Velocidad de los jardines. Eloy Tizón
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Y dentro del vagón había dos más.
Aún no se había inventado el Alzheimer. Cuando nuestros abuelos perdían la memoria lo hacían por demencia senil o demasiados años encima o causas desconocidas. Fuera triunfaban toda clase de enfermedades modernas y aerodinámicas, dispuestas a ser ensayadas con éxito. Pero nosotros, aquí en la periferia sur de Europa, que no leíamos revistas científicas ni estábamos al día de las últimas y novedosas tendencias mortuorias, seguíamos yendo a los asilos a morir de las mismas decrépitas y lentas enfermedades de siempre, que ya no se estilaban: insuficiencia renal, rubeola, escarlatina, tos ferina, peritonitis, cólico miserere.
Un día, en un museo del cine, viste un antiguo aparato óptico denominado zoótropo, que te fascinó. Un carrusel con fotografías y espejos montado en un cilindro, que al girar producía una bella ilusión de movimiento: el galopar de un corzo. Ningún corzo real, sorprendido en medio de la espesura, en plena naturaleza, te ha acelerado tanto las pulsaciones, después, como ese juguete proustiano, gracias al cual entendiste el espejismo del arte y su galopada fantasma. Hacer arte era volar sin moverte de tu sitio.
Del vértigo de la velocidad al vértigo de la quietud: entre esos dos extremos te lo jugabas todo, en un solo párrafo.
Tenías la corazonada, entonces, de que morirías joven. En un accidente de automóvil, tal vez. Antes de soplar treinta velas. Ese era el plazo. Ya no recuerdas si era un deseo simbólico o un síntoma de ansiedad ante el futuro. No te daba pena abandonar este escenario después del primer acto. Los minutos volaban. Nunca pasaba nada. El periódico de hoy trae las mismas noticias que el periódico de ayer. Las tartas se agotaban, tendrías que administrar bien el calendario, no malgastarlo en virutas. Escribir un libro o dos: eso era todo. Imagínate que saltas al vacío y no se te abre el paracaídas. Había que concentrarse a fondo para exprimir algo digno. Sí, pero ¿qué páginas? ¿Qué páginas?
Sueñas que estás en la cárcel. En el patio con soportales, casetas de libros.
Colores anfetamínicos de los 80, con sus tribus urbanas de plástico. Explosión de polaroids. Cubo de Rubik, manos borrosas como anticipo del Parkinson. Ada o el ardor. Poeta en Nueva York. Los niños terribles de Cocteau. Greguerías de Ramón. Versos apátridas de Vallejo y Rilke. ¿Quién habla de victorias? / Sobreponerse es todo. Lecturas desordenadas de los filósofos presocráticos, ya desde entonces tus favoritos. Los cortometrajes de Iván Zulueta y, por supuesto, Arrebato, que se convierte en tu biblia. Esa emoción de la pausa y el punto de fuga. Arte era permitir que el arte te fagocite. Quien lograba eso, se ganaba el derecho a desaparecer. La tentación del silencio es grande. El escritor solo tiene dos caminos: o se lanza, dispuesto a llegar hasta el final, o da la espantada al mundo y se abisma en las arenas de Abisinia.
Tus primeros poemas (escritos a escondidas: siempre a escondidas), cojos y mancos, por falta de recursos. Es preferible contar sílabas que contar bajas. Tu hermana mayor es tu primera lectora y tu única confidente.
Una niña descalza vende tabaco en la puerta de los bares. Durante un concierto en Rock-Ola, ves cómo el público arroja puñados de pastillas al escenario (anfetaminas, supones), que el cantante atrapa al vuelo y engulle sin inmutarse ante lo que estaba ingiriendo: una imagen que sirve para caracterizar a la época, cuya ferocidad no era una pose.
El video mató a la estrella de la radio. La cara demacrada de Rock Hudson, reconociendo en la portada de una revista: «Tengo sida». El primer valiente que se atrevió a admitirlo en público. Un ciudadano chino desarmado impide él solo, a pie firme, el avance de una fila de tanques: la inacción también podía ser un tesoro. Elogio de la asimetría: las chicas que te dejan confusa el alma, en aquellos bailes de los viernes en el gimnasio del instituto, lucían un solo guante, un solo pendiente, una sola media, un solo ojo (el otro se lo tapaba el flequillo). Llevar dos prendas conjuntadas habría supuesto una herejía al espíritu de la época, que era el desequilibrio y la neurosis química.
Relojes de pulsera transparentes, con el mecanismo interior a la vista. El ingenio fácil de un titular de periódico, cuando muere Andy Warhol: «El corazón le hizo pop». Esta noche tampoco besarás a nadie. Nadie te besará a ti. El primer grafitero, Muelle, que va esparciendo regueros de espray con su rúbrica por tapias de garajes y alturas de difícil acceso como torres de agua, lo cual te obliga a levantar la vista del suelo para preguntarte cómo demonios habrá logrado escalar hasta allí. Y esa es la utilidad del grafiti: que te obliga a elevar la mirada.
Pero estaba la muerte. Omnipresente. No la muerte divina, pintada en tablas flamencas, azul o roja, sino la muerte pequeña, tercermundista y casual, la muerte en un cordón de los zapatos, la muerte en un botón del ascensor cuyo número se ha borrado de tanto pulsarlo, la muerte en un vaso de agua algo turbia, la muerte en medio de un bostezo, la muerte en un sobrecito de azúcar con su sonido granulado de maraca diminuta, la muerte en la rueda iluminada de una noria o en la entreplanta de unos grandes almacenes, con sus torsos degollados, en un tenedor al que le falta una púa, en la campana extractora de la cocina, en la viudez de una manopla, en la estela de gas de un avión, la muerte en la palabra muerte, en un único copo de aguanieve, cayendo, cayendo.
Pensabas entonces –y sigues pensando ahora– que el éxtasis es superior a la erudición. Que es mejor tener fiebre que tener bibliografía.
Primeros tanteos serios de prosa narrativa, al filo de tus veintidós años. El hormigueo de un cuento. ¿Cómo se escribe un cuento, si puede saberse, en el pliegue entre dos siglos? Porque a ti te parece algo imposible, peligroso.
Pinceles y diccionarios, aguarrás y metáforas. Tus primeros relatos, escritos mientras cursas Bellas Artes, bastante a ciegas, de manera instintiva, con mucha tensión nerviosa: «Los viajes de Anatalia», «Carta a Nabokov», «Los puntos cardinales». Este último lo improvisas a partir de una primera frase que te golpea de repente: «Soy un viajante de comercio taciturno», sin saber nada más, al tiempo que escuchas sin pausa «Take This Waltz» de Leonard Cohen, para entrar en su ritmo y adoptar su cadencia. Lo ves todo: los edificios ruinosos del extrarradio, las grúas, la intemperie emocional de la que deseas librarte.
¿Son cuentos? ¿O anticuentos? ¿Poemas en prosa? ¿Cómo calificarlos?
Te preocupa la exactitud, ser preciso en el manejo del lenguaje, evitando tanto los lugares comunes como la sobreactuación de la prosa. No siempre lo consigues, claro. Cometes muchos errores. Todavía estás buscándote. Hablas poco y lo que no hablas te lo guardas en algún rincón secreto, muy trabajado, donde macera y fructifica, entre semillas y agua. En cierto momento, todo aquello tiene que explotar y salir a la superficie. Saldrá. De esa mudez proceden estos primeros cuentos, o lo que sean.
Esos personajes tuyos. ¿Quiénes son? ¿Adónde van? Ni idea. Fulguran un instante y desaparecen, entre dos oscuridades. Te gusta contemplarlos. Aprendes de ellos. Los quieres. Ellos te leen a ti. Un buen cuento es un acelerón de la mente.
Escribir: salir de un coma profundo. Nunca sabes si será el último cuento que escribas o si habrá otros. Después de crear un cuento te sientes, no sabes por qué, un poco culpable y avergonzado. Como si escribir fuese algo malo, un largo rodeo para ganar tiempo, esquivar la madurez y aplazar la toma de decisiones