Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá

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Noche de alacranes - Alfredo Gómez Cerdá Gran Angular

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–rió Catalina–. Así me dará tiempo a comerme otro pastel.

      —Si quieres, te llevo la bandeja –comentó Julio.

      —¡Oh, no! –la risa de Catalina se amplió–. ¡Qué iban a pensar esos zagales de mí!

      Salieron del despacho y cruzaron muy despacio el vestíbulo principal del instituto. Se notaba un ajetreo de muchachos, que se dirigían hacia el salón de actos. Algunos profesores los apremiaban y los recriminaban por meter demasiado ruido.

      Entonces Catalina se dio cuenta de que una enorme pancarta de tela cruzaba el vestíbulo.

      —¿Estaba aquí antes esta pancarta? –preguntó a la directora.

      —Sí, la pusimos ayer.

      —Pues no la he visto. He pasado frente a ella y no la he visto. ¡Qué curioso!

      Se detuvo un instante y la miró con detenimiento. Luego, leyó entre dientes las cuatro palabras que allí había escritas:

      BIENVENIDA, CATALINA MELGOSA ‘‘DELGADINA’’

      Observó que la pancarta había sido atada por los extremos a dos grandes columnas. En ellas habían pegado dos retratos suyos. Uno, muy antiguo. El otro, actual.

      Señaló al antiguo y se acercó un poco para verlo mejor. La fotografía estaba muy ampliada.

      —Esta foto me la sacó Lucien en Toulouse, cuando nos hicimos novios –comentó–. Tenía por lo menos veinticinco años. Con las fotos me pasa igual que con los pasteles, hasta que no pasé de los veinte, no supe lo que eran. Siempre me han pedido una foto de cuando tenía quince o dieciséis, de la época en que estuve con ellos, con los del monte; pero allí no había máquinas de retratar.

      Se acercaron hasta la puerta del salón de actos y la directora presentó a Catalina a varios profesores. Todos se mostraban encantados, sonrientes, amables. Del interior llegaba una enorme algarabía, que los gritos de un profesor no conseguían mitigar.

      —Ya sabes cómo son los chicos de ahora –comentó la directora, como previniéndola.

      Pero en el instante mismo en que Catalina Melgosa franqueó la puerta del salón de actos, como por arte de magia se produjo un silencio sepulcral. Todos los alumnos y alumnas clavaron su mirada en aquella mujer, que podía ser su abuela, y que caminaba de manera un poco cansina, arrastrando ligeramente los pies. Tenía un aspecto diferente a cualquier abuela, o al menos a ellos se lo parecía en esos momentos. Mantenía el cuerpo muy derecho y la cabeza siempre alta. Su pelo, completamente blanco, como de plata, daba un aura especial a su cabeza. No era una mujer gorda, ni de complexión fuerte, pero tampoco hacía honor al apodo que la había hecho tan famosa en otros tiempos: Delgadina.

      Se agarró al brazo de Julio para subir los cinco escalones que la conducirían al escenario. Habían colocado una mesa alargada en el centro, con varias botellas de agua y algunos vasos.

      El jefe de estudios, sin duda con vocación de ingeniero, encendió en esos momentos las luces y conectó la megafonía, que había estado probando una y otra vez para que no fallase. Apretó el interruptor de un micrófono y lo golpeó con suavidad varias veces. Al notar que el impacto del golpe se oía por los altavoces respiró tranquilo y dejó el micrófono con cuidado sobre la mesa.

      Julio condujo a Catalina al centro del escenario, pero no a la mesa, sino a la parte anterior. Con disimulo hizo entonces una seña que todos pudieron ver y, al momento, aparecieron un chico y una chica. Ella llevaba un folio en las manos. Él, un ramo de rosas rojas.

      Con su habitual disposición, Julio cogió el micrófono y se lo entregó a la chica al tiempo que hacía un movimiento afirmativo con su cabeza. Estaba claro que habían ensayado todos los prolegómenos del acto. Al sentir el micrófono en su mano, la muchacha no pudo disimular el nerviosismo, pero no se amilanó y, después de carraspear un par de veces para aclararse la garganta, leyó lo que llevaba escrito en el papel con la voz entrecortada por la emoción:

      —Querida Catalina: todos los profesores y alumnos de este instituto queremos darte las gracias por compartir este rato con nosotros. Es un orgullo y una satisfacción que hayas querido venir. Tu vida es un ejemplo para los jóvenes de ahora, para todos los jóvenes que queremos un mundo mejor, más justo y más libre. Gracias, Delgadina.

      Nada más terminar la lectura, el chico avanzó decidido hacia Catalina y le entregó el ramo de rosas. Ella sonrió a ambos con un gesto que expresaba todo su agradecimiento. Y entonces, sin que nadie hubiese hecho una señal, todos los zagales que abarrotaban el salón de actos comenzaron a aplaudir.

      4

      Regresó al salón con una bandeja sobre la que llevaba una taza humeante de tila, y un platito con un pastel de los que se había traído del instituto. La directora se había puesto pesadísima con los pasteles.

      —Llévatelos, llévatelos...

      Colocó la bandeja sobre la mesa baja, frente a la butaca, y fue a buscar al mueble aparador la botella de licor. La destapó y olió el tapón como si fuera una experta sumiller, a continuación echó un chorrito en la taza de tila. Añadió azúcar y lo removió todo cuidadosamente con la cucharilla. Luego, cogió la taza con ambas manos y se sentó en la butaca. Sentía cómo sus dedos se iban calentando y bebió un sorbo, y luego otro, y otro más.

      Se dejó abrazar por el respaldo de la butaca y clavó la mirada en el ramo de rosas rojas que había metido en un jarrón lleno de agua, con una aspirina para que durasen más. Pensó que la habían agasajado muy bien en aquel instituto, pues le habían obsequiado con dos de las cosas que más le gustaban: las rosas rojas y los pasteles. También le habían regalado una placa dorada sobre una peana de madera, con una inscripción y con su nombre grabado con unas letras muy historiadas. Pero las placas no le hacían mucha gracia, siempre le recordaban las frías lápidas de los cementerios.

      Sin embargo, las rosas eran espléndidas, y además desprendían un olor que se notaba en toda la casa. Desde que era una niña le habían entusiasmado las flores.

      Quizá la culpable de aquella afición hubiera sido su propia madre, que siempre tenía tiempo para liar ramilletes con las flores que iba arrancado de los matorrales que crecían junto a los senderos, de los prados, de entre los pedregales, del bosque, de las orillas del río... Llenaba su mandil con ellas hasta que rebosaba. Al llegar a casa las desparramaba sobre las lanchas del suelo, junto a la puerta, y las iba agrupando. Unas, permanecerían lozanas unos días más, en un jarro con agua; otras, las dejaría secar y luego las guardaría en saquitos de tela.

      Para su madre, las flores no eran solo flores, sino que encerraban en sí mismas todo un mundo de propiedades casi mágicas. A Catalina le fascinaba oírle contar lo que una simple flor, unas hojas, un tallo o una raíz encerraban dentro. Quizá por eso, en muchas ocasiones, la provocaba con sus preguntas, solo por oírla, por embelesarse con su sabiduría.

      —¿Qué flor es esta, madre?

      —Tragapán le decimos por aquí, aunque otros la llaman Narciso. Es mano de santo para la tos ferina.

      —¿Y aquella otra?

      —Azucena silvestre; con sus bulbos, cocidos y aplastados, se hace un emplaste que cura los forúnculos. Y aquella es la achicoria, que afloja las tripas. Con la flor del escardamulos se hace

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