Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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de mi sexo y comenzó introducirse en él con calma. Creí morir. Posé mis manos en sus hombros, pensado que las piernas no aguantarían mi propio peso, e intenté por todos los medios quedarme de pie. Una mano comenzó a masajear mi pierna derecha y a castigar mi botón con soltura. Con la otra, vi que se agarraba su hinchado miembro y comenzaba a deslizarlo arriba y abajo, con lentitud. Esa imagen me puso más caliente, si es que era posible. Deseé ser la mano que lo acariciaba, los labios que lo besaran y la boca que lo devorara. Hice el amago de apartarme, pero me lo impidió soltando su miembro para apretar mi cuerpo contra el frío azulejo de la ducha. Elevó sus ojos hasta que se topó con los míos y, con una contundente frase, me advirtió:

      —No te muevas, y no grites. —Eso último lo dijo sonriendo. Volvió a mi sexo y concluyó—: Si no, pararé.

      Me dejé hacer durante no sé cuánto tiempo, viendo cómo castigaba su erección con una brutalidad tremenda. Sus movimientos iban acompasados con los ataques a mi sexo. Eché la cabeza hacia atrás, arqueando mi espalda, sintiendo que el aire no llenaba lo suficiente a mis pulmones y comenzando a marearme cuando noté la forma en la que el orgasmo se acercaba. Cogió mi tobillo y tiró de él hacia abajo, de manera que terminé tumbada en el plato de la ducha con las rodillas dobladas a media altura, ya que no cabíamos para extendernos tanto. Pensé que me follaría como un loco, pero eso no sucedió. Ascendió por mi vientre repartiendo pequeños lametones, llegó a mi boca y se perdió en ella, sin dejar de bombear con sus dedos dentro de mí.

      —Jack… —gemí.

      Sentía que llegaba tan rápido que me maldije por no esperar un poco más, aunque lleváramos bastante tiempo en la ducha; tiempo que a mí se me hizo corto para lo que deseaba.

      Al escuchar su nombre en mis labios, se separó de mí, irguió su cuerpo y se quedó entre mis piernas sin dejar de contemplarme. Sus ojos se clavaron en los míos como el fuego que arrasa un campo lleno de matas secas. Masajeó su miembro sin descanso, acentuó su mirada y, con la voz más erótica que había escuchado en mi vida, me dijo:

      —Córrete, Micaela.

      No necesité nada más para dejarme arrastrar por la pasión que me arrollaba. Noté que un líquido caliente caía sobre mi vientre, empapándolo por completo. Comprobé con mis propios ojos cómo culminaba sobre mí mientras su hermoso rostro se echaba hacia atrás y entreabría los labios. En ese instante, creí que explotaría de nuevo con solo contemplar su endiablado cuerpo.

      Media hora después, mi abuela se movía con soltura por su cocina, que era la parte más grande de la casa, junto con el salón. Cogió un enorme paquete de harina y yo me senté para comer algo.

      —¿Quieres café? —interrumpí la conversación tan divertida que tenían sobre recetas de cocina.

      Ya sabía una cosa más: le gustaba cocinar.

      —Sí, por favor.

      —¿Azúcar? —le pregunté, estirándome para coger las tazas que estaban en el último estante.

      Mi abuela no las usaba, y yo era persona de desayunar con grandes tazas de porcelana casi siempre, y si era con el dibujo de una Matrioshka, la muñeca típica rusa, mejor que mejor. Ella tenía una taza especial guardada en ese mismo estante. Era blanca, con una muñeca con muchos toques rojos, mi color favorito. Saqué otra en tonos azules y vertí el café.

      —No. —Se la dejé frente a él—. Gracias —susurró con media sonrisa y miles de promesas pecaminosas.

      Cogí la mía y la llené hasta que la leche fría casi se desbordó. Me senté a su lado y di un pequeño sorbo, escuchando su conversación:

      —No puedo creerme que te guste la cocina y nunca hayas hecho esta receta. —Mi abuela se refería a las croquetas.

      —Nunca me llamaron la atención, pero tampoco tuve a nadie que me la enseñara. —Sonrió, aunque esa sonrisa no iluminó sus ojos, como habitualmente sucedía.

      —¿Tu madre nunca las ha hecho? —se extrañó.

      —Me crie en un hogar un tanto extraño. —El ambiente se tensó—. Y la familia que me adoptó no cocinaba mucho, que se diga.

      Al ver que el silencio se creó en la cocina, mi abuela, experta en situaciones complicadas, salió del paso:

      —Pues has hecho bien en conocerme entonces. Ya verás como no se te olvida en la vida. —Se colocó un triunfo ella sola.

      —De eso estoy seguro. —Me miró con un brillo especial en los ojos. Yo hice una mueca. Mi abuela era así, y como ella decía, «Soy como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como»—. ¿Tomas la leche sin nada?

      De nuevo, pareciendo más tonta que lista y sin saber el motivo, moví mis hombros en señal de «Sí, ¿qué pasa?».

      —Es lo que desayuna desde bien pequeña. Tiene unos gustos muy raros —le contestó Lola por mí.

      —Que no me guste el café no significa que sea rara, abuela.

      Ella puso los ojos en blanco al no estar conforme con lo que le decía. Entonces, la pregunta que sí que cortó el ambiente fue la que Jack hizo a continuación:

      —¿Tus padres viven aquí?

      No miré a mi abuela, sino que clavé mis claros ojos en él. Tragué saliva y contesté, zanjando el tema de raíz:

      —No. Mis padres y mi hermano murieron hace mucho tiempo.

      Mi abuela dejó de batir los huevos y otro silencio sepulcral se instauró, más intenso que el anterior, con la única excepción de que Lola Bravo comenzó a batir los huevos de nuevo, con un poco más de fuerza. Me colocó la primera bandeja de masa delante de mí. Pegué dos palmadas en el aire cuando me pringué las manos con la pastosa masa.

      —Y digo yo que, si ambos volvéis a Barcelona, ¿por qué no vais juntos en el coche? —Experta en situaciones complicadas, lo que yo decía—. Pagáis la gasolina a medias y hacéis el viaje más ameno.

      Jack y yo nos miramos durante un segundo. Echó su cuerpo hacia atrás en la silla, recostándose, y después se pasó una mano por la barbilla de manera sensual.

      —Me parece una idea fantástica. Si tú quieres, claro.

      De reojo, vi que mi abuela sonreía de medio lado, orgullosa por lo que acababa de conseguir.

      —Entonces, debéis descansar un poco. Anda, marchaos a la cama, y cuando vayamos a comer, salís.

      —Pero… ¿y las croquetas? —le pregunté, mirándola extrañada.

      —Ya las hago yo, mi niña —me contestó con una dulce sonrisa—. Así tendrás la excusa para venir a verme.

      —No necesito excusas para eso. —Me molestó su comentario, pero lo disimulé.

      —Entonces, rectifico: tendré la excusa perfecta para echártelo en cara y de esa manera vendrás, o vendréis —miró a Jack—, antes a verme. ¡Andando!

      Sin más, nos echó a cada uno a una habitación distinta, ya que los dos no cabíamos en mi cama de noventa. No conseguí cerrar los ojos ni cinco minutos, y eso que estaba agotada. El único pensamiento que rondaba

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