Matar a la Reina. Angy Skay
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Читать онлайн книгу Matar a la Reina - Angy Skay страница 14
—Tenemos pasta para cenar. ¿Te espero fuera?
—No. Él ya se iba. —Lo miré.
Jack frunció el ceño.
—No, no me iba —contestó con un notable enfado.
—Sí, sí te ibas —añadí, segura de mis palabras.
Soltó un gran bufido y, acto seguido, se puso delante de mí para susurrarme al oído:
—Te debo un azote, y de esta noche no pasa. —Su voz sonó sensual mientras su mirada recorría cada centímetro de mi boca.
Dio media vuelta sin añadir nada más. Ni siquiera miró a Eli, quien lo observaba con verdadera admiración y sin pudor alguno. En ciertas ocasiones, era más sinvergüenza que nadie. Cuando la puerta se cerró y vi a través los tablones de madera que desaparecía por la calle de al lado subiéndose en un coche negro, pasé mis ojos a Eli.
—Siento haberte jodido el polvo.
Le hice un gesto con la mano para que no le diera importancia, aunque, en realidad, sí la tenía. ¿Cómo se suponía que íbamos a vernos después si ninguno de los dos tenía el teléfono del otro?
—¿Era Jack? —me preguntó de nuevo.
Asentí sin decir ni una palabra. Me acerqué a la pequeña nevera que tenía en una esquina del estudio y de ella saqué una botella de ron. Me eché en un vaso de cristal un buen chorro bajo la atenta mirada de mi amiga y me lo bebí de golpe. Le hice un gesto con la mano y ella me imitó, negando.
—¿A qué viene tanta prisa? ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Te he visto agobiada. Tenías que estar pintado.
Sonrió a la vez que se apoyaba en otro de los caballetes más pequeños que se encontraban en la entrada. Me conocía muy bien.
—¿Y bien? —le pregunté de nuevo.
—Tiziano ha llegado de Italia, está esperándote en el club, y tenemos que terminar de organizar la fiesta para mañana.
Asentí. Dejé la bata colgada en el mismo sitio de antes y me dirigí con pasos firmes a ver a mi italiano favorito; o, por lo menos, al que todavía me mostraba una lealtad de las que ya no quedaban.
6
Dos de seis
Jack Williams
Comprobé en mi reloj la hora.
Las doce de la noche.
Mi teléfono móvil sonó y el nombre de Riley acaparó toda la pantalla.
—¿Qué se te ofrece?
—¡Maldito cabrón! Has dejado la nevera sin una puta cerveza.
—Se te está pegando mi vocabulario, y eso no es bueno. Vas a tener que irte a otro sitio a vivir, o tu madre me matará.
Lo oí suspirar.
—Mi madre te mataría si viera que te has largado y me has dejado con una botella de agua congelada y un huevo.
—¿Y? —le pregunté con una sonrisa bobalicona.
—¿Ahora qué ceno yo?
Parecía enfadado, pero su tono no hizo más que provocarme una enorme carcajada.
—¿No sabes hacerte un huevo frito con patatas?
—¡Ah! ¿Es que acaso hay patatas? —ironizó—. A ti nunca te han dicho que hay que dejar apañados a los que nos quedamos en casa, ¿verdad?
—No, no he tenido el gusto.
—¿Cuándo vuelves?
—Espero que dentro de dos días como máximo.
—Más te vale, porque no pienso hacer la compra hasta que llegues. Y que sepas que voy a dejar las cajas de pizza amontonadas en tu cama, por capullo.
Y colgó sin más mientras yo seguía riéndome por la situación tan absurda. Parecíamos un matrimonio.
La puerta del edificio que tenía delante de mí dejó de estar alumbrada. Supe que era el momento, así que bajé de mi coche para encaminarme hacia el parquin de aquel edificio, donde trabajaba el siguiente de la lista que Anker me había proporcionado.
No me costaba nada obtener la información, ya que cada vez que me pasaban uno de los dichosos nombres de la lista, a los pocos minutos recibía una carpeta con toda la información necesaria, y en esa ocasión, eran tres las que tenía en el hotel. Todavía no sabía el motivo de tan temible amenaza, sobre todo por acabar con gente como la que me había pedido, pero tenía claro que tarde o temprano me enteraría. Si no, ya buscaría mis medios para encontrar esa información que me quitaba el sueño algunas noches. Anker Megalos llevaba sin solicitar mis servicios desde hacía mucho tiempo, y en cierto modo sabía que mi marcha le había supuesto un gran disgusto.
Abrí la puerta trasera del garaje de las oficinas y me colé escaleras abajo hasta llegar a una planta que se encontraba totalmente a oscuras. Fui directo al cajetín de la luz, que estaba en esa misma salida, y corté los cables, dejando solo así las de emergencia encendidas. Busqué el coche de la susodicha y lo abrí con un ágil movimiento, rompiendo con sumo cuidado el cristal de la ventanilla trasera, la cual no vería al salir por la puerta. Me sorprendí al comprobar que no disponía de alarma. Y fue mejor; así me evitaba más trabajo. Me senté en el asiento, esperando a que llegase el enigmático momento de quitarle la vida a una de las peores personas que había visto jamás.
Anabel Ferrer era una de las empresarias con más poder en el mundo de la banca, la que se encargaba sin ningún pudor de dejar a miles de familias en la calle, dada la crisis económica que España estaba pasando por aquel entonces. Además, pude verificar ciertos datos que me trasladaron dentro de la caja de Pandora, como yo llamaba a las carpetas que algún chico de los de Anker me traía, y me di cuenta de que no solo se dedicaba a eso, sino que también estaba dentro de todo el meollo de la trata de blanca con menores; algo que me repugnaba. En mi trabajo tenía claro que a mí me pagaban y yo asesinaba. No había más. Pero también sabía qué límites no traspasaría nunca.
Escuché unos tacones pisando con fuerza el suelo gris del garaje. Me recosté en el asiento y esperé unos minutos, hasta que una mujer morena, con el cabello por los hombros y un cuerpo entrado en carnes, pulsó la llave de su coche. Se acomodó en el asiento como si tal cosa y metió la llave dentro de la ranura del contacto. Me incorporé lo suficiente para que pudiese oírme a la vez que me colocaba con la otra mano el pasamontañas para que no pudiera reconocerme, aunque eso tampoco importaba mucho.
—¿Qué tal lleva el tráfico de niñas?
Pegó un bote en el asiento, y comprobé por el espejo retrovisor que palidecía por segundos.
—¿Quién es usted? —me preguntó aterrada—. ¿Por qué lleva un pasamontañas?
Intentó hacer el amago