La IlÃada. Homer
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111 «¡Animosos troyanos, aliados de lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras voy á Ilión y encargo á los respetables próceres y á nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes á los dioses.»
116 Dicho esto, Héctor, de tremolante casco, partió; y la negra piel que orlaba el abollonado escudo como última franja, le batía el cuello y los talones.
119 Glauco, vástago de Hipóloco, y el hijo de Tideo, deseosos de combatir, fueron á encontrarse en el espacio que mediaba entre ambos ejércitos. Cuando estuvieron cara á cara, Diomedes, valiente en la pelea, dijo el primero:
123 «¿Cuál eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las batallas, donde los varones adquieren gloria, pero al presente á todos los vences en audacia cuando te atreves á esperar mi fornida lanza. ¡Infelices de aquellos cuyos hijos se oponen á mi furor! Mas si fueses inmortal y hubieses descendido del cielo, no quisiera yo luchar con dioses celestiales. Poco vivió el fuerte Licurgo, hijo de Driante, que contendía con las celestes deidades: persiguió en los sacros montes de Nisa á las nodrizas del furente Baco, las cuales tiraron al suelo los tirsos al ver que el homicida Licurgo las acometía con la aguijada; el dios, espantado, se arrojó al mar y Tetis le recibió en su regazo, despavorido y agitado por fuerte temblor que la amenaza de aquel hombre le causara; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo, cególe el Saturnio, y su vida no fué larga, porque se había hecho odioso á los inmortales todos. Con los bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero si eres uno de los mortales que comen los frutos de la tierra, acércate para que más pronto llegues de tu perdición al término.»
144 Respondióle el preclaro hijo de Hipóloco: «¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Hay una ciudad llamada Éfira en el riñón de la Argólide, criadora de caballos, y en ella vivía Sísifo Eólida, que fué el más ladino de los hombres. Sísifo engendró á Glauco, y éste al eximio Belerofonte, á quien los dioses concedieron gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso entre los argivos, pues á su cetro los había sometido Júpiter, hízole blanco de sus maquinaciones y le echó de la ciudad. La divina Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse clandestinamente con Belerofonte; pero no pudo persuadir al prudente héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y mintiendo dijo al rey Preto:
164 “¡Preto! Muérete ó mata á Belerofonte que ha querido juntarse conmigo, sin que yo lo deseara.”
166 »Así habló. El rey se encendió en ira al oirla; y si bien se abstuvo de matar á aquél por el religioso temor que sintió su corazón, le envió á la Licia; y haciendo en un díptico pequeño mortíferas señales, entrególe los perniciosos signos con orden de que los mostrase á su suegro para que éste le hiciera perecer. Belerofonte, poniéndose en camino debajo del fausto patrocinio de los dioses, llegó á la vasta Licia y á la corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad, hospedóle durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero al aparecer por décima vez la Aurora de rosados dedos, le interrogó y quiso ver la nota que de su yerno Preto le traía. Y así que tuvo la funesta nota, ordenó á Belerofonte que lo primero de todo matara á la ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina, con cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de cabra, que respiraba encendidas y horribles llamas; y aquél le dió muerte, alentado por divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los afamados Solimos, y decía que éste fué el más recio combate que con hombres sostuviera. Más tarde quitó la vida á las varoniles Amazonas. Y cuando regresaba á la ciudad, el rey, urdiendo otra dolosa trama, armóle una celada con los varones más fuertes que halló en la espaciosa Licia; y ninguno de éstos volvió á su casa, porque á todos les dió muerte el eximio Belerofonte. Comprendió el rey que el héroe era vástago ilustre de alguna deidad y le retuvo allí, le casó con su hija y compartió con él la realeza; los licios, á su vez, acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que á los demás aventajaba, para que pudiese cultivarlo. Tres hijos dió á luz la esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro, Hipóloco y Laodamia; y ésta, amada por el próvido Júpiter, parió al deiforme Sarpedón, que lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo el odio de todas las deidades, vagaba solo por los campos de Ale, royendo su ánimo y apartándose de los hombres; Marte, insaciable de pelea, hizo morir á Isandro en un combate con los afamados Solimos, y Diana, la que usa riendas de oro, irritada, mató á su hija. Á mí me engendró Hipóloco—de éste, pues, soy hijo—y envióme á Troya, recomendándome muy mucho que descollara y sobresaliera entre todos y no deshonrase el linaje de mis antepasados, que fueron los hombres más valientes de Éfira y la extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de tener.»
212 Así dijo. Alegróse Diomedes, valiente en el combate; y clavando la pica en el almo suelo, respondió con cariñosas palabras al pastor de hombres:
215 «Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al eximio Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con magníficos presentes de hospitalidad. Eneo dió un vistoso tahalí teñido de púrpura, y Belerofonte una copa doble de oro, que en mi casa quedó cuando me vine. Á Tideo no lo recuerdo; dejóme muy niño al salir para Tebas, donde pereció el ejército aqueo. Soy, por consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tú lo serás mío en la Licia cuando vaya á tu pueblo. En adelante no nos acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos troyanos y aliados ilustres me restan, para matar á quienes, por la voluntad de un dios, alcance en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos, para quitar la vida á cuantos te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, á fin de que sepan todos que de ser huéspedes paternos nos gloriamos.»
232 Dichas estas palabras, descendieron de los carros y se estrecharon la mano en prueba de amistad. Entonces Júpiter Saturnio hizo perder la razón á Glauco; pues permutó sus armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban.
237 Al pasar Héctor por la encina y las puertas Esceas, acudieron corriendo las esposas é hijos de los troyanos y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos; y él les encargó que unas tras otras orasen á los dioses, porque para muchas eran inminentes las desgracias.
242 Cuando llegó al magnífico palacio de Príamo, provisto de bruñidos pórticos (en él había cincuenta cámaras de pulimentada piedra, seguidas, donde dormían los hijos de Príamo con sus legítimas esposas; y enfrente, dentro del mismo patio, otras doce construídas igualmente con sillares, continuas y techadas, donde se acostaban los yernos de Príamo y sus castas mujeres), le salió al encuentro su alma madre que iba en busca de Laódice, la más hermosa de las princesas; y asiéndole de la mano, le dijo:
254 «¡Hijo! ¿Por qué has venido, dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, ¡aborrecido nombre!, deben de estrecharnos, combatiendo alrededor de la ciudad, y tu corazón te ha impulsado á volver con el fin de levantar desde la acrópolis las manos á Júpiter. Pero aguarda, traeré vino dulce como la miel para que lo libes al padre Jove y á los demás inmortales, y puedas también, si bebes, recobrar las fuerzas. El vino aumenta mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás de pelear por los tuyos.»
263 Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco: «No me des vino dulce como la miel, veneranda madre; no sea que me enerves y me hagas perder valor y fuerza. No me atrevo á libar el negro vino en honor de Júpiter sin lavarme las manos, ni es lícito orar al Saturnio, el de las sombrías nubes, cuando se está manchado de sangre y polvo. Pero tú congrega á las matronas, llévate perfumes, y entrando en el templo de Minerva, que impera en las batallas,