Velocidad de los jardines. Eloy Tizón
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Escribir lo cambia todo. Un escritor se infiltra en territorio enemigo; se hace pasar por otro. Escribir no significa cumplir un destino, sino escapar de un destino. Escribir es siempre una traición.
Un cuento atrae a otro cuento. Después del terremoto principal, suelen presentarse dos o tres réplicas, a veces más. Lo que te sale es un híbrido entre prosa y poesía, entre narración y sonambulismo. Deudor de la literatura y de la fotografía y el cine, que tanto amas. No te interesan mucho los hechos (que son la épica), sino más bien las conjeturas e interpretaciones sobre los hechos (su lírica). Las enumeraciones caóticas son tu manera de inventariar lo existente, mediante libres asociaciones de ideas. Congelar la imagen para congelar el tiempo («La imagen como la última de las historias posibles», leíste a Lezama Lima). La locura está en los detalles. Loco es aquel que mira el mundo con demasiada atención, se pasa de fijeza compulsiva, con exceso de sentido, hasta que salta el resorte. Aprender a escribir es aprender a interrumpirse, a no cerrar, a mantenerse en vilo. La elipsis como arma arrojadiza. Un agujero se abre en el corazón sucio de la narrativa. Ningún cuento está completo si no le falta algo.
Sueñas con fieras salvajes que te persiguen en el interior de un hotel.
Recibes una notificación del gobierno militar: preséntese usted en tal sitio, a tal hora. Vas. Te desnudan y someten a un reconocimiento médico: estás sano. Te vacunan. Te registran los bolsillos y examinan tus pertenencias. Te rapan la cabeza con maquinilla. Te disfrazan de verde oliva, te empujan a un tren y te arrojan a un limbo gélido, allá en el norte, cuerpo a tierra, en la provincia de Z, donde los relojes han dejado de latir. Mala suerte. Tus derechos civiles han quedado suspendidos. Nada que hacer, ningún sitio a donde ir, la biblioteca universitaria como último salvavidas. Qué frío insoportable. La comida se mueve sola en la bandeja. Los barracones, con su hilera de catres helados y mantas rígidas donde pernoctan cien, doscientos reclutas. Los baños comunes, donde ves ducharse a un soldado con los calcetines puestos. Las taquillas forradas de penaltis y porno duro, erecciones descomunales y mujeronas con repecho. Las drogas circulan en abundancia, a la vista de todos. A ti te parece que no es la mejor idea dejar las llaves de la armería –con todo su arsenal de fusiles, cinturones de explosivos y abetos navideños de granadas– en manos de gente que se ducha en calcetines. La casa de la pólvora. Comprendes esta sentencia de Jean-Paul Sartre: «Cuando hay muchos hombres juntos, hay que separarlos por los ritos si se quiere evitar que se maten unos a otros».
Cumplido el mes de instrucción, te trasladan a la unidad geográfica del ejército, te fastidias, podría haber sido peor aún. Acabas hasta la coronilla de tanto milico. Tal vez no fueses el peor recluta de la historia, pero sí uno de los peores: escribo esta frase, ahora, con cierto orgullo retrospectivo. La única orden aceptable para tus oídos es: «Rompan filas».
Un día, por error, casi estuviste a punto de cumplir con tu obligación; por suerte, lograste evitarlo a tiempo. Por la mañana, en la oficina del cuartel, dibujas mapas, es tu trabajo. Rotulas nombres a rotring en papel cebolla. Pasas a limpio afluentes de ríos. De vez en cuando, al romper el día, excursiones en camión para hacer trabajo de campo, cargando un teodolito, en la sierra de tomillo.
Te nombran enlace del ejército. Enlace significa: correo. De modo que vas y vienes con un salvoconducto entre cuarteles para entregar sobres y paquetes, a sus órdenes. Viajas mucho en tren con tu petate, hablas mucho con desconocidos, caras nerviosas, niños con gafas, menores embarazadas de cuatro meses y medio, fulanas y delincuentes con tupé rockabilly, adeptos al Hare Krishna, por alguna razón la gente se psicoanaliza contigo y te describe sin rubor toda clase de intimidades de alcoba, secretos de muñones y cuchillas de afeitar, cochinadas en el asiento trasero del coche o en el suelo de la cocina, entre látigos y merluzas, que te dejan conmocionado. Tras ese desahogo ferroviario recogen su maleta, bajan del tren y desaparecen para siempre de tu vida.
No te dejan intervenir, no puedes hacer nada, ni escapar del tren, estás condenado a la locuacidad sinfónica de las bocas que te hablan todas al mismo tiempo.
Aprendes por experiencia, no lo sabías, que uno de los resortes principales del ser humano es el ansia de confesión. La búsqueda de un oído, el que sea, no importa cuál. El hambre sensual de desahogo. Verterse en otra mente. Todos somos barítonos. El erotismo de un aliento fortuito. Dos soledades se rozan. El mar ruge en el tímpano.
Toda la literatura es epistolar: necesita del otro para existir.
Una mañana soleada, después de una guardia nocturna en la garita, sin dormir, abandonas el cuartel, cruzas un puente y pasas tu día de permiso a solas en un parque público de Z. Te parece escuchar una especie de radiofrecuencia a lo lejos: un canto en tu cabeza. Algo auditivo, sonoro, filarmónico. Eso es la literatura. Más que escrita: retransmitida. Aprender a escribir o aprender a sintonizar. Con todo el cuerpo alerta. Como esos pueblos fantasma sumergidos por una presa hidraúlica en los cuales un día, de repente, bajo las aguas, entre bancos de peces, se escuchan campanadas.
Eres un campanario de voces. Al principio desconfías. Un poco. Al principio, tú solo, siempre te resistes un tanto a abandonarte, a rendirte a la prosa, al ritmo, te asusta dejarte arrastrar con facilidad por esa tos de palabras, encuentras en los preámbulos cierta voluptuosidad agridulce.
Al fin cedes, el cansancio físico te hace ceder. En ese parque de Z, borracho de sueño y brutalidad del cuartel, entre castaños de Indias, ves cómo tu mano anota en una libreta los primeros acordes de «Villa Borghese» –lugar que visitaste en un fugaz viaje de mochilero a Roma, años atrás–, enhebrando en un mismo hilo todos o casi todos los jardines que te vienen a la memoria, desde tu infancia hasta hoy (la memoria siempre te ha jugado buenas pasadas).
A tu alrededor bulle una letanía de palomas y niños, en el centro exacto del estanque muge alguna estatua, ecuestre o no. Consumes aquí el día entero, fumas, comes no importa qué, incorporas a tu texto lo que está ocurriendo a tu lado. En la vida real los niños juegan a perseguirse con pistolas de agua y en la literatura se ahogan. Estás metido en la Zona. Dentro y fuera a la vez. El tiempo se estira y se comprime, vigilado de reojo por el espacio, que se mantiene expectante. Hay una competición entre diferentes brisas, para ver cuál de ellas sacude las hojas más despacio. Una sombra fría de color té va descolgándose desde los hombros de los árboles hasta el amarillo humillado de las margaritas. Tu pensamiento disociado te permite distinguir incluso el crepitar de la luz. Vas cambiando de banco a medida que tu cuento crece y adquiere forma. Te echas a reír tú solo, no tienes remedio. Tu mano escribe. No estás. Te has marchado al lenguaje.
Empieza a anochecer, tú también empiezas a anochecer.
Sueñas con un océano hecho de latas de refresco que refulgen al sol.
Escribes la primera versión a mano, la corriges, la pasas a máquina (una Continental antigua y pesada, de tipos desnivelados, procedente del remate de un negocio en quiebra), vuelves a corregirla, mecanografias esa segunda versión, sigues corrigiéndola. Para ahorrarte el hartazgo de mecanografiarla tantas veces, al final recortas con unas tijeras y pegas con engrudo los párrafos que consideras válidos sobre un folio en blanco, armas una suerte de hojaldre de páginas.
Tu segunda máquina de escribir es una Olympia Carrera eléctrica, regalada por tus padres, qué diferencia, cuyo suave teclado aligera