Velocidad de los jardines. Eloy Tizón
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Y muchas cosas más.
No has podido vivir de tu escritura ni un solo mes, a pesar de lo cual te consideras agraciado. Has conocido ráfagas de felicidad e inviernos de angustia, el lote completo: das por bueno todo lo vivido. Salvo algunas canalladas que has soportado, sigues creyendo en unas cuantas viejas y básicas bondades humanas: cierta nobleza de espíritu, propensión a la generosidad, afán de superación, frescura de mente, sentido del humor, respeto a la palabra dada, ternura irónica, amores lentos.
Piensa esto: ¿vivir es una suma o es una resta?
A lo largo de estas dos décadas y media contraerás y descontraerás varias veces la enfermedad del amor. Entrarás y saldrás de vidas, de cuerpos, de biografías, de mundos. Con la conciencia palpitante de partir de cero, una y otra vez. Vuelta a la casilla de salida. Cada cierto tiempo hay que reiniciar la luz.
Una vez tuviste una novia. Y esa novia tenía un perro. Y ese perro se llamaba Flas. Era un dálmata más bien aburguesado que se pasaba la mayor parte del día tumbado, bostezando con el lomo pegado a los radiadores. La familia de tu novia había adiestrado a Flas para salir solo a la calle, a aliviar sus necesidades, y el perro cada noche bajaba con resignación urgente las cuatro plantas de aquel bloque de viviendas y correteaba por los desmontes de enfrente, desfogándose hasta la extenuación, tras lo cual regresaba al piso solo, jadeante, la lengua fuera (parecía el pico de una corbata rosa, que se hubiese tragado y regurgitado a medias), arañando con las patas la puerta, para que alguien le abriese.
Quién sabe qué cosas haría y vería Flas en sus escapadas nocturnas. Qué sombras, qué hondonadas. Cuántos olores raros. Aventuras folletinescas, dignas de un guerrero sandokán. Romances de medio minuto. Flores de harina y pelo.
Ahora piensas que todos nosotros éramos, sin ser conscientes de ello, como ese perro de tu novia, el dálmata Flas, chuchos sin bozal que habíamos descubierto de repente cómo llevar una doble vida. Habíamos aprendido a manejar el resorte que nos permitía escapar solos a la calle, a la intemperie, para deambular sin correas, lejos del control de las cámaras de vigilancia, correr sin dueños, bailar alucinados, olfateándolo todo –el vértigo de emoción que sobreviene un segundo antes de enamorarte, con su sabor a mercurio–, confiando en encontrar por intuición canina el camino de regreso al hogar, como si a estas alturas del siglo regresar al hogar fuese posible o existiese aún un hogar al que regresar.
Uno, un poco, se convierte en lo que ama. Resulta inevitable. Un ser humano termina pareciéndose a lo que sueña. El carpintero, a su silla. El astrónomo, a su eclipse. A ti una noche te creció una barba rusa, intensa, de tanto leer a los rusos, y al levantar la vista del libro te descubriste con gafas miopes y ojos peterburgueses reflejado en los espejos, y ya eras otro, soy otro. Todos somos otros cuando alguien nos ama o deja de amarnos.
Miro el corzo que corre por la cinta del camino o del zoótropo y soy el corzo que corre. Miro la lluvia y soy lluvia. Miro el halcón encaramado a la torre, con algo de candelabro rojo, y soy ese halcón que me contempla desde lo alto, mirándome mirar. El gusto por vivir no se me acaba nunca. Escribir es entrecomillar la vida. Si escribo que puedo volar, entonces –y solo entonces– comienzo a percibir el viento bajo las alas.
Atreverse a eso. Escribir, como Pavese: «Un gesto. No escribiré más». Y luego seguir escribiendo.
VELOCIDAD DE LOS JARDINES
a Concha L.
Carta a Nabokov
Las concepciones sobre el espacio y el tiempo que deseo exponerle han sido desarrolladas en el terreno de la física experimental, y de ahí procede su fuerza. Son radicales: de ellas se deduce que el espacio en sí mismo y el tiempo en sí mismo están condenados a desaparecer como sombras y que solo una especie de unión entre uno y otro conservará todavía una realidad independiente.
Tú, ahora que ya estás en Terra, y habitas tu muerte amueblada de trineos, o a menos que seas un espectro de nebulosas viajando por el anillo de los mundos, la palpitación de un dígito, dondequiera que estés, un rectángulo de césped amarillo –no– debajo de un almendro de Montreux, Zembla. De modo que morir era eso. Tú que no verás más la luz pulverizada de la tarde, ni una hermosa cinta de grasa sobre la acera, ni un trozo de crepúsculo ondulante en el parabrisas de un taxi. ¿O acaso está el dejar de vivir / todavía lejos del estar muerto? Han sido talados los árboles de Vyra, y un poco de ceniza te cubre las facciones. Querido Sirin, tus insomnios sobre alfiles y peones en la noche de Berlín, con persianas torcidas como párpados mal cerrados. Sabrás que pasó la Historia, pasó sobre raíles monstruosos, con sus alambradas de púas, su tesoro de miserias, sus tijeras para el viento y el viento en las claraboyas que repite lo que sabes, la zarza escondida, pálido fuego.
Cuando desde Antiterra te pensamos, señalamos con el dedo tres esquinas del cielo, cierta úlcera luminosa, un celaje de estrellas que para ti eran llamadas a pie de página de un texto indescifrable, o no eran nada. Aquí en Antiterra –te explico– continúan ocurriendo cosas rarísimas y pasajeras, lámparas cicatrizadas, muchachas sin senos, una caracola marina conserva en su interior el grito verdinegro de las aguas donde todavía está ahogándose Lucette. Sí, los parques de toda Europa viajaron con vosotros, y pudo verse un tobogán y su reflejo inverso en un charco, y un niño se deslizaba hacia su propia imagen, y su hermano gemelo ascendía desde el charco agitando los brazos.
Por alguna razón me siento más cómodo llamándote Sirin. Así es, la memoria se asienta sobre bases muy frágiles e indestructibles, una columna de polvo en el desván del verano, la retícula de sombra de una hamaca, y así sucesivamente. La vida del exilio: cuartos de frenético empapelado, ventanas que dan a una corriente de aire, y tú estás en medio de la habitación, entre espejos improvisados y maletas boquiabiertas, o vestido de guardameta en la bruma verdosa del Trinity College. En los escaparates fluye una dulce peletería, mientras la Historia deja a su paso fascículos de horror (tenacillas al rojo, párpados arrancados), y en un bosque de Rusia alguien cuenta los pasos para un duelo, suena la detonación, los decorados cambian, y solamente estás tú años más tarde con una raqueta de tenis en la mano abandonando la pista.
Según los gráficos de Rattner, Terra es una franja más o menos elíptica situada en algún punto intermedio del entendimiento, un tirabuzón de luces frescas sobrenadando en una aterciopelada jalea, determinada célula brillante en la mente lastimada de los locos –Aqua, ¿puedes oírme?–, una cisterna de sombras adonde irán a parar nuestras desamparadas conciencias, o quién sabe qué. De todas tus fotografías, prefiero una en la que apareces por un pequeño sendero con una gorra de visera y un cazamariposas.
Estimado profesor Veen, ahora sabemos que la única forma posible de morir sería la abolición de la memoria, la linterna clandestina, el prisma coloreado (¡Henri Bergson y Marcel Proust!), capaz de abrirse en un cosmorama de imágenes y palabras. Qué puede importar que los larvarios hayan sido abandonados, y las nínfulas crezcan, y Dolores Haze nos reciba en la puerta de su casa portando un secador averiado y las uñas despintadas. Bajo la bata floreada se oculta un vientre encinto. Muchachas de uniforme pasan frente a tu ventana y dentro de uno, dos veranos, desaparecerán sus apuntes escolares y sus rodillas turbadoras y su risa quemada por los bordes y las muchachas que pasan.
Hoy vuelve a ser el cumpleaños de Ada; el sol cabrillea en el borde de la piscina y sobre las bandejas, el olor del cloro asciende hasta los grupos que bromean, parece ser algo eterno. Pero cuando llegas a la fiesta la casa está vacía