Velocidad de los jardines. Eloy Tizón
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Ahora, por ejemplo: tú continúas muriendo, la sangre bombea contra las paredes de mi rostro, en algún lugar del globo una telefonista conecta una clavija en la centralita, las galaxias se expanden a velocidad creciente de su foco de explosión; puede que llueva; alguien toma un avión con la intención de asesinar a otro alguien igualmente impreciso, al mismo tiempo que dos cuerpos celestes entran en colisión, y dentro de millares de años un telescopio registrará tal vez un momentáneo resplandor en la bolsa negra del espacio. Y esto es así y está bien que así sea.
El cazamariposas atroz de la muerte nunca alcanzará a la pequeña, frágil crisálida que se aloja en el cerebro que se acuerda. En medio de la noche, el castillo de Ardis como un soberbio candelabro de plata líquida, levemente desenfocado por la distancia. Las manos de Tamara en los museos son dos plantas acuáticas, dos establecimientos de algas, son como relieves en una vieja polvera las sombras tutelares del pasado. Tú que viste el ocaso de un siglo reflejado en el timbre de tu bicicleta. Sirin, qué extraño pasajero. Entre los alerces del jardín existe un lugar vacío, una urna de luz donde no es posible el daño y te imagino. Tu linterna mágica, la biblioteca de Ada, la ardiente transparencia de Ardis Hall, desmienten que haya muerte.
Los viajes de Anatalia
Mamá en el andén paga lo justo al taxista, al maletero, vigila cómo el enorme equipaje pardo, el cajón con las partituras, sus cajas y sombrereras, la ropa de los niños, nuestra, va siendo engullido trozo a trozo por el vagón mercancías. Sin rostro. Mi madre y su portamonedas conceden un beso a tía Berta, corre un viento frío, partamos, partamos, mamá asciende escalones, esto se llama departamento y es de oscura madera densa, yo preferiría viajar en barco, mamá aspira el barnizado, corrige un portafolios, ¿cómo has dicho que se llama? Un trompetista de uniforme pasa comiendo absurdamente una gragea. Anatalia abre sus grandes ojos claros y mira cómo el circo de los hombres levanta la carpa de la mañana con su esfuerzo, sus ingredientes, con todo su oro en promesa y su desgracia. Comenzamos a movernos, era verdad que esto andaba, saludad a tía Berta, tía, tía, se llama departamento, cuidado con el viento, las bufandas, ¿os habéis dejado algo?, se oye la voz de mamá diciendo gracias por todo, y sentaos en vuestros sitios, mientras se empequeñece la estación y estamos respirando y yo miro el neceser que está a punto de caerse.
Al atravesar la frontera, se vieron restos de trincheras, tanquetas retorcidas, pedazos de vidrio. ¿Tenéis hambre? Al atravesar la frontera un caballero gordo y como sin esperanza es arrojado a patadas por el Servicio de Aduanas. El camarero levanta la tapa de la sopa como si se levantase la tapa de los sesos. Dice mi madre: Allí ya veréis, tendremos diez o doce cuartos para todos, espejos empañados, solfeo, y un jardinero que imagino aburrido cambiando de orientación los rosales. Esgrima. Tendremos (no tosas, Anatalia) esos afilados lacayos que patinan sobre el mármol y un pequeño estanque de agua contaminada que provocará cólicos y tisanas qué, qué os parece.
Elba parece ir leyendo en el cristal las páginas del paisaje. O quién sabe. Acaso todos estén pensando en la villa del verano, las meriendas en el Campo de los Arces, aquella tarde que pusimos una piedra sobre otra para marcar un sendero y al día siguiente no estaba; nos parece muy bien; pienso en la biblioteca roja y su escalera para alcanzar los estantes más altos con los libros que los pequeños no tenemos por qué leer. Bajo la vidriera llameante, el abuelo recorta titulares sobre los comienzos de la aviación y los ordena con adhesivo en un álbum. Turguéniev reposa en yeso. Dinos, ¿desde allí también iremos caminando hasta el Campo de los Arces? ¿Instalaremos panales? ¿Falta mucho, di, para llegar? Y lo que es más importante, ¿podríamos repetir confitura de grosella?
Querida tía Berta:
Muchos abrazos de todos, no sabes lo bien que lo pasamos ahora y Clara no se come las uñas. Mis sabores preferidos de esta semana son: la menta. Nos acordamos mucho de casa, la hierba recién cortada, el catecismo que nos enseñabas debajo de una gotera y todavía nos lo sabemos, no creas. La postal representa una puesta de sol y dos naranjos (dile a Niso que no olvide nuestra apuesta). El sitio adonde vamos se llama: Establecimiento de Baños, allí los jardineros se aburren. ¿Has vacunado ya a Elmer? Hoy estamos viajando entre jaulas de faisanes. Pero hay momentos en que, no sé, conozco el peso del aire, veo la temperatura, me asusto, y entonces cruje el entarimado (perdóname los tachones), ascienden los dirigibles, y todo es una gran mancha, tía.
Anatalia
Huíamos de la separación, del desorden, de la separación del desorden, del asma de Anatalia y de todo lo que hiere. Pero el asma, ay, siguió viajando con nosotros, se hospedó en los mismos paradores, pidió pomelo en el desayuno y regresó con los pies fatigados tras la visita a museos.
Mamá no descuida una ruina; las visitamos todas. Nos hace comparar dinteles, memorizar gárgolas, amanecemos góticos, a ver quién me dice qué es esto, el día se despliega innumerable y nosotros caminamos, caminamos, esto es un gladiador de escayola horriblemente mutilado, mamá. Acudimos a cada piedra, a cada «hecho relevante», como diría Procopio, el administrador tuerto, bello, reticente, opaco, siempre géminis, contable de fracasos, con su infusión de media tarde y su corbata exhaustiva. Una columna toda rota y con cenizas es un «hecho relevante». En el salón de música del tren nos sentimos desbordados. Mamá se levanta de su asiento, dice que necesita tomar un poco de aire (así: necesito tomar un poco de aire), su silueta se nos aleja mientras al fondo la orquesta derriba valses, agita esos harapos de música, un ritornello obsesivo que los ejecutantes vierten, una y otra vez, sobre la espalda de los pasajeros.
Un poco de gelatina tiembla sobre el mantel. Enfrente de nosotros, un oriental va leyendo un libro con forro de papel pintado. A lo lejos se escucha un fondo de engranajes y calderas, música sobre música, y dos viajeros irritados discutiendo porque aquella tarde el vagón entero olía insoportablemente a mar.
¿Por qué decimos que Dios es creador? Porque todas las cosas las hizo de la nada. ¿Por qué decimos que Dios es Señor de todas las cosas? Porque todas Le pertenecen, y cuida de ellas con sabiduría y bondad pero no consigo dormirme o estamos atravesando algún túnel. Es cierto que yo podría contar mi historia, una historia hecha de sombras, partitura del vacío, rosa líquida de nada. En mi infancia llueve siempre. Yo camino hacia el colegio de la mano de mamá, y estoy temblando. Como a toda prisa para llegar a tiempo a clase y vomito entre dos autos. Hay un buzón absurdo en la esquina que recuerda mucho un cumpleaños.
De pequeño soy Julio Verne. Mi soledad y mi cuarto se van poblando de mástiles y planisferios, de planetas sumergidos y resacas, de maderas encalladas. En mi escritorio suceden furiosísimos motines, naufragan los batiscafos, mi cama es una isla que se desplaza. El correo del zar cruza la estepa, no hay tiempo, van a matarlo, y la primera comunión, estarás contento, ya está tan cerca.
Julio Verne hizo la primera comunión vestido de blanco y fue comprendiendo poco a poco lo que significaba llevar nuestro apellido, la carga de desamparo y astenia que arrastraba su ortografía, la locura del diptongo, qué extrañeza, y el acento final que lo clausura, duro y concreto como un acento.
A esa hora, en el otro extremo del mundo, una espiga cae tronchada por el peso de la calma. Se producen besos. Tío Néstor estará intentando cazar becadas sin resultado, volverá empapado como un río, morirá sangrando majestuosamente. Cuando me haga viejo y torpe y sin respuesta, tal vez recuerde este instante en que me siento triste o bostezo. ¿Se alegra Dios al vernos crecer? Sí, Dios se alegra al vernos crecer porque para Él lo más importante del mundo son los hombres. Lo estable se modifica, las piedras fluyen, hay columnas con el interior comido por las larvas. El capitán Nemo estará luchando en la sala de máquinas, la profesora de francés que tuve en 5.º curso beberá su leche cada tarde, un astro entra en mutación y el cielo se interrumpe. Una pupila se esconde tras un párpado, y hay un vago pugilato de sombras sobre mi almohada. Y después nada, el silencio. La exquisita elocuencia del silencio.
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