Paul Thomas Anderson. José Francisco Montero MartÃnez
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Boogie Nights y Magnolia, no en vano, sufrieron en su gestación un proceso de hipertrofia que alteró las intenciones iniciales de Anderson: «Pienso que si tengo algún problema como escritor es el bloqueo, pero al revés, lo cual creo que no debe de ser tan perjudicial como no saber qué escribir. […] Boogie Nights es una película de casi tres horas, pero tenía suficientes páginas para hacer una de ocho»[15]. Magnolia, por su parte, empezó escribiéndose como una película pequeña y barata, y acabó convirtiéndose en una película de tres horas con gran cantidad de personajes y sumamente ambiciosa en todos los aspectos. Anderson ha confesado que este método de escritura es su forma habitual de trabajar: en el proceso creativo que implica la realización de sus películas, lo primero que surge son ciertas imágenes o secuencias y luego inventa historias para darles cabida. Así, los guiones que ha escrito se han puesto en marcha «como una serie de cosas que me interesan, imágenes, palabras, ideas, y lentamente empiezan a tomar forma en las secuencias, los planos, y dialogan entre ellas»[16]. Por ejemplo, en el caso concreto de Magnolia fue decisivo desterrar ciertas actitudes de autocensura creativa y dejar que una idea le llevara a otra sin ponerse límites, lo cual desde luego es visible en el resultado final: el filme intenta acoger muchas de las preocupaciones y temas que interesan al escritor y director.
Como respuesta a sus dos anteriores películas, Embriagado de amor parte de un afán de autodisciplina por parte del director. Ya había dicho después del estreno de Magnolia que «me debo limitar a mí mismo para no escribir excesivamente. Debo refrenar mi ambición»[17]. De aquí proviene que esta película se centre en sus dos personajes principales, continuando y profundizando, en este sentido, la estructura más cerrada de Sydney.
Pozos de ambición, por último, nace como un reto que se impone Anderson como escritor, el de partir por primera vez de un texto previo, la novela ¡Petróleo…! (Oil!), escrita en 1927 por Upton Sinclair[18], de la que intenta en principio adaptar un fragmento como un ejercicio literario pero que finalmente fue creciendo hasta convertirse, tras acoger en su estructura otros materiales con los que Anderson estaba trabajando, en el guión de la película.
No obstante, la tendencia en Anderson a la dispersión corresponde más a la labor del escritor y la búsqueda de criterios de homogeneidad –muy visible incluso en sus películas más corales y abiertas–, a la del director: «Al escritor que hay en mí le gusta bifurcarse en varios personajes, pero al director que llevo dentro le apasiona establecer con astucia las transiciones y conexiones entre ellos»[19]. Así, si como dijo Claude Chabrol «toda película es la prueba de que no existe el caos, porque una película organiza elementos caóticos»[20], es el trabajo de puesta en escena el que intenta proporcionar unidad dramática a los filmes de Anderson, unos intentos perceptiblemente más infructuosos a medida que avanzamos en su filmografía, ganando progresivamente terreno el caos –como tendremos oportunidad de ir comprobando en estas páginas–.
Cine de actores, cine de personajes
Anderson compagina a la perfección la brillantez formal de su puesta en escena con un interés primordial por centrarse en unos personajes ricos en matices y retratados con contornos de gran calado, donde todo el trabajo en la escritura del guión y en la puesta en imágenes va encaminado a iluminarlos en su complejidad. Nunca se trata de personajes monolíticos, ante los que se ofrezca una mirada maniquea, y tal vez la mejor muestra de ello radique en el personaje más sombrío que ha pintado el cine de Anderson, el Daniel Plainview de Pozos de ambición, que aun así no admite una visión unívoca y es capaz de demostrar en un momento ternura e inmediatamente después la mayor de las vilezas. El caso es que el virtuosismo narrativo de que hace gala su cine no es óbice para que la construcción de los personajes esté extraordinariamente conseguida y la labor de los actores sea uno de los aspectos más sobresalientes de sus filmes. Además, de este virtuosismo no se deriva sensación de distanciamiento y frialdad hacia sus criaturas sino todo lo contrario, la mirada hacia ellos denota, simultáneamente a su lucidez, siempre una extraordinaria cercanía.
Para Anderson, como es lógico en un director en el que la caracterización de los personajes adquiere tal importancia, la escritura del guión y el trabajo con los actores están estrechamente vinculados, y probablemente ésta sea una de las causas de la gran intensidad que alcanzan los trabajos interpretativos en sus películas. Pero no conviene llevarse a engaño: semejante método de escritura, que se completa en el trabajo actoral, destierra de su cine cualquier tipo de psicologismo. Por ejemplo, sobre el guión de Boogie Nights ha afirmado lo siguiente: «Espero que una cosa quede clara: este guión no está escrito como un libro… En otras palabras, no hay descripción de comportamientos… En otras palabras, éste es un guión escrito para los actores. Un actor no necesita una descripción completa de su personaje»[21].
Las películas de Anderson evolucionan a partir, básicamente, de un ritmo emocional, son las emociones las que determinan la cadencia del relato –el mismo objetivo, por ejemplo, que el del cine de John Cassavetes, aunque con métodos bien distintos–. El gran logro de su cine radica en que hace convivir magistralmente una puesta en escena en que prácticamente nada es baladí, todos y cada uno de los detalles parecen estar pensados de forma muy premeditada –como tendremos oportunidad de comprobar–, con la sensación de fluidez del relato, la naturalidad de los intérpretes y la verdad que emana de los personajes. Una estrategia, pues, que, en la estela renoiriana, parte de lo cerrado de la planificación pero dejando siempre intersticios abiertos a la entrada de lo imprevisto.
La mirada profundamente compasiva de Anderson hacia sus criaturas no está muy alejada de la de Roberto Rossellini o, de nuevo, Jean Renoir: si algo caracteriza hasta ahora a los personajes de Anderson es la densidad infrecuente de los conflictos a que se enfrentan, incluyendo entre otros el sentimiento de culpabilidad, el miedo pero también la necesidad de amor, el deseo de superación del rencor, la añoranza de la familia, la posibilidad del perdón, el carácter falaz de las apariencias, las consecuencias de la violencia… Si de algún lugar proviene la poderosa emoción que generalmente suscita la visión de una película de Paul Thomas Anderson, con toda seguridad ésta es provocada por la mirada frontal y abierta, compasiva pero en absoluto complaciente, hacia ellos: una mirada, en definitiva, insobornablemente respetuosa hacia los personajes –respeto extensible también, y como consecuencia, al espectador–.
A lo largo de su carrera, Paul Thomas Anderson se ha rodeado de un equipo más o menos fijo de técnicos e intérpretes: como en John Ford o en John Cassavetes, entre muchos otros, los repartos de sus filmes desprenden la sensación de una gran familia reencontrada de película en película. En sus tres primeras obras –no en vano, tres filmes sobre la familia–, Paul Thomas Anderson gustó de contar, ya sea para los papeles principales como sobre todo para los secundarios –en la medida en que esta distinción sea pertinente en su caso–, con un grupo habitual de intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Philip Baker Hall, John C. Reilly, Luis Guzmán, Melora Walters…, actores que en el cine de Hollywood han participado normalmente en papeles secundarios.
Su pasión por el trabajo interpretativo ha tenido importantes consecuencias sobre la forma final de sus películas. De