Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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otra vez, dándome a entender que esa sensación no la provocaba el inspector, sino Jack. Pero Eli me lo impidió—: ¡No! Está observando todo el local.

      —¿Crees que es policía?

      —No lo sé, pero lleva un rato inspeccionándolo todo. Entra en el reservado y no salgas hasta que no te dé la señal.

      —Intenta deshacerte de él. Busca cualquier excusa para sacarlo de la fiesta.

      —Entendido.

      Desapareció de mi vista. Cuando llegué a una esquina donde no podía verme, lo observé apoyado en una de las columnas. Las mujeres se arremolinaban alrededor de él. Con desinterés, se dedicaba a negarse a bailar con alguna, incluso a aceptar una copa de las camareras que rondaban por la sala con bandejas llenas de chupitos. Abrí las cortinas del reservado y entré con rapidez. Les eché una mirada rápida a las chicas y estas salieron de allí sin rechistar. Aarón tenía la camisa completamente abierta, las mangas a la altura de los codos y el cinturón de su pantalón desabrochado, con la bragueta abierta hasta abajo.

      —Veo que estás pasándotelo bien.

      —Estoy… Estoy… —Se tocó la cabeza—. ¿Qué… me has echado… en la copa? —balbuceó.

      —Has bebido demasiado. Tranquilo, mañana solo tendrás una gran resaca.

      Caminé en su dirección como una tigresa a punto de cazar a su presa mientras él se tambaleaba un poco hacia delante, aunque sin que llegase a notarse en exceso. Sin pensármelo, remangué mi vestido con lentitud hasta la mitad de mis muslos, provocándolo, y me coloqué encima de su entrepierna. Él abrió los ojos de par en par, sin creerse lo que estaba haciendo pero sin hacer esfuerzos por quitarme de mi posición.

      —¿Qué…?

      —Shhh… —Bajé mi lengua por su clavícula hasta llegar a su cuello y después a su oído—. Vamos a divertimos, Aarón.

      Cogí un preservativo que había sobre la mesa, lo abrí y, sin más dilación, saqué su grueso miembro de los calzoncillos al mismo tiempo que con mi mano libre apartaba mi ropa interior hacia un lado. Posicioné mi sexo a la altura precisa y, con lentitud, fui introduciéndolo en mi interior, amoldándome a su grosor. En cuanto un jadeo ahogado salió de su garganta, agarró mis caderas con fuerza. Sus ojos se fijaron en mí, y antes de que pudiera decir nada, comencé un baile desenfrenado, llevándolo hasta la línea que rozaba la locura.

      Demasiados kilómetros

      —¿Has visto la grabación? —Eli asintió—. ¿Y bien? —le pregunté de nuevo.

      —Lo tenemos pillado por los huevos. Cuando entraste, la camarera dejó una bolsita con cocaína encima de la mesa y todo lo necesario para meteros una buena raya. Podrías echarle en cara muchas cosas y, aun así, no tendría los medios suficientes para rebatirte.

      —Bien —añadí triunfal.

      Mientras pensaba en el momento en el que me llamaría, que no tardaría en hacerlo, escuché atentamente cómo Eli me contaba lo desubicado que estuvo el inspector cuando despertó en el sillón de terciopelo y se dio cuenta de lo que había pasado. Había sido tan imbécil que cayó en la trampa de la Reina sin darse cuenta.

      —Ahora saldré para Huelva, voy a visitar a mi abuela. El domingo estaré de vuelta por la noche y el lunes nos iremos. ¿No vemos aquí? —le pregunté a Ryan.

      Asintió.

      Sin tiempo que perder, salí de mi despacho en dirección a mi apartamento. Tenía que recoger la maleta y marcharme cuanto antes, o no me daría tiempo a estar con la persona más importante de mi vida. Antes de salir, me encargué de llamar a Jan para ponerlo al corriente de todos los acontecimientos; claro que él ya estaba puesto al día de algunos. Le pedí que nos viésemos en su despacho en media hora. Dejaríamos firmados los documentos necesarios antes de mi partida a Atenas. Si algo salía mal, quería tenerlo todo bien atado.

      Antes del mediodía me encontraba atravesando el umbral de la puerta de la casa de mi abuela mientras ella me llenaba de tiernos besos y diversas collejas, como solía hacer cada vez que tardaba más de la cuenta en visitarla.

      —¡Un año! —me gritó enfadada.

      —Casi —la corregí.

      —¡Da igual! ¡Casi un año sin ver a tu abuela! ¡Sinvergüenza!

      Me reí por su tono. Cómo la echaba de menos. Mientras preparábamos la comida, nos pusimos al día sobre todo lo que había evolucionado el negocio, sobre Eli, a la que apreciaba bastante, y también hablamos de temas triviales y de los últimos achaques que tenía.

      —Pero no te pienses que esto va a matarme, que no. Ya te digo yo que bicho malo…

      —Nunca muere —terminé por ella.

      Siempre tenía un refrán en mente para todo. Y era algo que me encantaba.

      Nos permitimos salir de compras, andar por Huelva y visitar los pequeños pueblos de los alrededores con el coche que había alquilado. Un rato más tarde, cuando ya entraba la noche, mi abuela se excusó diciendo que tenía que recoger la lavadora, pero, en realidad, lo que le pasaba era que ya no podía caminar más. Así que, después de cenar, la dejé y terminé de hacer algunas compras para la casa en los locales que aún seguían abiertos a tales horas en el paseo marítimo. Pequeños detalles que la alegrarían, como una cafetera nueva, un tostador y un juego de sartenes del que se enamoró según pasábamos por la tienda y que no me permitió comprarle, según ella, porque la consentía mucho.

      Al llegar a casa, vi un vehículo que me era tremendamente familiar. Me percaté de que la puerta estaba entornada, lo que me asustó. ¿Le habría pasado algo? Como un torbellino, llegué hasta el salón, y al ver a Jack sentado con ella en la mesa grande, casi me dio un infarto.

      —¿Qué haces tú aquí? —le pregunté asombrada.

      Giró su rostro para contemplarme con una sonrisa risueña. A saber qué estaría contándole Lola Bravo de su nieta, ya que tenía un álbum de fotos sobre la mesa abierto de par en par. Y, precisamente, las que salían no eran de hacía pocos años.

      —No me habías hablado de este hombre tan majo.

      Ignoré el comentario de mi abuela, centrándome en el hombre que me devoraba con los ojos.

      —¿Cómo sabes dónde vive mi abuela?

      —Perdona. —Se levantó—. Fui a verte a tu estudio —mi abuela me observó; le lancé una mirada y le supliqué al cielo que no le hubiese dicho nada—, pero allí no había nadie. Y, casualmente, vi que Eli cruzaba la calle. Se ve que iba a buscarte.

      —¿Ella te ha dado la dirección?

      Asintió. Yo no terminaba de creérmelo.

      —Me dijo que… —Se lo pensó—. Bueno, da igual. Me dijo que estarías aquí hasta el domingo. Mi vuelo sale el lunes también, y no quería marcharme sin despedirme de ti.

      Me

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