Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá
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—Para casi todo. Si creciera en estos montes una planta que engordase a las personas te la daría a todas horas, que me causa desazón verte en los huesos. Pero está visto que para engordar lo que hace falta es pan, y cuando no lo hay...
—Pero algunas plantas dan ganas de comer a quien no las tiene, ¿no es verdad, madre?
—Sería un delito dártelas a ti –la madre negaba repetidamente con la cabeza–. ¿Para qué abrir el apetito cuando no se tiene qué comer?
—Yo no paso hambre, madre.
—Comes menos que un jilguero, así estás de delgada. Las tripas se encogen cuando no las echamos comida suficiente.
—¿Mis tripas se han encogido, madre? –preguntaba Catalina con un poco de preocupación.
—Las de todos los que vivimos aquí se han encogido, de hambre y miedo, que el miedo también las encoge. Pero las tuyas han encogido más, por eso no engordas ni creces, aunque estás en la edad de hacerlo.
El recuerdo de la madre se volvía tan nítido en la mente de Catalina, que en algún momento llegó a pensar que, por algún misterioso encanto, estaba hablando con ella en la realidad. Podía verla sentada en una silla, a su lado, mirándola con esos ojos, grandes y claros, que ella había heredado. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que eran como una ventana abierta sin visillos ni cortinas que dejaba al descubierto su atormentado mundo interior.
—Madre –llegó a decir en voz alta.
Luego se asustó por haber creído en aquel espejismo y, a continuación, sonrió y se llamó vieja un par de veces. Pero no renunció al juego, que le incomodaba y le apasionaba a la vez, y cogió otro pastel. Miró la silla vacía donde había creído ver a su madre y dijo en voz alta:
—Este por usted, madre. Las tripas son como un acordeón: se encogen, pero también se estiran. Estos pasteles no están tan ricos como las rosquillas que usted hacía en la sartén en ocasiones especiales, esas que te dejaban en la boca un regusto anisado y dulce, pero se dejan comer.
Pensó que las madres de entonces no eran como las de ahora. Las de entonces callaban siempre, pasase lo que pasase. Eran firmes y duras, como una montaña, y jamás exteriorizaban sus sentimientos y sus emociones, aunque en sus entrañas se cociese la lava de un volcán.
Así había sido su madre.
Cuando quería saber qué le bullía dentro de la cabeza, Catalina la miraba a los ojos sin que se diese cuenta y trataba de leer en ellos. Por lo general, lo que descubría le causaba espanto y una gran desazón, sobre todo desde aquel día en que los guardias se presentaron de madrugada en casa, derribaron la puerta y registraron hasta el último rincón. A los tres los mantenían fuera, en fila, vigilados en todo momento. Desde allí podían escuchar los golpes que ocasionaban los destrozos de sus escasas pertenencias.
Cuando se cansaron de romper, uno de los guardias se acercó a ellos y, pistola en mano, les preguntó:
—¿Dónde están?
Nadie respondió a la pregunta que el guardia no volvió a repetir. Señaló primero a la madre y luego al hermano. Los demás guardias, a empujones, los obligaron a caminar.
—Vámonos –gritó el que mandaba la partida.
—¿Y esta? –uno de los guardias se fijó en Catalina.
—No ves que es una niña.
Catalina vio cómo los guardias se alejaban por el sendero formando dos filas. Entre medias caminaban su madre y su hermano. Entonces sintió una congoja muy extraña, que le salía de lo más hondo. Se sorprendióde que algo tan fuerte pudiera caber dentro de su cuerpo. Era una fuerza misteriosa que se agarraba a sus entrañas como un náufrago se aferra a una tabla en medio del océano. Y le dolía mucho aquel estrujamiento que poco a poco se iba extendiendo por todo su ser; el dolor era muy raro y muy fuerte.
Sentía ganas de llorar, pero de llorar como nunca antes lo había hecho, y de gritar con rabia. Pero no hizo ni una cosa ni otra. Cuando los perdió de vista, entró en la casa y contempló la desolación. Entonces se dio cuenta de que ahora todo dependía de ella. Tendría que recomponer las cosas que aquellos hombres de uniforme habían roto y ocuparse de las tareas de su madre y de su hermano sin descuidar las suyas. Cuando ellos regresasen debían encontrarlo todo como si nada hubiera ocurrido.
Durante varias semanas cavó la mísera huerta, a pesar de que los dedos se le llenaron de ampollas. Ordeñó la vaca que estaba recién parida y caminó cada día cargada con un cántaro los diez kilómetros que le separaban de la casa del médico de la zona, donde la vendía. Se ocupó de que las gallinas tuvieran algo que picotear y de que a la cabra no le faltase pasto. Preparó a diario la escasa comida y, al poner la mesa, colocaba siempre tres platos y tres cubiertos. Barrió cada mañana la casa. Nunca faltó agua fresca en las tinajas. Incluso, una tarde, a la caída del sol, cogió la caña de su hermano y se fue a pescar como él hacía; regresó con una trucha, un remojón y una satisfacción difícil de explicar. Si por la noche oía aullar al lobo, salía de casa envuelta en una manta con una estaca que apenas podía sostener entre las manos y permanecía vigilante, sin dejar que el miedo se apoderase de ella.
Un mes después, mientras unas patatas terminaban de cocer en la olla con media docena de vainas y unas hojas de laurel, por la ventana entreabierta le pareció descubrir algo. Salió corriendo de la casa y se plantó en medio del sendero. Al descubrir las figuras de su madre y de su hermano, la embargó un enorme sentimiento de felicidad. Quería gritar de alegría, reír, saltar, correr hacia ellos, abrazarlos... Pero volvió a contenerse. Quizá por primera y única vez en su vida se preguntópor qué era así, por qué toda la gente de aquella tierra contenía sus emociones y sus impulsos. No podía explicarlo, ni siquiera compartirlo; pero era consciente de que ella pertenecía también a aquella tierra de costumbres tan rudas.
Los dos habían adelgazado, a pesar de que ya estaban muy delgados cuando se los llevaron los guardias. El hermano tenía la cara amoratada y el labio inferior partido, cojeaba visiblemente al andar, como si le costase apoyar uno de sus pies en el suelo. La madre no tenía señales visibles de violencia, pero su aspecto estuvo a punto de hacerle perder el sentido: le habían afeitado totalmente la cabeza y la habían obligado a caminar así hasta su casa, sin una miserable tela con la que poder cubrirse, como un animal marcado con un hierro candente.
Al llegar a su altura, la madre y el hermano se detuvieron un instante. Cruzaron una fugaz mirada. A pesar de todo, Catalina sentía una inmensa satisfacción por volver a tenerlos en casa.
—La comida está preparada –les dijo.
5
Sostenía la taza de tila entre sus manos como si se tratase de una deslumbrante piedra preciosa. La envolvía con sus dedos para retener el calor que se extinguía poco a poco. Fue a beber de nuevo y se dio cuenta de que estaba vacía. La dejó entonces sobre la mesa y pensó si sería conveniente meterse en la cama o permanecer un rato más en la butaca, aguardando la llegada del ansiado sueño.
Muchas noches se había quedado dormida en la butaca. De pronto, empezaba a sentir una placidez que la envolvía y que relajaba todo su cuerpo, como un masaje muy suave, casi imperceptible. Comenzaba a pesarle la cabeza más de la cuenta y los párpados se cerraban a su antojo, sin pedirle permiso. Entonces se entregaba como una amante sumisa y dejaba que el sueño la abrazase con pasión y dulzura. Todo