Matar a la Reina. Angy Skay
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—¡Su...! ¡Suél… te… me! —balbuceó, casi sin poder respirar.
—No tengo paciencia para estas cosas, señora Ferrer. El mundo se alegrará de su muerte, o por lo menos de no tener a semejante monstruo en él.
Y me encargaría de eso: de difundir hasta la saciedad quién era ella. Ya tenía a Riley con todo preparado, y en cuanto su muerte se confirmara, los medios explotarían como una bomba con miles de noticias sobre Anabel Ferrer.
—Dulces sueños. Espero que se encuentre con todas las almas inocentes que ha arrebatado.
Apreté con fuerza su garganta hasta tal punto que abrió los ojos en exceso debido a la presión y a la asfixia que estaba experimentando. Sus manos dejaron de intentar apartar las mías y, finalmente, su cuerpo cayó laxo en el asiento. Bajé del vehículo, abrí su puerta y pulsé el botón de la ventanilla para terminar de rematar el trabajo. Saqué mi pistola con silenciador de la parte trasera de mi pantalón y disparé a su frente, concluyendo mi misión ese día.
Contemplé mi reloj de nuevo. Solo había necesitado una hora para acabar, así que decidí que quizá era lo suficientemente pronto como para poder darme una vuelta por Barcelona y pararme en el sitio que estaba deseando desde por la mañana.
El teléfono vibró en mi bolsillo y paré en el arcén al darme cuenta de que era él quien me llamaba.
—¿Has terminado de sacar la basura?
—Sí.
—¿Has abierto el próximo?
—No.
Se refería a la carpeta.
Nunca había tenido trabajos tan extensos, y no me gustaba ser impaciente ni obsesionarme con la siguiente persona. Por eso mismo preferí esperar antes de echarle ni un simple vistazo a la documentación que reposaba en mi habitación del hotel.
—Deberías mirarla antes de estar paseando. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Pareció molesto al otro lado de la línea, y me atreví a ser tan impertinente como de costumbre:
—¿Por qué, Anker?
—¿Por qué qué? —gruñó.
—¿Por qué tanta gente? ¿A quién estás buscando realmente?
—No alteres el proceso de las cosas. Antes de atrapar a la mandamás, tienes que acabar con todos sus secuaces, con todo su mundo y con todo lo que la rodea.
No lo veía, pero sabía que estaba apretando los puños tanto que los tendría morados.
—Debe ser algo muy personal —afirmé.
—Lo es. Fin de la conversación.
Colgó. Ahora solo me quedaba descubrir a quién le tenía tanto cariño Anker Megalos y por qué.
Llegué al hotel y me di una extensa ducha que me supo a gloria. Me senté en el pequeño sillón que había en la habitación y comencé a ponerme los calcetines cuando una idea apareció por mi cabeza.
La carpeta.
Me dirigí con rapidez a mi maleta y la abrí. Y allí estaba, llamando mi atención.
Óscar Soler.
Ese era el nombre que aparecía al principio. Una foto lo acompañaba junto con todos los datos de su residencia, sus sitios más habituales, fotografías de él caminando… Pude descubrir que era un político de renombre en España, pero también que tenía trapicheos con el tráfico de mujeres y órganos. Los nombres de las diversas mafias con las que había trabajado aparecían escritos uno por uno en la ficha, y no me sorprendió ver a gente importante de ese mundo registrados en aquellos folios.
Había vivido muchos años instruyéndome para ser lo que era, y conocía de sobra a los enemigos que me rodeaban, tanto a los que querían acabar con mi vida como a los que pagarían cantidades millonarias para que trabajara con ellos. Pero a mí me gustaba estar solo. Quería y necesitaba ir por libre, sin nadie dándome órdenes y aceptando únicamente los trabajos que yo quisiera.
Entre todas las fotografías, una llamó en especial mi atención al recordar esa fachada negra con una simple joya gigantesca en rojo, donde debajo podía leerse: «Diamante Rojo».
Era el club que se encontraba frente al estudio de Micaela. Lo había visto esa mañana y la última vez que estuve en Barcelona hacía unos meses. No le preguntaría directamente a ella, ya que no pretendía involucrar a una persona normal dentro de la mierda de mundillo en el que vivía, y menos tratándose de gente tan importante como parecía que lo era el tal Óscar. Pero, a decir verdad, estar cerca de allí me beneficiaría un tanto para poder acercarme más a él. Intentaría no demorarme más de lo debido, pues quería volver a Atenas dos días después, a mucho tardar.
Había algo que no me gustaba, y ese algo tenía nombre y apellidos de tirano. Tenía que quitármelo de encima cuanto antes, ya que comenzaba a arrepentirme de haber aceptado el dichoso trabajo que tanto misterio se traía.
Cuarenta minutos después estaba plantado en la acera de enfrente del local de Micaela. Miré la fachada de reojo y vi una cola extensa de gente, para ser jueves, esperando en la puerta del club. Dos porteros flaqueaban la entrada. Ambos llevaban pinganillos en sus orejas, gafas de sol y trajes oscuros con camisas blancas. Volví mi vista al local al que pretendía ir y discerní desde las rendijas de la madera una tenue luz encendida. Estaba despierta.
Miré el reloj y vi que eran casi las tres de la mañana, pero no me importó. La necesidad de estar cerca de ella me era más fuerte. Todavía no entendía el jodido motivo, y tampoco me gustaba. No podía enamorarme de una mujer, y menos de ella; de una frágil y buena persona, de alguien que, aunque la conociera poco, no tenía problemas ni se rodeaba de sangre y asesinatos. No. Si ella lo supiese, jamás podría llegar a quererme, por no hablar de la enorme distancia que nos separaba. Y aunque fuese lo de menos, el resto tenía demasiado peso como para obviarlo.
Dirigí mis pasos hacia los tablones que cerraban la vivienda y me asomé por los huecos que había. Allí estaba: en la misma esquina, concentrada ante un enorme caballete con un lienzo considerable de lo que parecía ser la Catedral de San Basilio de Moscú. Pero no estaba seguro, ya que solo pude apreciar algunas formas de esta. No sabía nada de ella, simplemente que se dedicaba a la pintura y que era su pasión.
Vi cómo se colocaba las gafas sobre el puente de su nariz cada vez que estas intentaban escapar. Ese gesto tan tonto me hizo gracia. Y, por qué no decirlo, mi bragueta casi reventó al pensar en esas manos sobre mi polla. Movía el pincel con una soltura desorbitante a la vez que mezclaba los colores en la paleta que sostenía en su mano izquierda. Por un momento, observé sus ojos brillantes cuando se quedó fijamente mirando el lienzo. Sin duda, le gustaba lo que acababa de conseguir.
Llegué hasta la puerta, sin poder estar durante más tiempo observándola como si fuese un jodido demente, y giré el pomo. Sin embargo, esa vez estaba cerrada. Toque dos veces con impaciencia por tenerla frente a mí. Para mi disgusto, el minuto que tardó en abrir se me hizo eterno.
Se asomó por la ventanilla que tenía justamente al lado y me vio. Sonreí como un imbécil. Cuando la puerta se abrió,