste que defenderías la ciudad sin tropas ni aliados, solo, con tus hermanos y tus deudos. De éstos á ninguno veo ni descubrir puedo: temblando están como perros en torno de un león, mientras combatimos los que únicamente somos auxiliares. Yo que figuro como tal, he venido de muy lejos, de la Licia, situada á orillas del voraginoso Janto; allí dejé á mi esposa amada, al tierno infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece. Mas, sin embargo de esto y de no tener aquí nada que los aqueos puedan llevarse ó apresar, animo á los licios y deseo luchar con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas á los demás hombres á que resistan al enemigo y defiendan á sus esposas. No sea que, como si hubierais caído en una red de lino que todo lo envuelve, lleguéis á ser presa y botín de los enemigos, y éstos destruyan vuestra populosa ciudad. Preciso es que te ocupes en ello día y noche y supliques á los caudillos de los auxiliares venidos de lejas tierras, que resistan firmemente y no se hagan acreedores á graves censuras.»
493 Así habló Sarpedón. Sus palabras royéronle el ánimo á Héctor, que saltó del carro al suelo, sin dejar las armas; y blandiendo un par de afiladas picas, recorrió el ejército, animóle á combatir y promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara á los aqueos para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados la acometida y no se arredraron. Como en el abaleo, cuando la rubia Ceres separa el grano de la paja al soplo del viento, el aire lleva el tamo por las sagradas eras y los montones de paja blanquean; del mismo modo los aqueos se tornaban blanquecinos por el polvo que levantaban hasta el cielo de bronce los corceles de cuantos volvían á encontrarse en la refriega. Los aurigas guiaban los caballos al combate y los guerreros acometían de frente con toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Marte cubrió el campo de espesa niebla para socorrer á los teucros y á todas partes iba; cumpliendo así el encargo que le hizo Febo Apolo, el de la áurea espada, de que excitara el ánimo de aquéllos, cuando vió que Minerva, la protectora de los dánaos, se ausentaba.
512 El dios sacó á Eneas del suntuoso templo; é infundiendo valor al pastor de hombres, le dejó entre sus compañeros, que se alegraron de verle vivo, sano y revestido de valor; pero no le preguntaron nada, porque no se lo permitía el combate suscitado por el dios del arco de plata, por Marte, funesto á los mortales, y por la Discordia, cuyo furor es insaciable.
519 Ambos Ayaces, Ulises y Diomedes enardecían á los dánaos en la pelea; y éstos, en vez de atemorizarse ante la fuerza y las voces de los teucros, aguardábanlos tan firmes como las nubes que Júpiter deja inmóviles en las cimas de los montes durante la calma, cuando duermen el Bóreas y demás vientos fuertes que con sonoro soplo disipan los pardos nubarrones; tan firmemente esperaban los dánaos á los teucros, sin pensar en la fuga. El Atrida bullía entre la muchedumbre y á todos exhortaba:
529 «¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.»
533 Dijo, y despidiendo con ligereza el dardo, hirió al caudillo Deicoonte Pergásida, compañero del magnánimo Eneas; á quien veneraban los troyanos como á la prole de Príamo, por su arrojo en pelear en las primeras filas. El rey Agamenón acertó á darle un